Se acabó la rabia – Un cuento de Julieta Mateos

Se acabó la rabia – Un cuento de Julieta Mateos

Se acabó la rabia [Cuento]

***

***

Se acabó la rabia

Es una casa hermosa, pero descuidada. No tan descuidada, pero descuidada. Hay que
mantener el perfil bajo, me dice cuando le pregunto el porqué de la desidia. Más que perfil
bajo, a mí me da la impresión de que es el porro. Toda esa marihuana que fuma y que lo lleva
a la hamaca, de ahí al sillón, del sillón al mercado a por el monchis y de nuevo a fumar. Pero
qué hermosa es la casa.

Vamos a comer a un restorán vacío. Me cuenta cosas innecesarias: que los gringos
ricos que viven aquí regresan a sus ciudades porque no soportan las temperaturas tan intensas
del verano y que es la temporada baja de turismo pero alta de robos en sus casas vacías. Hace
un chingo de calor, wey, un chingo, pero fijate que el agua esta hermosa, bien calientita, así
que tú, relax carnal, disfruta y no te preocupes por nada, mi Fran.

Me palmea la espalda mientras toma un trago de una Modelo con limón y sal. Cómo
le dicen a la michelada acá, le pregunto. Pues michelada, me contesta. Ordena hamburguesas
con papas fritas para los dos. Cuando termina su cerveza, pide otra y brinda por la
multinacional que me trajo a México, en la que nos conocimos hace diez años, y por el jefe
que me acaba de echar, posibilitando este reencuentro. Me dice que todo pasa por algo, que
ya le va a tocar su karma, que si no le mentamos la madre, que blablablá. Finjo serenidad, paz
con mi presente y le agradezco la estadía. Solo quiero dormir muchas horas.

Poco antes de irnos entra una pequeña multitud de güeros, el mito del que tanto había
escuchado hablar: el gringo retirado en las costas de Baja California. Ellos, dueños, seguros
de sí mismos, bronceados, con sus camisas floreadas y sus chanclas que exponen las uñas
rocosas. Pagan con dólares sus margaritas y sus cócteles de camarón, viven la vida loca.
Dejan buenas propinas y se sienten bien, valiosos.

Cada mañana asume su rutina con la neutralidad que le da la hierba. Se levanta con el
sol, arma uno y toma café; luego se ducha, se cambia y se va. Regresa por la tarde y vuelve a
fumar. Hamaca, cama, monchis, hamaca otra vez, sillón, porro, cama y finalmente Youtube o
Instagram hasta quedarse dormido. De a ratos lo interrumpo con preguntas o comentarios
aleatorios que no sean muy profundos ni emocionales porque ya sé cómo es, a él nunca le
gustó filosofar sobre la vida en estado canábico.

En una de esas tardes de ocio y marihuana a las que ya me acostumbré, me advierte
sobre los perros. Hay un promedio de cuatro por casa. Su cabeza rebota de arriba a abajo, el
mismo discursito de siempre: que no hacen nada, que perro que ladra no muerde, que los usan
para proteger sus viviendas. Los consejos sobre cómo tengo que reaccionar si uno se me
abalanza, no corras, quédate quieto, demuéstrale que eres tú quien manda. Yo no mando. Si
yo mandara no estaría acá, estaría aprovechando el happy hour de algún bar de gin en la
Roma, a la salida de la oficina; estaría comiendo sushi en Polanco o trabajando horas extras
por amor a mi chamba.

La noticia sobre la jauría del pueblo me desespera un poco. Odio a los perros desde
que uno me mordió en sexto grado; son más de treinta años de pánico. Toda esa mitología
acerca de la amistad con el humano me genera una bronca asfixiante porque no es cierto, son
seres del inframundo camuflados con pelajes suaves. En estado salvaje nos odian. Y yo a
ellos y lo saben, lo huelen.

Me da un ride a la playa. Maneja rápido como un hombre del norte, de esos que están
acostumbrados a las curvas en forma de pera, cerradas y verdosas. Tomo la agarradera de la
ventanilla, me convierto en mi padre. Recuerdo el día en que manejaba borracho por Reforma
y casi morimos en un choque múltiple. Se bajó como pudo del carro a cagar a trompadas al
conductor que nos había embestido. Dedicó las últimas fuerzas antes de desmayarse a pegarle
al tipo, mientras lo puteaba en media lengua.

Es un pueblo hermoso, pero solitario. Más que solitario, fantasmagórico. Las calles
están vacías, pasan pocos autos y nadie camina. Las veredas no están hechas para peatones,
tienen entradas para autos cada dos metros y caminar en diagonal resulta complicado. La
mitad de los negocios está cerrada, solo están abiertos los imprescindibles: el mercadito, la
lavandería y una pequeña farmacia con carteles en inglés que anuncian todas esas drogas que
los gringos aprovechan para comprar sin receta. Nadie. Vacío, un poco polvoriento pero qué
hermoso es este pueblo de casas bajas a orilla del mar.

Las camionetas y los jeeps dejan las marcas de sus ruedas en la arena gruesa y
caliente, formando una superficie más plana, similar a una calle. El mar es una locura
transparente y serena. A lo lejos veo un carro estacionado a pocos metros de la orilla, un tipo
sentado en el capó con un enorme sombrero de paja mira el horizonte. Detrás, dos perros
juegan con un palo. Oigo las pequeñas olas hacer su ruidito como una queja. La ciudad aún
me detona en las venas, las agita. Mi sangre tiene más movimiento que el mar de Cortés.
Respiro hondo por primera vez en mucho tiempo. Me inflo de sal, me digo que haber
aceptado su invitación fue una buena idea, me acurruco y me dejo estar.

El sol de esta parte del mundo me hace doler la cabeza. Estoy a la sombra y aun así,
mi sien estalla. Pero es diferente al dolor que sentía en la ciudad. Ese era por la
contaminación y por la altura; este es agudo, como un metal oscuro que me quema desde la
frente hacia los lados y se une por detrás en un paralelo de pensamientos achicharrados por
los treinta y dos grados de comienzos de junio. Estoy transpirando. Me saco la remera y
camino hasta que las olas me bañan los pies. Hago un par de sentadillas, dos rotaciones de
espalda y cuello, todo me cruje. Entro en la masa de agua y es verdad, está muy tibia. Me
hundo por completo y al instante, floto. Supongo que este mar es más salado que otros. Desde
adentro, veo que los perros se acercan ladrando. No es un trote amistoso ni los ladridos son
simples saludos. Vienen corriendo rápido y ladran con rabia. No entiendo si se acercan por
mí, miro al horizonte y a ambos lados: no hay nada más que mi sombrilla y yo. Temo que
entren al mar a buscarme, pero se quedan en la orilla babeando mientras me miran con los
ojos furiosos. No me animo a salir, le hago señas al hombre a lo lejos, pero no me ve o finge
no hacerlo. Dos minutos después, entra al auto y se va. Empiezo a nadar hacia lo profundo
dando brazadas que intentan ser tranquilas. Hace rato que no hago pie cuando me doy vuelta
y veo a los perros; siguen ahí, pequeñitos, parecen dos ardillas esperando por comida en
Chapultepec. Me dejo flotar boca arriba hundiendo las orejas en el mar y entonces todo se
convierte en un útero gigante que me envuelve y me saca del pánico. No escucho nada más
que ese sonido redondo que se oye debajo del agua. Se fue todo, nada existe, no hay tiempo,
ni jefe, ni despido, ni depresión o incertidumbre por estar solo, sin casa ni trabajo y tener
canas hasta en los pelos del pecho. Cuando abro los ojos el brillo me enceguece y me
transforma en algo no humano, sin forma ni entidad. Inspiro y, al llenar de aire mis pulmones,
floto más. Subo y bajo al ritmo de mi respiración. Así quiero vivir un rato más, existiendo sin
cuerpo ni materia. Pero empiezo a llorar y las lágrimas me devuelven toda la humanidad que
creí haber perdido. Renuevan el mar; también lo contaminan. Mi garganta trabaja en gemidos
de tristeza, dolor y un poco de ira. Me canso. Me doy cuenta de que me olvidé de los perros
cuando salgo de mi refugio uterino y los veo correr hacia una camioneta que los espera con la
puerta de atrás abierta. Intento ver quién conduce pero no lo logro: los vidrios son
polarizados. Vuelvo a la orilla nadando despacio, con los ojos cerrados. Aspiro agua por la
nariz y la expulso; de nuevo. El agua salada me limpia, me saca mocos y yo me creo que esto
es una bienvenida ritualística al pueblo y que a partir de ahora, sabré qué hacer, a dónde ir, si
quedarme o no. Me como mi cuento de la iluminación.

Dormí casi tres días seguidos. Sigo cansado, aplastado por la incertidumbre. Me
dedico a barrer, trapear, limpiar los estantes de la cocina y ordenar los platos y vasos que
llevan tiempo en el fregadero. Vacío los potes de la heladera que están cubiertos de moho: un
hummus añejo, un frasco de salsa Valentina y otro de mayonesa sin tapa.

¿Quiero volver a la ciudad?, ¿quiero quedarme acá haciendo café por temporadas y
vivir en un pueblo fantasma de jubilados norteamericanos? Me encantaría tirar una moneda y
ser guiado por el azar. Siento que me vacié de todo lo que tenía antes, esa rutina plástica e
incuestionable que me llenaba el alma y los bolsillos.. Estoy en medio de un silencio que me
atormenta y la mandolina en mi garganta corta las palabras antes de que intenten salir. Pienso
todo eso mientras trato de despegar un chicle del piso.

Cuando termino el aseo, me tiro en el sillón a lavarme la cabeza con videos de
parkour, pero la culpa me posee y entonces escribo mails, me meto a Computrabajo y busco
chamba. Nada en gerencia, nada a mi altura. Miro el horizonte desde el balcón enorme que
tiene la sala. Dos moscas revolotean alrededor de mi cara, se me pegan al sudor como si fuera
Voligoma, se posan en mis hombros y me zumban los oídos. Tomo unos mates y contemplo.
Vuelvo a llorar, pero lo disimulo cuando lo oigo entrar. No quiero que me vea, que empiece
con sus bromas de macho rudo; aunque le confesaré mi desazón una tarde que comamos
hongos y a mí me peguen mal. Él creerá que estoy haciendo un duelo, que me partieron el
amor, que extraño a alguna vieja o que me cansé del exilio mexicano y quiero volver a vivir
con mis padres en el sur.

Hace un calor de muerte y decido ir a darme un chapuzón. No tengo ganas de salir de
la casa solo, sin el refugio de su camioneta, pero cómo no voy a aprovechar la combinación
de mar y tiempo libre. Preparo el bolso: bronceador, mantita, un libro cualquiera de la
pequeña biblioteca que hay al lado del baño y el coraje necesario para enfrentar a los bichos.
Me pongo las gafas oscuras y el sombrero que me compré en el aeropuerto y, al salir, veo
pasar a una mujer en un cuatriciclo. Me mira y me ignora. Los perros del barrio comienzan a
ladrarle como en un canon: primero los de más arriba y, a medida que el cuatriciclo baja la
pendiente que conduce a la calle principal, empiezan los demás, y los que están sueltos, que
son la mayoría, la siguen corriendo.

Escucho que alguien murmura fucking dogs o algo así. Un anciano de pelo gris
asomado a la ventana de al lado me mira salir. Le digo hola, contento con la posibilidad de
interacción humana, pero se mete dentro de su casa y cierra el mosquitero, mientras dice they
should kill them all.

Al cruzar el alambrado oxidado que rodea la casa, un perro petiso con la cabeza
demasiado grande para su cuerpo se acerca, corretea hacía mí con sus patas cortas y no se
decide a atacarme. El canon de ladridos reaparece y, con él, más cuerpos. A medida que
avanzo, levanto polvo con mis pisadas. Los perros que ladran van saliendo de sus casas y se
me acercan con miradas de reproche, de búsqueda, esa mueca que ponen cuando quieren
algo, cara de lástima. Algunos me siguen, otros solamente me gruñen desde su espacio. Hay
uno grande que parece ser el alfa, su pelaje es largo y naranja. Si él no se mueve, nadie lo
hace. Deambula a mi alrededor, me inspecciona, me ladra y vuelve a la manada, como
diciéndoles cosas, como llevando el chisme o alentándolos a que me ataquen. Necesito
hacerme amigo de ese, comprarle un sobrecito de pollo, sobornarlo con algo, quizás solo así
pueda moverme en paz.

Estoy por llegar a la calle principal, la única asfaltada del pueblo, cuando un perro
manchado negro y marrón oscuro, con dos aureolas rodeándole los ojos, salta una cerca enana
y se me tira encima. Logro interponer la sombrilla entre su boca y mi pierna y evito que me
muerda. Basta, le grito y amago a patearlo. De dónde saco valor, no sé. Una mujer me mira
de reojo desde el interior de una casa. Le pido ayuda, le pregunto si es su perro, le grito que
haga algo, tengo ganas de sacudirla para que reaccione. Abre la reja sin decirme nada, sin
alterarse, mecánica, y lo llama: Roco, Roco, ven.

Me quedo estático en la esquina sin poder reaccionar. Estoy temblando, siento esa
adrenalina que aparece en momentos random, tanto buenos como malos, cuando surfeo,
cuando bajo en culipatín una montaña nevada y cada vez que veo un choque en la ciudad. Las
ganas de ir a la playa se me van de manera automática. Tampoco quiero volver a la casa y
atravesar de nuevo al resto de los perros. Qué quiero. Elevarme y flotar sobre el pueblo con
un láser rojo, enceguecerlos. Tengo el cuerpo entumecido y me duele el cuello. Recuerdo que
el primer día vi un local de masajes casi a la entrada y pienso que quizás me vendría bien que
me amasen los músculos. Pero en la billetera tengo quinientos pesos y recuerdo que el cartel
decía “Massage 40 usd, only cash”. No me alcanza. No voy. Puedo hacer un poco de yoga en
el balcón, pero sé que no lo haré, sé que voy a llegar a la casa y me voy a poner a ordenar lo
ya ordenado, a deslizar las stories o a contemplar el horizonte sin volver a salir. Nunca estuve
tan lejos y tan cerca del mar.

Mientras recuento las opciones que tiene mi marasmo, veo a la mujer del cuatriciclo
doblar desde la calle principal. Le hago señas y frena. Es una de las expatriadas from USA.

—Can you give me a ride upstairs? —hablando en inglés parezco italiano.

—Sure, come on up.

Le agradezco y le vomito mis sensaciones. Le cuento del ataque, de la dueña que no
hizo nada y de la cantidad ingente de perros que rodea mi casa. Estoy exaltado, en menos de
dos minutos de viaje nombré demasiadas cosas, quiero conversarle más, que me diga qué
hacer, que me abrace y me invite a su casa. Pero no me dice nada.

—Here, here, gracias —le digo al llegar.

La gringa me mira seria y comienza a hablar en un español genérico y un poco
trabado.

—Cuídate. Usa un palo para amenazar a perros. Nice to meet you, bye.

—Ok, gracias por el ride.

Al instante arranca, haciendo polvo y levantando ruido.

Agarro una piedra y se la tiro al perro color beige que está echado junto al portón y
comienza a mostrarme los dientes. De pura bronca nomás, anticipándome al ataque, a esa
histeria de ladridos. A mí no me van a ganar. El perro ladra un par de veces, mientras se va
trotando, decidido a hacer asamblea y tomar revancha contra mí.

Iván me envía un mensaje de voz diciendo que se va directo al Walmart de La Paz a
hacer la compra del mes, que regresa en la noche. Aprovecho para abusar de su hamaca y
mirar el mar mientras me balanceo generando un viento que nadie más percibe. Paso la tarde
observando la manada desde el balcón. Un chihuahua con una oreja caída deambula
olfateando el piso, entre la camioneta verde y la puerta de nuestra casa. El pastor alemán
atado en el patio del vecino ladra sin parar. Es el sonido necesario para sacarme de todas mis
pajas mentales, así como en la ciudad lo era el camión de la basura o el carro que compraba
colchones y fierros viejos. Me molesta y, a la vez, me salva de la podredumbre. Un pitbull
hasta ahora desconocido trota hacia abajo, hacia arriba, va y viene, no deja de moverse a
pesar del calor. Aparecen dos más. Son como hermanos, no se separan, un par de huskys
blancos que me recuerdan a algo, una sensación perdida de hombro con hombro.

Regresa por la noche, cansado y con olor a transpiración. Compró muchísima
despensa y se olvidó la yerba que le pedí. En su lugar, trajo varias onzas de mota en una
ziploc. Piso dos aguacates bien maduros, noto que, como hace años, sigue cortando el tomate
para el guacamole demasiado grande y le digo, dejá, dejá, yo termino. Oh, qué limpio está
todo, comenta al pasar. No le cuento que casi fui asesinado por un perro llamado Roco, ni que
no me alcanzó para los masajes, ni que, después del suceso volví a la casa lleno de miedo y
hartazgo. Sí le cuento que me encontré a la gringa y que me recomendó salir con un palo para
ahuyentar a los perros. No, un palo no sirve de nada, créeme, cuando llegué aquí andaba con
una rama por todos lados y un perro hijo de la chingada me mordió tres veces. En medio de
esa frase, se mete en el cuarto y sale con un bolsito negro. Me muestra la taser que se trajo de
California el año pasado. Ahora vas a poder salir tranquilo, me dice, esto es más pequeño y
más práctico, pero tienes que regularla porque a veces se pasa de intensidad. Te lo digo por
experiencia. Se fuma medio porro y se va a dormir sin comer.

Se despierta con los perros conversando a los gritos con aullidos agudos, lobeznos y
ladridos gorgoteantes y rabiosos. Me despierta con sus quejas. Miro el teléfono: son las tres
de la mañana. Repite algunas veces pinches perros de mierda y, al levantarse para cerrar la
ventana, pisa mi colchón y, de paso, como sin quererlo, como haciéndose el sonámbulo, patea
la mesita de luz. Con todo cerrado, nos morimos de calor. Pongo el ventilador en cinco, hace
un ruido espantoso, pero tira más aire.

A la mañana siguiente, lo veo recostado sobre la baranda del balcón, mirando hacia
afuera. No dormí nada, me dice, mientras toma un café frío. Tiene la voz ronca y cara de
fastidio. Luego, me pide la taser para sacar la basura: están todos ahí y el camión va a pasar
pronto. Busco la pistola y se la doy. Desde arriba, lo veo salir cargando la enorme bolsa de
consorcio. En la puerta está el alfa, ese, el naranja, que, apenas lo ve, comienza a ladrar y a
gruñir. Es demasiado temprano para tanta intensidad, estoy harto. Los demás perros se suman
a los ladridos desde sus casas, van apareciendo de a poco, pero no se acercan demasiado: el
alfa manda, Iván es su presa exclusiva y los demás lo saben. Comienza a rodearlo, mientras
ladra y le muestra los dientes. Mi amigo susurra y maldice, como siempre que está enojado.
El perro toma una breve carrerita y lo embiste, en ese momento Iván apunta la taser y lo
electrocuta. Veo cómo el cuerpo del animal se retuerce y esgrime unos quejidos que me dan
impresión. Está llorando. Los demás comienzan a aullar y el ambiente se llena de un
sufrimiento atroz e involuntario. El vecino abre la ventana y asoma su torso desnudo, mira la
situación sin entender demasiado, sigue dormido. Con el perro inmovilizado por el choque
eléctrico, Iván aprovecha y comienza a darle patadas y a pegarle con un palo enorme que
había al lado del bote de basura, mientras lo putea y grita desaforado para intentar ahuyentar
al resto, que va y viene a su alrededor. Cuento las veces que le pega y quiero gritarle que pare
pero no me sale; en su lugar, me atraganto con mi saliva y toso. Dejo de contar cuando veo
que el perro comienza a sangrar, evidentemente el palo tenía algunos clavos. En un ataque de
euforia, le grito: No pares, dale, dale a todos, matalos a todos, dale, hacelos mierda, por favor,
hacelos mierda.

Iván me mira lleno de exaltación y furia con el palo en la mano. El anciano de al lado
sonríe y aplaude, por fin alguien hace algo, sé que está pensando eso y yo también. Siento el
alivio que no sentí en días y lo dejo que continúe su tarea mientras me encierro de nuevo en
la habitación a intentar dormir un rato más. Más tarde quizás pueda ir a la playa tranquilo.

***

Julieta Mateos

Categories: Literatura

About Author