Jamás regresaste – Un relato de Rosa Garrido Serrano
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Jamás regresaste
La casa es vieja y oscura, ya lo era cuando ellos la compraron y así se ha mantenido durante los años en los que ha estado inhabitada. Primero se fue Fabián, murió mientras dormía una noche de San Juan. Mercedes continuó hablando con él todas las noches; justo antes de fallecer, lo hacía más a menudo. Tú escuchabas sus conversaciones cuando ibas a visitarla siendo todavía un adolescente. La encontrabas sentada en la vieja cama de matrimonio, restregando sus pálidas y arrugadas manos entre sí, mirando la almohada vacía donde meses atrás había reposado la vetusta cabeza de Fabián. «Abuela, ¿con quién hablas?», le preguntabas. Y ella te miraba como si fueras tonto y respondía: «¿Con quién va a ser, hijo mío? Con el abuelo. No quiere que me quede sola a vivir aquí, dice que no tenemos buenas compañías; pero yo no pienso moverme de esta casa, quiero acabar mis días en ella».
Y vaya si lo hizo. Al poco tiempo ella también murió, pero no de una manera plácida como el abuelo: se atragantó con un trozo de carne.
Pasaron los años y la villa permaneció cerrada, pero Mónica se empeñó en establecerse en ella, le parecía muy chic vivir en una casa antigua. Estudió los orígenes de la casona para poder rehabilitarla y descubrió que ya había sufrido otra remodelación a principios del siglo XX: antes era una carnicería con una sombría fama sobre el origen de sus productos.
Tu padre os dio su permiso para quedaros con ella y tu esposa se volvió loca de alegría. No obstante, su entusiasmo y energía se diluyeron cuando se enteró de que estaba embarazada de vuestro segundo hijo: «Esperemos a que nazca y, después, te prometo que me pongo con el proyecto».
Nos mudamos igualmente.
Han pasado ocho meses y Mónica no puede moverse de la cama. Tú te paseas por la casa, llena de recuerdos y antigüedades, con paredes cubiertas de flores oscuras y apagadas, con visillos tan tupidos que no dejan pasar la luz. Mientras, Ludivina corretea por los pasillos con la ropita de Álvaro primorosamente doblada sobre una bandeja de mimbre o peleándose con la aspiradora, que se emperra en seguir su propio camino en lugar del que le ordena la anciana niñera.
Álvaro, tu primer hijo, ya es capaz de sentarse sin que el peso de la cabeza le haga escorar y quedar varado sobre la alfombra. Normalmente, se agita tanto que es incapaz de mantener esa posición durante más de veinte segundos, y no digamos Luigi. Sin embargo, ahí están: inmersos en la contemplación de algo que debe de ser muy interesante, pero que tú eres incapaz de ver.
Ludivina, una mulata caribeña, ya mayor, de ojos agrisados y mirada dulce, también los contempla con lo que, en un principio, piensas que es arrobo. Pero cuando te acercas, descubres que es aprensión e incluso temor. Perro, niño y niñera continúan inmóviles y tú no sabes qué decir. Por fin te decides a abrir la boca: «¿Qué pasa Ludi?». Ella se vuelve hacia ti muy despacio y, como si temiese que alguien más la oyera, te contesta: «¿Sabe qué están mirando el niño Álvaro y su perro?». Tú niegas con la cabeza. «A los espíritus, los bebés y los animales pueden ver a los espíritus». La niñera está absolutamente convencida de que lo que está diciendo es verdad y lo peor es que tú también, si no ¿a qué se debe ese escalofrío que recorre tu nuca y esa sensación de que, si tocas a tu hijo, no sentirás nada más que frío?
Álvaro comienza a toser y te saca de tus pensamientos. Lo oyes respirar con dificultad, como si fuera un fuelle viejo. Corres hacia el chiquillo y ves que sus labios están morados. Lo colocas boca abajo sobre tu muslo y golpeas su espalda con la mano. Un pedazo de carne sale disparado de su boquita para aterrizar sobre la alfombra.
Mónica intentó convencerte de mil maneras: «El perro debió compartir su comida con el niño, son solo paranoias tuyas…». Pero Ludivina y tú sabíais perfectamente lo que habíais visto y sentido. Al día siguiente, os fuisteis de la vieja casa.
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Rosa Garrido Serrano