A las cinco, en la glorieta
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Rafael Guardiola Iranzo – «Los Bichos» [Pintura al gouache – 1994 – a partir de un dibujo de Hermes Guardiola – 1992 -]
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El pollo frito que cocinó Petrilla con su cálido sentido común era el mejor de los manjares para ese niño de tres años, su joven vecino de piernas delgadas y ojos almendrados. Nunca había podido disfrutar, hasta entonces, del sabor intenso que el aceite de oliva dejaba en el pan caliente con el que la madre de Javi había rebañado la sartén y le regalara, como un trofeo. Héctor podría contar a sus nietos esta gran aventura gastronómica, nimia hasta en sus últimos detalles, pero digna del mejor de los exploradores de los Sioux o los Cheyenes de las viejas películas del oeste. Es difícil decir cuándo un niño se convierte en explorador, en el caso de que, como Héctor, no fuera ni un indio ni un vaquero. Se había pasado casi toda la mañana en el colegio dibujando combates aéreos de esa guerra de mayores de la que oía hablar en la radio entre los vaqueros del siglo XX y los exóticos soldados de tez amarilla de Vietnam. No le importaba que su dibujo, a diferencia de los de los otros niños, cantara la victoria de los cazas soviéticos y vietnamitas y la contundente derrota de los Estados Unidos. Pero la aventura más excitante se encontraba en la cocina de Petrilla, en el pan con aceite, en la carne de membrillo, en la hiperactividad de la hormiga atómica que aparecía en la pantalla de la televisión del salón de los vecinos de las 20,30 a las 21 horas. Héctor tuvo que esperar casi un año para poder ver los dibujos animados en su propia casa y en blanco y negro, y se acostumbró a jugar solo. Él pensaba que no lo estaba, ni lo estaría nunca, realmente, porque había muchas cosas por descubrir, en los libros, en los largos paseos con su madre, en el pollo frito de Petrilla, en los ojos del pescado de los puestos del mercado, en el tintineo de las llaves en el abrigo de los serenos, en los gatos de su abuela, en la música que tocaban en el salón sus padres todos los domingos vestidos de domingo como para un concierto, e incluso en el ingenioso mecanismo que abría y cerraba la enorme boca del camión de la basura. Tenía incluso a la luna de su parte, ese círculo blanco y luminoso que divisaba entre los edificios al que alguien debía dar grandes mordiscos cada noche hasta hacerlo desaparecer.
A Luna le gustan los cadáveres. No puede evitarlo. Pero tampoco le importa airear su necrofilia. Ni siquiera a los postres de la cena de gala de un Congreso Internacional de Filosofía de las artes, codo con codo con la barba recortada del Catedrático de la Sorbona y ante la atenta mirada de Héctor. Poco antes, había tratado de encontrar, sin éxito, el duende inexistente en una versión cartagenera del ajoblanco malagueño, que conoce bien por María, su vecina antequerana. Ni cartagineses ni fenicios han logrado soliviantar su paladar en este restaurante elegante y con pretensiones que exhibe un enjambre de relojes que señalan la hora de lugares lejanos en un escenario harto distante y aséptico. Tampoco ha reconocido, a mi pesar, mis ojos de borrego, ni la torpe maniobra que he realizado con la pierna derecha, tratando de alcanzar sus muslos aterciopelados y su templo de jade custodiado por los encajes. Y lo peor de todo es que tengo que apaciguar ahora mismo y contra natura los inoportunos embates del deseo en medio de una discusión académica sobre la artisticidad de Alba. Alba es una coneja transgénica fluorescente, de color verde después de una certera inyección de fluidos de una medusa. Comentan con ardor que se trata de una obra de arte “viva” y que su “creador”, el brasileño Eduardo Kac, ha logrado romper los esquemas del arte ecológico contemporáneo con una indescriptible fuerza expresiva.
A Luna le importa un pimiento que Kac muestre desdén hacia lo estético en aras de “crear experiencias” o que algo sea o no sea arte en función de las instituciones o del capricho de los dioses. A Luna le gustan los muertos porque le gusta la vida, cuidarla, mimarla, cocinar pollo frito para los niños, como hacía Petrilla, torear cabras, saltar la valla del cementerio para adentrarse en el osario. No siente miedo al ver esa siniestra colección de calaveras con pelos y carne podrida, ni le tiembla el pulso al saberse la jefa de la banda de los chicos y tener que pegarse en la glorieta, a las cinco, con Santos, el matón del pueblo. Héctor, más que “crear experiencias” pugna por explorar territorios tan firmes como líquidos y sinuosos en la piel habitada de Luna, y quiere que ella le susurre la geografía indómita de sus fantasías con el rayo vibrante de su mirada.
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Rafael Guardiola Iranzo