La llamada del deber
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Tengo el ano en carne viva. Estoy empezando a sentir repugnancia por estar sentado en esta tapa de plástico amarillenta, por los blancos azulejos de este retrete compartido e impersonal y el perfume embriagador de mis productos de desecho licuados como en una acuarela involuntaria. ¡Vaya jugada que me ha gastado mi segundo cerebro, como los llaman ahora los expertos! Ahora pisas en el suelo con fuerza y brota de la caverna una pléyade de consejeros espontáneos, maletillas del intelecto, voceros de las cloacas más inmundas del todo social, y tengo que acallar sus sentencias en mi mente para poder concentrarme en este glorioso momento. ¡Vive el momento! ¡Carpe diem! Ese momento en el que a los truenos del vientre sucede esa lluvia infernal que salpica el inodoro con los vestigios de mis sueños más oscuros. Y puede que lo peor no haya llamado todavía a mi puerta otrora negra, ahora ensangrentada. Ruego a los dioses, entre espasmo y espasmo, que mi declarado empirismo no me haga sufrir los padecimientos de David Hume ante la muerte y pueda conservar el decoro ciceroniano esnifando rapé o jugando al backgammon como el escocés. ¡Maldito virus intestinal o lo que sea! Y ni siquiera podré decir a mis amistades que soy un héroe de la pandemia de la Covid-19, porque mi virus no es de alto copete oriental, ni está emparentado con la sopa de murciélago ni con la mermelada de garbanzos. Es una miserable cagalera y yo tengo el ano en carne viva, muy cerca del punto de ignición, con las hemorroides llamando a la puerta con un acre escozor.
Y siento la llamada del deber, para variar. ¡Maldita obligación! Dentro de seis minutos tengo que iniciar la videoconferencia por Zoom con mi alumnado de Psicología para abordar el escabroso tema de la disfunción eréctil. No hay que ser un lince para saber que el adolescente le preocupa más la eyaculación precoz que la disfunción eréctil, los afrodisiacos –como frotarse sus partes con unas varas de ortiga- que los métodos anticonceptivos. Yo preferiría en estos momentos hablar de la quema de conventos en la Guerra Civil, por los ardores del ano, o de las molestias de la coprofilia en tiempos de confinamiento debido al aislamiento social. Resuena en mi cabeza sin cesar la primera estrofa de aquella canción versallesca de Albert Pla –“La sequía”- con la que Jeroni, mi profesor de Català en Palma de Mallorca, trataba de motivarme:
Tens paper de bàter enganxat al cul
de l’última cagada tens caca entre les cames
tens sang incrustada entre els cabells del cony
menstruació coagulada tens regla entre les cames.
Me gustaba recorrer el largo pasillo porticado de la fachada principal del Institut de Batxillerat “Ramon Llull” gritando al viento versos tan osados, hablando de culos y coños, ante la presencia de dos esbeltas palmeras y los sillares de 1916 para mostrar a mis compañeros mis progresos en el aprendizaje de la hermosa lengua catalana y mi gusto por el estallido verbal de lo escatológico entre tanto silencio y contención seculares.
I ho sento molt i ho sento molt i ho sento molt.
Però haurem de resignanse, a no poder rentanse.
Hi ha sequia, hi ha sequia a la comarca.
Un tràgic racionament d’aigua
i els porcs moren a les granges,
i els iaios sen’s deshidraten
s’empastifen les sabates de ciment per les aceres
i ara haurem de resignanse
a sofrir la cara bruta de l’amor.
Ahora mismo los yayos se deshidratan y cosas peores. Todos hemos descubierto, lamentablemente, la cara sucia del amor –que poco difiere del desamor- en este festival de la pandemia. Asepsia y suciedad mental por doquier cuando los políticos abren la boca tras sus mascarillas. Esto me ha hecho pensar que, en caso de emergencia, podría usar mi embozo a modo de tanga y tal vez algún coprófilo podría reutilizarla con ardor guerrero. Empiezo a dudar de mi condición física después de disputar tantas carreras hacia el baño como si me jugase en ello la medalla de oro a la incontinencia. Tengo calambres y salto a la pata coja imaginándome que soy el “enano saltarín” del cuento de los hermanos Grimm de aquella cinta de cassette con la que adoctrinaba a mi hijo, aprovechando los últimos segundos antes de contemplar los bustos parlantes de mis pupilos, plagados de ojos con legañas y pijamas con solera.
Ayer soñé que mis vecinos acudían a mi casa en una peculiar procesión de las Panateneas para hacerme depositario de sus basuras no orgánicas. Luego, introducía estos productos de deshecho en una enorme mochila y me encargaba de depositarlos posteriormente en el contenedor correspondiente con precisión cartesiana. Al despertar sentí una gran desazón: ¿el sueño me dice que soy un buen ciudadano o que mis vecinos me legan amablemente sus residuos sin ningún rubor? ¿se habrán dado cuenta de que soy un gilipollas? Inevitablemente pienso en esa perversión infantil que me hizo admirar a los tres años de edad el mecanismo de la parte trasera de los camiones de basura y el largo “chuzo” de los serenos. ¿Estaré condenado a soportar en esta vida el duro papel de colector de inmundicia y de custodiar, de noche, las llaves de los integrantes del todo social armado con un poderoso instrumento? Así no hay quien pueda acceder a la contemplación del sol, del bien, a plena luz del día, como indica el platónico mito de la caverna. Estoy condenado a la opinión y a los perfiles fantasmales de los objetos físicos, particulares y sensibles. Además, dicen que quien no llora no mama. Pero, ¿qué sucede cuando uno llora en condiciones y de mamar nada de nada?
A estas alturas, sólo puedo rogar a los dioses que mi virus se eche la siesta y me deje impartir la clase virtual sobre la disfunción eréctil sin perder la compostura. Veo mi busto parlante en la pantalla, la americana, la camisa azul recién planchada y la corbata roja imponente, aunque mi gesto esté tan descompuesto como mi segundo cerebro. Nadie podrá ver el uso extravagante de la mascarilla como improvisado taparrabos ni el rubor de mi ano en carne viva. Sólo el sabio Artemidoro supo ver con lucidez hasta el olor de mis sueños como funcionario del estado: “Recoger basura es un buen presagio para los que se ganan la vida gracias a la masa y para los que realizan trabajos sórdidos. De hecho, los desperdicios proceden de múltiples restos y son obra de muchos individuos. Es también propicio para los que reciben el estipendio con cargo al estado o son asalariados”.
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Rafael Guardiola Iranzo