La farmacia de Sócrates
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Curioso el ser humano… se atrae y se repele a sí mismo, casi al mismo tiempo.
Mirarnos, encontrarnos con nosotros mismos, casi por sorpresa. Vernos, leernos, sabernos, reconocernos… y rechazarnos. Todo parece ir junto, a la par, todo se sucede al mismo tiempo. Todo resulta ser parte de un sentimiento apenas perceptible en la vorágine de la vida diaria, apenas cognoscible sin reflexión expresa.
Si me miro al espejo, si me reflejo en el otro, veo aquello que no elijo ver, veo lo que es fácil entender como una distorsión realizada sobre mí mismo por el otro. Si examino bien, los demás me ofrecen variadas distorsiones semejantes de mi figura, de aquello que soy… Semejantes, ¡qué curioso!
Y entonces viene el escándalo, la pataleta… cuando lo que veo no me gusta, no lo acepto, no lo interiorizo como propio, pero los demás me fuerzan a ver lo mismo, a verme a mí mismo una y otra vez, día tras día.
Después de muchos aspavientos, después de llantos y rabietas, después de varios reflejos parecidos, no resulta quedar más remedio que aceptar lo que se ve, lo que hay, lo que uno es. Pero aceptar no quiere decir quedarse tal cual, sino admitir el reflejo como verdadero. Una vez admitido seremos capaces de cambiarlo, de dejarlo como está o de potenciarlo, según la incomodidad que nos otorgue y la elección temerosa y dubitativa que acabemos realizando.
Primero, antes que nada, en la nada, va siempre la vista… Reflejarse, verse, aceptarse, dejarse ser, cambiar para no auto-repelerse, para mejorarse, para ser diferente, otra cosa, otro yo… o simplemente para ser.
Más tarde aprendemos que nuestra mirada también actúa como relato y reflejo de los otros, como juez, como parte, definiendo, describiendo, comprometiendo… y que así es como el mundo se cambia, a través de reflejos y repelencias, a través de atracciones y rechazos.
No hay antídoto en nuestra farmacia, solo podemos elegir entre el placebo de la inconsciencia, o el dolor de la mirada crítica.
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Soledad Hernández Bermúdez