El mar, de delirios dotado [Fotografías]
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El mar, de delirios dotado
Siempre me atrajeron los faros, los altos, encaramados sobre peñas y necesitados de farero. Aun reales, formaban parte de la fantasía, de la literatura y el cine; la de farero me parecía una envidiable profesión y aunque dudaba de si podríamos ejercerla las mujeres, nunca dudaba de que viviría a gusto a solas, leyendo y viendo el mar. No tenía muy clara la responsabilidad que conllevaba tal trabajo, pero suponía vagamente un horario de trasnoches o madrugones que estaba dispuesta a arrostrar con tal de sentirme parte del viento y del piélago espumoso.
Era niña y había leído a Espronceda y a Andersen, y poco después a Verne y a Stevenson, de manera que los otros faros, los automáticos, los de puerto, me parecían poca cosa, sin misterio ninguno, porque ¿cuánto no vería un farero en su soledad eminente?, ¿cuánto que nunca podría contar a los sensatos terrestres? El farero, la farera, estaba condenado a la locura, bien por los misterios incomprensibles que avistaba en las aguas, bien por la simpleza del juicio de la gente que vivía a ras de tierra, y esta locura, este destino trágico y distintivo, se me antojaba un aliciente más de la profesión.
Con los años inevitablemente me serené, me ocurrió como a Borges:
“Cuando era joven me atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora las mañanas del centro y la serenidad”.
Es natural, nos ocurre a la mayoría, pero nadie lo expresa tan bien como él.
Sin embargo, a pesar de la ansiada serenidad, el misterio de los mares no ha hecho sino crecer a lo largo de mi vida, alimentado por Lovecraft, el capitán Marryat, el Arthur Gordon Pym de Poe, por Melville, Conrad y tantos otros creadores, el más reciente, Sánchez Piñol con su magnífica novela La piel fría. Aunque la madurez me ha llevado a renegar de los piratas, no he perdido el sentido romántico del mar, no sólo gracias al cine y a la literatura, sino sobre todo a numerosos viajes a costas diferentes, cercanas, distantes, agradables, hostiles, paradisíacas o contaminadamente urbanas. Todas me interesan, en cada una de ellas la vida se adapta de una forma particular que vale la pena observar. Incluso la especie más abundante e invasora, el ser humano en su variedad “Turistus adustus” (téngase en cuenta que ‘adustus’ en latín significa tostado, quemado por el fuego, “socarrat” que diría un valenciano), es digna de observación: nada me alegra tanto el alma como contemplar a los niños que juegan en la playa, su sorpresa ante la ola, su deleite por vestir tan poca ropa, la arena, la grava, las piedras y caracolas, las carreras por la orilla… Sí, es verdad, ya lo dijo Tagore en el bellísimo texto que comienza “En las playas de todos los mundos se reúnen los niños”.
Aunque no se adivine, todo lo anterior viene a desembocar en una confesión: he dado en el vicio de buscar cementerios marinos; cierto que colecciono cementerios de todas clases, pero últimamente me pirro por los cercanos al mar, aquellos donde el horizonte nos concede una nítida paz azul o una bruma borrosa, según el talante del día. O de nuestra alma.
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Oui ! Grande mer de délires douée,
Peau de panthère et chlamyde trouée,
De mille et mille idoles du soleil,
Hydre absolue, ivre de ta chair bleue,
Qui te remords l’étincelante queue
Dans un tumulte au silence pareil
[…]
Paul Valéry, Le cimitière marin
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Josefina Martos Peregrín