Hidrocodona – Ester Morales García

Hidrocodona – Ester Morales García

Hidrocodona

 

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Vi el autobús doblar la esquina justo cuando alcancé la parada. Es el primer autobús que no pierdo desde que volví, pensé. He perdido muchas cosas en el regreso a casa. Me subí al vehículo y saludé al joven conductor mientras validaba mi tarjeta de transporte público, pero los stories de Instagram de las cervezas al sol con aceitunas eran obviamente más interesantes que yo. Me guardé la silenciosa respuesta en la cartera y me balanceé hasta un asiento al azar.

Saqué el teléfono móvil para leer el periódico digital, costumbre diaria que copio de mis padres desde hace algún tiempo. Mientras daba un trago a mi termo de café y la tímida tarde sonrosaba mis mejillas con sus rayos de sol, el primer titular me contó que se había hallado muerto el médico desaparecido un par de días antes. Ah, sí, ese del que todos hablaban en los grupos de Whatsapp del hospital. También yo soy médica, ¿sabéis?, como el Dr. House, con cojera pero sin bastón ni hidrocodona. En una lectura rápida de la descripción de los hechos descubrí en letra microscópica que en la casa de la desgracia se había encontrado un acompañante sin vida. Y, bueno, algo más tarde leí en otro periódico que el desconocido era enfermero, información que rescaté de un tamaño casi subatómico.

Entonces se abre el telón de la sociedad moderna, de ese mundo desarrollado que lleva tatuada la palabra igualdad en la frente y vocifera integración y feminismo, pero que en realidad tiene el alma tan muerta como el Dios de Nietzsche. Si pudiéramos poner precio a algo tan inconmensurable como es la vida humana, los latidos por minuto de un médico deberían valer lo mismo que los de un enfermero, y sus titulares tendrían que ser igual de grandes, pero parece que la prensa nacional no piensa lo mismo.

España aún sigue siendo un país de charanga y pandereta en una Europa tan decadente como la que se ahogaba en las plagas de peste negra. La gente se esfuerza diariamente por recordar a inmigrantes, indigentes, pobres, mujeres y a mi colectivo, los discapacitados, minusválidos o inválidos, (como nos llaman algunos) cuántas monedas de oro valemos. Y no parecen muchas.

Así es como los valores rotos me llenaron las cuencas de interrogantes: las lágrimas regaron la semilla y la humanidad germinó. Las raíces devoraron mis retinas y, desde aquel momento, no volví a ver nada. Una ceguera blanca, como la que ya profetizó Saramago, que quizás sea contagiosa.

 

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Ester Morales García

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