La caverna – Ester Morales García

La caverna – Ester Morales García

La caverna

 

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La caverna

Recuerdo aún nuestro periplo cada último día de verano, lanzándonos a las estrechas aceras, jugando a seguir el camino de losetas rojas entre el mar de blancas. Te juro que sentía la mirada de los hombres grises que se cernían a kilómetros sobre nosotros, envidiándonos desde sus áticos de acero y metacrilato.  Galopabas y pisabas y te aventurabas a saltar a un cuadrado carmesí demasiado pretencioso para tus cortas piernas de niño, y cada año caías de bruces en el suelo. Y cada año caía yo sobre ti. Nos moríamos de risa, doloridos, desparramados, hasta que la cola de maletines de cuero negro tras nosotros nos lanzaba de nuevo al camino.

Apretábamos el paso para alcanzar la esquina que predecía el golpe de aire salado que se te metía en los poros de los pulmones y te limpiaba el alma. Tras el giro de noventa grados, solo unos metros nos separaban de las escaleras de piedra que desembocaban en la arena color mostaza. La emoción bajaba los peldaños tambaleándose y colgaba nuestras zapatillas en la barandilla blanca para no se ahogasen cuando subiera la marea. Cada último día de verano nos cambiábamos los ojos de humo por una ceguera blanca al otear el horizonte, linealmente delimitado por el abrazo de un cielo desnudo y la inmensidad cristalina del mar. Entonces los minutos eternizaban cuando nuestros átomos se convertían en piedrecitas de colores, en el sonido de las olas dentro de las caracolas, en la entropía del caminar de los cangrejos.

Hoy he vuelto para encontrarme. Dejo el maletín en el suelo y abandono la pantalla parpadeante de mi móvil en su interior. Milisegundos tras mi marcha, algún pobre desgraciado lo agarrará  y robará mi identidad. Contestará todos esos correos, gastará la infinitesimal parte de mi fortuna en comprarse un traje fabricado por algún niño de aspecto enfermizo y tibias varas y cada noche de negocios, tras el tercer gin-tonic, reirá las bromas vacías de víboras de hígados cirróticos. De vuelta a casa vomitará billetes en el taxi y pedirá mil falsas disculpas hasta llegar al número 105, cuando se apeará del vehículo y reptará hasta el portal dejando un cerco de sangre y mierda. Llegará a la cama y minutos más tarde la alarma le pegará una patada en la cara, beberá café frío en una taza grabada con palabras alentadoras que prometen que todo va a salir bien, y así el idiota cada maldita mañana saldrá de casa y se unirá a una cadena de montaje de sonrisas y positivismo de la que es imposible salir, porque el simple hecho de cuestionarse la hiperrealidad del capitalismo se paga con la exclusión social. Espero que ese pobre desgraciado recuerde regar las plantas.

Mis pies tratan torpemente de seguir el camino rojo que trazábamos cada último día de verano, pero desde hace muchos años los conos de mi retina están podridos y ahora solo veo en blanco y negro. Así me pierdo mil veces hasta girar los noventa grados de la esquina, aunque esta vez no es brisa marina lo que encuentro, sino un golpe del poluto aire viciado que te adormece la sangre y te rompe los huesos. Me abotono la chaqueta para que la suciedad no me quiebre y avanzo hacia los peldaños que me bajarán al mar. He venido para volver a encontrarme en esta playa, como hacíamos cada verano hace ya veinte años. Sin embargo, los finos granos de arena dorada son hoy alquitrán y la línea del horizonte se arremolina aleatoriamente en un enorme agujero negro formado por hileras de peces muertos. Contemplo la vorágine de oscuridad a mi alrededor mientras mi existencia se hunde lentamente en el sinsentido, y no soy capaz de distinguir la diferencia entre el cadáver del agua y el cielo roto. Hallé lo que venía buscando, aunque supongo que lo que quería encontrar se ahogó hace ya algún tiempo. No se me dan bien las despedidas.

 

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Ester Morales García

 

 

 

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