Oporto, verbigracia, Fausto [Fotografías] – Una mirada de Javier del Olmo
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Oporto, verbigracia, Fausto
En los adoquines gastados de sus calles, suspira bajo el peso del tiempo y el flujo constante de turistas que invaden su ser. La antigua ciudad, con su encanto decadente y sus edificios desgastados, se erige como un testigo mudo de la degradación que la envuelve. Oporto ha vendido su alma al diablo. Como tantas otras ciudades.
Sus fachadas, alguna vez orgullosas y majestuosas, ahora muestran las cicatrices del abandono y la indiferencia. Ventanas rotas, balcones desmoronados y muros desconchados componen una sinfonía de decadencia arquitectónica. Los viejos palacetes y las casas señoriales, que en tiempos pasados albergaron historias de esplendor y riqueza, se han convertido en meros refugios de sombras y silencio.
El turismo, esa corriente incesante de visitantes ávidos de experiencias exóticas, ha dejado su huella en los rincones de la ciudad. Calles antes tranquilas y estrechas se han convertido en arterias bulliciosas, donde el estruendo de las conversaciones en distintos idiomas se mezcla con el tintineo de las tazas de café en las terrazas. Los transeúntes, con sus cámaras en ristre, capturan instantes efímeros para atesorarlos en sus recuerdos digitales.
Pero, en medio de esta vorágine turística, Oporto lucha por preservar su esencia. En los callejones olvidados, donde el eco de los pasos es apenas un susurro, se esconden tesoros ocultos. Un viejo azulejo que resiste el paso del tiempo, una iglesia olvidada que alberga misterios en sus rincones oscuros, un rincón de sombra donde las palabras de un poeta se deslizan en el viento.
La degradación que envuelve a Oporto no es solo material, sino también social y económica. Sus habitantes, muchos de ellos pertenecientes a estratos socioeconómicos bajos, luchan por sobrevivir en una ciudad donde el turismo es rey. Sus voces se entrelazan con los suspiros del río Duero, narrando historias de dificultad y resistencia, de sueños aplazados y esperanzas frágiles.
Pero, a pesar de todo, Oporto no se rinde. En sus callejuelas empinadas, en sus plazas polvorientas, late un espíritu indomable. La ciudad se viste con los colores del atardecer, sus tejados rojizos se funden con el cielo anaranjado y sus calles empedradas brillan con una melancolía única.
Oporto, con su degradación y su encanto desgastado, sigue siendo un faro de autenticidad en un mundo cada vez más homogéneo. En cada rincón olvidado, en cada edificio en ruinas, se esconden historias que esperan ser contadas. Y mientras haya aquellos dispuestos a escuchar, Oporto nunca perderá su magia, su alma vibrante y su belleza en decadencia.
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Javier del Olmo