Arquitecto de estructuras y palabras: Joan Margarit [1938 – 2021]
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El ser humano está condenado a crear poéticamente el mundo que habita, ya que no puede vivir en la intemperie. Las técnicas, las artes, las religiones, las filosofías, las ciencias, en suma, las culturas, nos permiten refugiarnos de las adversidades de la naturaleza. Hace unos días murió Joan Margarit, uno de los grandes poetas vivos de la lengua española y catalana en las últimas décadas. Quizá uno de los mayores actos de gratitud que podamos ofrecerle a aquellos en cuyas obras tuvimos la suerte de reconocernos sea seguir leyéndolos como si algo precioso de nuestra vida se perdiera sin el secreto orden de sus palabras.
FILÓSOFO EN LA NOCHE
Cuando la alta noche negra de Madrid
cierra los cristales de la calle O’Donnell,
dejo que mi frente repose en tu ausencia.
He abierto la Ilíada. Apolo Cabreado
es como la noche y, al marcar el paso,
golpean las flechas su carcaj de cuero.
Frío está tu sitio, que nadie ha ocupado.
Hablo al desvestirme, como si estuvieras:
me acostumbré a hacerlo los primeros días.
Sin tus frascos, sólo me torna el espejo
del baño el progreso lento de la edad.
Doblada la ropa, me pongo el pijama
con la bata gris ceñida a mi cuerpo
y las zapatillas en los pies de viejo.
Amo más que a nadie, junto a mí, tu ausencia,
más próxima siempre si vuelvo a la Ilíada,
cual si te acercara el eco lejano
de alguna verdad desde aquella playa.
Junto a mí y tu sombra creció nuestra hija
y nuestros dos hijos: ayer recibí
carta del mayor. Apenas recuerdan:
he sido su Homero de ésta, nuestra Ilíada.
Muy lejos del mar de ramblas con plátanos
en donde te hallé, no he podido nunca
sentir más Helena que tú en mi interior.
Cerca está el pasado, como frente al piso
el aire en los árboles negros del Retiro.
El aspecto de Héctor, con yelmo y coraza,
ha asustado a su hijo. La noche la cruza
el desesperado ruido de una moto.
Quizá, bajo el bronce de la soledad
asusté también a nuestros tres hijos.
Tu fotografía, ya de un tono sepia,
se encuentra en mi mesa, perdida entre libros:
joven lejanía de triste sonrisa.
Troyanos y aqueos –un mar encrespado
de cascos y escudos, de lanzas de leño
con puntas de bronce– sentados esperan
junto al mar de tarde que brama en la playa.
Ayante golpea el escudo de Héctor,
pero estoy ausente: pienso en nuestro mar,
virgen como en Troya, de la Costa Brava
los años sesenta. Abro el ventanal.
Hoy viven muy lejos la hija y los hijos,
mayores que tú: te fuiste tan joven.
Pienso, melancólico, que oscurecerá
ahora en Chicago. Berlín y las verdes
afueras de Londres yacen en la noche.
Y a ti no te esperan más albas que éstas
que surgen de noche entre las palabras.
Mientras las hogueras acechan las naves,
malos pensamientos como el mar negruzco
que arroja algas tristes, también van cercándome
como si los dioses de Homero existieran.
Tanto tiempo muerta mientras yo envejezco
solo con la Ilíada. Pero allí en la playa,
entre dos combates, donde con estrellas
el cielo es más negro, duermes, como Helena,
en tu oscuridad, aquí junto a mí.
Cual casco de bronce de un guerrero exhausto,
me pesan los párpados al ir recordando
Pedralbes y el cielo azul de la tarde
en la primavera de aquella ciudad.
Delgado, ideal –la línea de Euclides–
es el lugar donde transcurre la Ilíada
que leemos juntos –en mi vida tú,
en tu muerte yo. Me sale el filósofo
al ver cómo Aquiles elige la gloria
en vez de la vida. Comienza la ética:
la noble y antigua lección del dolor
ya estaba en la Ilíada. Héctor y los suyos
combaten a muerte frente a las barcazas.
Siempre hay un Aquiles que espera en la sombra.
Pienso que la ausencia –como el agua fría
templaba las armas– me forjó más duro.
Cada cual escucha en su propia Ilíada
las armas que chocan con brillantes yelmos,
los hórridos gritos que lanzan los griegos
en las barcas que arden. Alcatoo en tierra:
su último latido vibra con la lanza
hincada en su pecho. Tú serás la lanza
que tiemble en el último deseo en mi cuerpo.
Van carros vacíos por la playa huyendo
y el leve rumor al pasar las hojas
es como si fuera tu débil presencia.
Y ya en los cristales se alza el horizonte
del parque, aclarándose, como si brillaran
tras los negros árboles las armas de Aquiles.
Te he buscado siempre. Tantas, tantas veces
he desembarcado por sólo una luz
en costas abruptas. Abro la ventana,
me llama en el parque un alba de pájaros.
La dura vejez pone en la mirada
unas largas playas igual que en la Ilíada.
Mercante oxidado, llegando a un gran puerto
hendiré aguas sucias en donde revuelan
miles de gaviotas, buscando una inmóvil
mujer solitaria que espera en la dársena.
Hoy, cuando la proa se hunde fatigada
y ya el navegante no ve bien de lejos,
se borra la costa. Mirando las olas,
recuerdo tus ojos con luz del ocaso
y, sonriente, pienso que, gris y romántica,
te llevo en el buque de hierro del alma.
*

*
Tal como sabemos por algunas declaraciones, el yo poético de este texto se corresponde en buena medida con el yo social y acaso íntimo del filósofo Emilio Lledó. La escritura se inició en 1995, alrededor de una mesa de un restaurante de Buenos Aires, cuando el autor de El silencio de la escritura contó a Joan Margarit y otros amigos “cómo su vida estaba marcada por la muerte de su mujer, un amor roto pero tan profundo que nunca ha podido variar su condición de solitario, el mismo solitario que cuidó de dos hijos y una hija”.
El poema podría considerarse un monólogo dramático, pero el autor no tiene tanto la intención de enmascararse y a la vez autobiografiarse a través del personaje elegido, como hace Guillermo Carnero, uno de los maestros contemporáneos de esta técnica poética, como antes bien ponerse en el lugar del otro, en este caso Emilio Lledó, en un singular ejercicio de imaginación compasiva.
Como quizá tengamos prejuicios con el término “compasión” por sus resonancias religiosas, conviene recordar, con Milan Kundera, que “tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión (…) significa también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado”. ¿Existiría la ética sin esta capacidad de ponernos en el lugar de los otros? Es la razón por la que Schopenhauer consideraba la compasión el fundamento de la ética.
La poesía, al igual que el arte en general, juega un papel decisivo en este imprescindible ejercicio de ponernos en el lugar de los otros para comprendernos y comunicarnos entre personas como entre culturas. Leyendo, como viendo una película, sentimos a menudo esas palabras atribuidas a Terencio: “Soy humano; nada de lo humano me es ajeno”. Tengo para mí que más allá de la representación de estas singularidades lo más importante es cómo se puede elevar a categoría universal y representar la soledad y el amor de cualquier ser humano.
En palabras de Joan Margarit: “Mal asunto si un poema que habla del amor entre una mujer y un hombre no habla, si no de todos los hombres y todas las mujeres, sí de un buen número de ellas y ellos, de todo el grupo o clase intelectual o moral para los cuales, con mayor o menor conciencia, escribe el poeta”. El poeta canta por todos, exclamaba Vicente Aleixandre.
Compuesto en cinco extensas estrofas en verso libre, recurrente en este poeta, lo representa en un ritual al llegar la noche, en medio de un monólogo consigo mismo que aspira a ser un diálogo con la que fuera su mujer, prematuramente ausente. ¿O acaso habla con la parte de ella que sobrevive en él, en su memoria?: “Hablo al desvestirme, como si estuvieras (…) Amo más que a nadie, junto a mí, tu ausencia, más próxima siempre si vuelvo a la Ilíada”.
Es sabido que Lledó es uno de los más prestigiosos conocedores y difusores de la cultura griega clásica en el ámbito hispánico. Se podría decir que su pensamiento y su obra es hasta cierto punto inconcebible sin Platón, sin Aristóteles, sin Epicuro, en definitiva, sin el imperecedero legado griego.
Por eso lo representa con la Ilíada, de Homero, obra determinante en la educación de la cultura griega y seminal para la historia de la literatura y el pensamiento por el influjo que ha ejercido en innumerables obras. De la misma manera que Whitehead declaró con énfasis que la historia de la filosofía no son más que notas a pie de página de los diálogos de Platón, se ha afirmado que la historia de la literatura no son más que notas a pie de página de la Ilíada.
También el amor es un diálogo. Y el yo poético, que es Joan Margarit, pero que representa, reitero, a Emilio Lledó, no deja de mantener un diálogo con la que fuera su compañera, y le informa acerca de sus hijos: “Junto a mí y tu sombra creció nuestra hija / y nuestros dos hijos: ayer recibí / carta del mayor”. Como es natural, y más aún sin la ayuda de la madre, manifiesta preocupación por cómo estará educando a sus hijos: “Quizá bajo el bronce de la soledad / asusté también a nuestros tres hijos”.
“Hoy viven muy lejos la hija y los hijos /, mayores que tú: te fuiste tan joven. / Pienso, melancólico, que oscurecerá / ahora en Chicago, Berlín y las verdes / afueras de Londres yacen en la noche. / Y a ti no te esperan más albas que estas / que surgen de noche entre las palabras”. Esas ciudades son donde viven sus hijos. A quien no le esperan más amaneceres es a ella, su amada, desaparecida tan joven. Pero como decían los griegos, mientras alguien te recuerde, sigues en cierto modo vivo. Las palabras convocan su presencia y su memoria.
Por momentos la lectura de la Ilíada y el diálogo que mantiene con ella se funden y confunden: “Tanto tiempo muerta mientras yo envejezco / solo con la Ilíada. Pero allí en la playa, / entre dos combates, donde con estrellas / el cielo es más negro, duermes, como Helena, / en tu oscuridad, aquí junto a mí”. Es como si la ficción penetrara la realidad. Claro que si la realidad no pudiera ser usurpada por la ficción esta sería inofensiva y no podría alterarnos, sacudirnos, conmovernos y, al cabo, transformarnos.
Algunos versos dejan entrever que, aparte de su importancia literaria y educativa, la elección de la Ilíada se debe también a que era una lectura que compartían en común: “la Ilíada / que leemos juntos –en mi vida tú, / en tu muerte yo”. En medio de una atmósfera cotidiana donde se suceden serenamente los días, irrumpe con la obra de Homero un aire épico que impregna el poema, y aparecen temas muy queridos por Lledó, como la elección de Aquiles de la gloria antes que la vida, la ética, a la que ha dedicado numerosas páginas.
Hacia el final de la cuarta estrofa, la más larga del conjunto, se dirige el yo poético a la amada con una certera metáfora atravesada por ese aire épico: “Tú serás la lanza / que tiemble en el último deseo de mi cuerpo”. Tal vez sean los más emotivos versos del poema: reflejan esa ambivalencia entre la vida y la muerte a la que nos arrastra el amor, donde acaso se experimenta los límites más intensamente.
Termina con estos versos: “Te he buscado siempre. Tantas, tantas veces (…) recuerdo tus ojos con luz del ocaso / y, sonriente, pienso que, gris y romántica, / te llevo en el buque de hierro del alma”. Otra hermosa metáfora que condensa esta historia de amor: ella murió muy pronto, pero sobrevive en él gracias a su memoria, al diálogo que mantiene con ella de manera habitual. Fue Freud el que explicó cómo, ante pérdidas tan dolorosas como desgarradoras, a veces tiene lugar en los humanos una introyección, esto es, una incorporación del otro.
¿Es triste esta historia de amor? Tengo para mí que no lo es nunca mientras el amor sobreviva, y aquí lo hace de una forma tan fiel como admirable, aunque el destino trágico acabara tan pronto con la vida de ella. Según Joan Margarit, “la característica más relevante de los poemas de amor es el hecho de que nunca son tristes. Incluso cuando lo que se muestra o adivina en el poema es desolado o patético, es como si el amor no dejase salir nunca el poema de la luminosidad de su poderoso foco: es un sentimiento tan ligado a la vida que va siempre más allá de cualquier historia a su alrededor”.
Por último, no me resisto a citar al propio Emilio Lledó describiendo los efectos de las obras literarias, pues arroja luz sobre el texto que acabamos de comentar como acerca de la poesía y el amor: “la verdadera obra literaria, pues, es una obra de philía, de compañía, de amor. Aunque diga cosas, aunque abra horizontes, aunque esté hecha de palabras y por supuesto de conceptos, es una obra de philía; si me apuráis, de eros. Pero en el fondo es el mismo problema: un problema de vinculación, de solidaridad, de amor, de tendencia, de búsqueda de otro o de otros. La verdadera obra literaria, pues, es compañía, compañía eterna”.
Curiosamente Joan Margarit se formó como arquitecto, oficio que ejerció de forma práctica y teórica como Catedrático de la Universidad Politécnica de Cataluña. Consideraba que “la tarea del poeta, igual que la de arquitecto, consiste en crear una estructura sólida”. Un poema debe ser sólido con el menor número de palabras, y “de esta exactitud viene su poder de consolación”.
Además de la arquitectura y la poesía, Joan Margarit cultivó la traducción (Miquel Martí y Pol, Gabriel Ferrater, Elizabeth Bishop, Thomas Hardy), el ensayo y la prosa autobiográfica. A lo largo de su trayectoria ha recibió numerosos reconocimientos entre los que podemos resaltar los siguientes: Premio Miquel de Palol (1982); Premio Vicent Andrés Estellés (1982); Flor natural en los juegos florales de Barcelona (1983 y 1985); Premio de la Crítica Serra d`Or (1982, 1987, 2007); Premio Nacional de Literatura de la Generalidad de Cataluña (2008); Premio Nacional de Poesía (2008) por Casa de Misericordia; Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2017); Premio de Poesía Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2019); Premio Cervantes (2019). Pero por encima de todo lo recordaremos como un arquitecto de estructuras y palabras, alguien que tendía puentes entre nosotros y los otros.
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Sebastián Gámez Millán
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