Cuento largo – III [Honorina] [Relato]
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Honorina
Malaquías Gutiérrez Fernández era conocido en el pueblo como El Naranjero o simplemente Malacas. Le habían dado por muerto muchas veces, aunque apenas tenía veinte años, y ese era su estatus ahora para la mayoría del mundo, ya que poca gente conocía su paradero. El Naranjero había huído a los montes con las primeras noticias de la guerra y recorría la zona en torno al pueblo de los ahorcados por caminos que llamaban de pan llevar y otros que no tenían nombre. Había una cueva, pasado el río de los gitanos, en la que dormía de cuando en cuando. En suma, pasaba días y días sin hablar ni ver a nadie.
La comida la obtenía robando, como había hecho siempre en el monte: una gallina aquí, unas manzanas allá. No se alimentaba mal y el movimiento continuo lo tenían magro y buen mozo. Robaba en sitios muy dispares para que la gente no sospechara más que de la fatalidad cuando perdía unos huevos o una gallina.
Su vida había sido siempre el monte, no soportaba estar quieto. Custodiaba una libreta en el bolsillo de su chaqueta de lana en donde escribía versos que no leía a nadie, ni siquiera a él mismo. Siempre llevaba o traía una novela o un ensayo y leía absolutamente cualquier cosa, aunque hablara de la guerra, o de las causas de la guerra, o de la gente que piensa cosas que conducen a guerras. Siempre lo devolvía adonde lo había cogido, porque los libros no se gastaban como las manzanas.
Leer y caminar, y el cielo bajo él, Malaquías había reducido la vida a su esencia. No deseaba nada ni envidiaba nada y era razonablemente feliz. Hasta que, como fruto de un embrujo, deseó algo por vez primera.
Fue una tarde en que bajó al pueblo, furtivo, para visitar a su padre. Era su cura para cuando la soledad del monte le pesaba. Charlar de libros e historias del pueblo con su padre le aliviaba de la sensación de desaparecer. Ya de noche, cuando Malaquías se marchaba, vio una pila de libros amontonada junto al fuego.
—¿Y esos?
—He tenido que expurgar la biblioteca. Estos libros ahora no se pueden leer, ni tener.
—¿Y los va a quemar?
—Qué remedio. Al menos me calentarán.
—Deje que yo me los lleve, al menos algunos. Cuando todo haya pasado, se los devolveré.
—Yo no sobreviviré a esta guerra, pero me parece bien que los libros sí. Lleva los que puedas. Y no cargues demasiado.
A Malaquías el Naranjero se le encendieron los ojos al ver el título de uno de ellos. Lo cogió y acarició el lomo para acto seguido, guardárselo en el bolsillo de la chaqueta. Después cogió algunos más. Al nal, el padre le pidió a Malaquías que se escondiera bien, porque el ejército llegaba. Malaquías se marchó, preocupado, dispuesto a sumirse en la oscuridad. Hasta ahora, no parecía haberse dado cuenta de lo grave que era la situación.
Pero, en su camino, hubo algo que lo sacó de su ensimismamiento. Una casa estrecha, con una ventana estrecha, y una mujer que lo miraba con curiosidad. Malaquías dudó si hablar o esfumarse pero le cautivó la mirada limpia de la mujer.
—Por favor, no le diga a nadie que me ha visto. —No diré nada—dijo Honorina, sonriendo.
—Muchas gracias—respondió Malaquías, sonriendo sin querer.—Usted es Honorina, la buena. La de la leyenda.
—¿Cómo se llama usted?— siguió, con la misma sonrisa de antes. —Malaquías.
—Algo así debía de ser.—Al ver que Malaquías no entendía, le apremió—:Corra, escóndase. Manténgase a salvo y cuando todo pase, nos volveremos a ver.
Malaquías se llevó la mano al sombrero y sonrió por última vez. Honorina se quedó en la ventana mirando largamente a la calle vacía. Al contrario que con su hermana, así de fácil sería para ella el amor. Igual que sus propios padres se habían conocido y enamorado en esa calle, cuando la guerra hubiera pasado se casaría con aquel chico, que tenía nombre de profeta, el cuerpo alegre y llevaba libros en las manos. Honorina sabría ser paciente.
Malaquías pasó los días siguientes en la cueva leyendo aquellos libros que habían sido cali cados de enfermizos, pero no podía concentrarse. Para empezar, estar muchos días seguidos en la cueva no iba con él. Después, estaba ella. Esa muchacha: los ojos azules, la piel blanca. Ese aire de ser tranquila como un remanso de agua. “¿Era posible que amara a una mujer con la que había cruzado cuatro palabras?”, se preguntaba. Los libros no decían nada de eso y se arrepintió de haber salvado los que no hablaban del amor, solo de ideas.
Honorina, encerrada en casa, discurría de forma parecida pero al revés. Todos sus libros hablaban de amor y en todas las historias los enamorados tenían que vencer un obstáculo pero eso no les pasaría a ellos. Un día Malacas bajaría del monte y la cortejaría a los pies de la ventana y ella le diría que sí, ni muy pronto ni muy tarde. Se divertía imaginando sus gustos y se dedicaba a cocinar platos que después le haría cuando fuera su mujer.
Malaquías sabía que tenía que bajar al pueblo, pero dudaba. Volver a verla era la única solución para su angustia. Si ella se lo pedía, se quedaría en una casa, bajo un techo, como todos los demás. Así que tomó la determinación de realizar su primera renuncia a su vida salvaje: la barba. Malaquías gozaba de una barba densa, indestructible, de Leónidas, que hacía pensar que jamás sería calvo. En la cueva tenía, casi por casualidad, jabón y cuchilla de afeitar. Tomó en su mano un trozo de espejo roto que había encontrado en una vertedera y olvidándose de la mala fortuna que traen los espejos hechos pedazos, lo usó para deshacerse de todo ese pelo.
En eso estaba cuando oyó fuera unas pisadas. No se inquietó, pues sabía que no solo él conocía la existencia de la cueva, más antigua que el mismo pueblo. Al contrario, siguió afeitándose, aguzó el oído y se preparó para recibir al visitante con una sonrisa de trilero y poeta que siempre le había sacado de apuros.
Un bulto apareció al fin en la boca de la cueva, tapando toda la luz que se filtraba desde el exterior. Aquello que se interponía entre el fondo de la cueva y el mundo parecía una gura robusta, en cierto modo torpe. Al dar un paso más, el soldado reveló todo su ser, uniforme, cartuchera y fusil. Simultáneamente el soldado descubrió la figura del hombre en camisa, que sujetaba un pedazo de cristal y una cuchilla roñosa, y la recorrió con desprecio, como si estuviera buscando donde estaban alojados los piojos: en el pelo, los matojos de barba que habían caído al suelo o la propia ropa.
Entonces entró un segundo soldado y los tres se sintieron incómodos en un espacio tan estrecho. Malaquías no se movió cuando los soldados, sin mediar palabra, empezaron a revolver entre las escasas pertenencias que allí había. Una cazuela, una cuchara de palo, algo de ropa y muchos papeles y libros, que se acumulaban en un rincón como si constituyeran el nido de un ave de paso.
Malaquías era un ladrón compasivo pero además era un fugado, que había huído al monte porque había rechazado unirse a la guerra como soldado por la única razón de que era incapaz de matar a un ser humano. Con parsimonia ofreció sus manos para que se lo llevaran preso. Sin hacerle caso, el soldado que había entrado primero y parecía más valiente señaló al otro un libro. El otro lo cogió, lo ojeó y sin venir a cuento, lo tiró con saña a la cara semi barbuda de Malaquías.
—La guerra ha llegado hasta al último rincón de la tierra, el más olvidado, el más ignoto— recitó entonces Malaquías, utilizando por única vez su voz de profeta. Abrió los brazos en cruz y ofreció el pecho. Entonces lamentó no haberse decidido a ver antes a Honorina.
El soldado descolgó su fusil del hombro. Apuntó a la cabeza de Malaquías, de tal manera que apenas quedaba espacio en la cueva y el segundo soldado tuvo que apretarse contra la salida. En la completa oscuridad y con el fusil sudado sobre su frente, Malaquías recibió un tiro de gracia. Con él, desaparecieron de un plumazo los planes que el destino había empezado a trazar para Honorina y Malaquías desde el momento en que los había juntado, sobre todo en lo concerniente a las dos hijas que tendrían y lo que se querrían. Feli, una niña tan hermosa que sería conocida simplemente como la Rubia y María Teresa, obediente y parlanchina, que Honorina peinaría con dos trenzas el día de su primera comunión.
El padre de Malaquías el Naranjero sintió como si le faltara el aire en el momento en que, lejos de la casa, su hijo recibía un tiro a bocajarro. Estaba sentado al lado de la ventana, descalzo como siempre, y no le prestó la menor atención a aquél ahogo. No era una hombre melindroso. Llevaba toda la vida en el pueblo, había trabajado como jornalero en verano y había leído compulsivamente en invierno y tenía ese don tan infrecuente de que todo el mundo le quisiera al instante, porque era honesto, simpático y no tenía doblez. Igual que su hijo.
Sin embargo, por algún motivo, no tardó mucho en subir a la cueva. Mientras se adentraba descalzo por los caminos sin nombre su presentimiento fue cada vez más negro. Fuera de la cueva lo primero que vio fue unas hojas quemadas. Rebuscó en las cenizas y vio que era aquel libro, aquel que Malaquías quiso salvar de ese destino. Luego vio la chaqueta de lana tirada sobre una genista, la genista amarilla y la chaqueta parda. No quiso comprender cuando entró a la cueva y vio a su hijo sobre la tierra, con la cabeza boca abajo. Comprendió cuando lo cogió en sus brazos y lo giró para verle la cara destrozada. Cavó una fosa, no muy profunda. Le resultó difícil llorar mientras cavaba. Enterró a su hijo, le puso sobre la fosa ores de genista y al salir, reparó en la chaqueta. Se la puso y bajó al pueblo, dispuesto a no decírselo a nadie, pero cuando llegó, cubierto de tierra, Honorina, en la ventana, hizo que se detuviera.
—¿Qué ha sucedido?—con un fatalismo que contenía en sí mismo la respuesta.
El padre le entregó la libreta y el libro que había encontrado en el bolsillo. —¿Es de amor?—preguntó Honorina.
—¿Amor?—respondió el padre, con una mirada de nitivamente más oscura.— Esto no tiene nada que ver con el amor. Es la guerra.
Una cueva como mortaja. Algunos dicen que el Naranjero aún está en el monte, que llegó a establecer una relación tan íntima con él que sería imposible de rastrear. También dicen que va al contrario de los soldados. Mientras ellos usan el pueblo para avanzar hacia el mar, él se adentra en lo más profundo de las montañas. El padre de Malaquías sobrevivió a la guerra pero para entonces había quemado hasta el último libro que poseía.
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Gema García Hormigos
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