La pequeña Berta y el gran Bob
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Dylan en el B.E.C., no pienso asistir, la última vez me defraudó, se presentó en el Guggenheim con un sombrerito blanco y una sonrisa, estuvo hasta simpático, quién quiere un Dylan simpático, me pareció una impostura. No pienso acercarme al B.E.C., aunque me han dicho, o he leído, que su voz ha mejorado, que ya no parece la voz de Dylan sino la de su sombra, una tenebrosa voz de espectro que se aleja poco a poco, como de puntillas, de este mundo. En cada concierto parece despedirse para siempre de sus fieles, de los que acuden como si fueran a participar en un culto secreto, un culto que se celebra con la seriedad de los ritos antiguos.
A pesar de lo que acabo de decir, no pienso aparecer por el B.E.C., ya lo he dicho, y lo repetiré las veces que haga falta, aunque ese día, en su honor escucharé Blonde on Blonde o Blood on the tracks, y seguro que vuelvo a la emoción de las primeras veces.
Dylan en el B.E.C., y aquí estoy yo también, próximo a la entrada, esperando a mis colegas para asistir al concierto, no pensaba venir, creo que lo dejé bien claro, pero he de reconocer que en asuntos de religión siempre ocurre lo mismo: “El hombre propone y Dios dispone”.
El día del libro me encontraba con otros amigos, escritores y libreros, comiendo, bebiendo y cotilleando cuando me llamaron por teléfono. Una voz de mujer me pregunta con amabilidad si puedo contestarle a unas preguntas o si prefiero que me llame a otra hora. Es periodista, realiza un reportaje para El Correo, le han dado mi número de teléfono y le han dicho que no me pierdo un concierto de Dylan. Respiro profundamente, y con la seguridad que me proporcionan los dos txupitos de hierbas que me he tomado, me aparto de la mesa y afronto la entrevista. Le cuento la verdad: que para mí Dylan es un genio, uno de los grandes y que le sigo desde hace 40 años. Menciono mis temas favoritos, me extiendo contándole curiosidades sobre su vida, aprovecho para enumerar las mejores versiones de sus grandes temas. Hablo y hablo intentando que la periodista no me plantee la pregunta que tanto temo, aunque sé que todo mi esfuerzo va a resultar vano, ya debería haberme dado cuenta.
-Por supuesto, el viernes te veremos en el B.E.C.
-Claro, cómo no- miento como un bellaco.
-Irás con otra gente, imagino ¿cuántos os juntáis, cinco o más?
-Sólo tres. Aunque supongo que nos encontraremos con viejos conocidos.
Y sigo mintiendo, después de todo lo que he dicho ¿cómo puedo confesarle que no pienso ir el viernes?
No viene al caso explicar con detalle qué es lo que cambia en esos días, pero el caso es que me encuentro en la entrada esperando a Ángel y a Juan Miguel para cumplir con lo que afirmé en la entrevista. No me gusta mentir, aunque no es esa la razón que me doy para explicar por qué me encuentro aquí. Una serie de accidentes han dirigido mi destino y han convertido mi impostura en una profecía. La mayoría de la gente afirma a la ligera que todo profeta miente. Ahora que pienso en ello me doy cuenta de que no es eso lo relevante, a nadie debe importarle si realmente miente o cree en la verdad de sus revelaciones. Lo que importa es que acierte, eso es lo que le convierte en un profeta.
Entramos en el B.E.C. y la cosa pinta mal: el escenario queda muy lejos de los asientos que nos corresponden, situados en un ancho pasillo en el que hay espacio suficiente para las sillas de ruedas, ya que uno de mis amigos conduce una. Esperamos con una birra en la mano a que comience el concierto. Sobran localidades, pero no es mala la entrada. Observo que proliferan los viejos como yo, los que iniciamos el culto en los 70, incluso antes. Dylan se acerca a los ochenta tacos ¡Joder! ¿Qué hemos hecho en todos estos años? ¿Acaso he llegado a los sesenta sin cruzar por los cuarenta o los cincuenta? ¿Y qué más da? En este momento sólo quiero sentirme en los 70, en esa edad en la que me alimentaba de sueños sin cumplir y no como me encuentro ahora, en que puedo decir que mis sueños se han cumplido y cada vez más a menudo me pregunto para qué.
Minutos antes de que se inicie el concierto veo avanzar por el pasillo una silla de ruedas imponente, parece casi una carroza. Se trata de una silla medicalizada. Una chica morena, casi una niña, no le calculo más de 20 años, tiene su cuerpo aprisionado en ella. Una mujer, pienso que será su madre, coloca con cariño una manta escocesa sobre sus piernas y le aparta con mimo el pelo de la cara. Tiene un cabello muy hermoso, de un negro azulado, liso y fuerte, que le cae hasta los hombros, recto como una capa. Su rostro es precioso: labios carnosos, nariz recta, y unos ojos negros, intensos, que me observan con rencor, sólo porque la estoy mirando. No puedo evitar que me suba a la garganta un sentimiento de rabia y de dolor ¡Dios! Cuando creía en Él una simple blasfemia podía sosegarme, pero ahora nada me tranquiliza, no sé contra quién dirigir mis maldiciones, es jodido vivir en un mundo sin propósito.
La mujer se percata de que miro con demasiada insistencia, soy incapaz de apartar mi atención. Tengo que decir algo, he de esconder lo que siento, no quiero que se ofendan, quién soy yo para compadecerme de nadie.
– Tan joven su hija, y le gusta Dylan, porque es su hija, imagino.
-Sí- la mujer me sonríe- su padre tiene la culpa.
-¿No ha podido venir?
-Murió hace un mes.
¡Joder! ¿qué digo ahora?
-Lo siento mucho.
La mujer mira a su hija, luego aparta la mirada, como avergonzada.
-Prometió a su padre que no faltaríamos y él aseguró que, de alguna manera, aún no sabía cómo, nos acompañaría.
La confidencia me incomoda. Dirijo la mirada hacia los asientos vacíos, más allá del pasillo, como si meditara fugarme, abandonar mi puesto, pero sé que no puedo, no sé qué explicar a mis amigos, qué excusa inventarme. Tampoco se me ocurre cómo puedo librarme de lo que veo venir. Intento desviar el propósito de la mujer mediante una presentación formal, ceremoniosa, que evite cualquier tipo de familiaridad, aunque estoy seguro de que esa maniobra no servirá de nada.
-Me llamo Javier y he venido con unos amigos.
-Yo soy Laura y mi hija se llama Berta.
La mujer vacila un momento, pero yo sé que lo que intuyo en su actitud no puede ser reprimido. Laura me mira casi con tanta intensidad como la que despide la mirada de Berta, casi con el mismo rencor, y por fin habla.
-Es curioso, casi parece un milagro. Su padre también se llamaba Javier.
No puedo escapar, aparto la vista hacia el escenario, todavía vacío, pero sé que no puedo escapar. Vuelvo la vista hacia la pequeña y observo que sus ojos han cambiado: me siguen pareciendo muy oscuros, hermosos y algo tristes, pero han abandonado la furia que descubrí en ellos. Laura me sonríe y yo espero: su mirada me señala la mano blanca de Berta, posada como un animalito sobre el brazo de la silla.
-¿Te importa?
-No- miento- por supuesto que no.
Mi mano entra en contacto con la de Berta, fría pero con un tacto delicado que me recuerda a la piel de un cachorrito.
-Gracias.
Laura se sienta, las luces se apagan y Dylan comienza con un tema conocido: “Things have changed”: observo de reojo cómo la cabeza de la niña oscila con suavidad de atrás hacia adelante e intento relajarme.
El gran Bob nos recuerda que las cosas han cambiado, que la gente está loca y los tiempos son extraños, no sé cómo sucede, Berta se me muestra más niña todavía, no tiene ni seis años, y con gesto imperioso, reclama ayuda y me exige cuidados, porque yo soy su padre, yo soy el responsable de su cuerpo maltrecho y devastado, de la dulzura del rostro, de la desesperanza de sus ojos intensamente oscuros.
Dylan habla en mi boca y le asegura que no puedo ser aquel que ella busca, no puedo, joder, no puedo ser yo quien te abra todas las puertas, nena, mi espíritu, mezquino, ya lo sé, resiste a tus deseos, no puedo más que decepcionarte, fúndete de nuevo en la noche, nena, que aquí todo es de piedra, y cuando digo esto señalo con insistencia hacia mi pecho, tú estás buscando a alguien que te recoja cada vez que caigas, y ese papel no puedo hacerlo yo, ¿lo entiendes, nena?
No soy más que un cobarde, pienso, mientras escucho a Dylan y los ojos oscuros de Berta me miran con reproche, ya sé que soy cobarde y no puedo dar más, y estoy tan concentrado en esa idea que no sé cómo ocurre, pero al mirar al frente ya no veo ni asientos ni escenario, sino un camino para nuestra montura, un camino que serpentea hasta la 61, y Berta y yo cantamos, subidos en la Harley, a la vez que enfilamos la estrecha carretera que baja, estoy seguro, hasta la autopista número 61, y juntos y al unísono celebramos con himnos ese simple giro del destino que convierte a unas sencillas letras de canciones, acompañadas por un saxofón que suena en un lugar lejano, en el motor del viaje y la aventura del cuerpo devastado de mi pequeña Berta, incluso preferimos cuando viajamos juntos, caer cuesta abajo como cantos rodados, antes vivir como cantos rodados ¿verdad niña? que sujeta a una silla, prisionera de un cuerpo destruido y cobaya para los clínicos.
Viajamos también en largos y ruidosos trenes de mercancías, que atraviesan la noche, y que nos empujan, con la felicidad del movimiento, a olvidar la prisión de tu cuerpo.
Pero el viaje se acaba. Dylan abandona el piano y a pequeños saltitos se sitúa en el centro del escenario, delante de los músicos. Antes de eso nos ha recordado que los caminos que una persona debe recorrer son innumerables y que quizás la respuesta a nuestras inquietudes no repose en ningún lugar concreto, sino que sople libremente con el viento. La sala se enciende y todos nos miramos.
Observo a la niña y veo que me entiende: no tiene sentido quedarme a comentarlo. Suelto la mano, les doy la espalda con un ademán brusco, y me dirijo hacia la salida de forma precipitada. Adelanto a mis amigos, les señalo la puerta y continúo, no quiero que se me transparente la emoción que todavía siento. Mientras espero junto al Metro, elevo algo hacia el cielo que suena casi como una plegaria de agradecimiento, dirigida supongo al gran Bob y a la pequeña Berta e intento que mi rostro no conserve rastro alguno, visible a mis amigos, del extraño esplendor que Berta y yo hemos vivido juntos.
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Javier Sagastiberri