Dos cuentos de soledad
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Dos cuentos de soledad
Convoca a los espíritu del bosque, junto a un arroyo. Hoy quiere ser él quien les cuente una historia, un cuento de amor.
Asisten a la reunión todos los espíritus del bosque, excepto uno, el espíritu bebedor de cerveza, que ha salido a buscar a una novia muerta cuyas cenizas, tristes aún, han sido depositadas en el mar, entre unas flores.
Quiere rescatarla e invitarla a venir al bosque. Raptarla del mar.
El cuento comienza así.
La flor escondida
Dicen que, a partir de un día determinado, el dia en que le subió un exceso de tristeza a los ojos, creció solo, estudió solo, se enamoró solo, hizo el amor solo, trabajó solo, viajó solo, regresó solo, envejeció solo, enfermó solo y murió, solo.
Cuentan que lo llevaron directamente del hospital al cementerio, tan solo como había vivido (no quería ningún velatorio ni funeral). Una vez alojado allá, sonreía en la tumba y desde más allá, a solas como siempre.
Pero había algo que nadie sabía. Esta vez, en realidad, no estaba solo en la tumba, como se creía: tenía escondida una flor en la mano derecha, que tuvo la oportunidad de coger y ocultar bajo el camisón que le pusieron antes de que llegaran los servicios funerarios al hospital.
Solo, pero con una flor que no se marchitaba en la mano, y que perfumaría después la residencia de los muertos. Gracias a una exhalación de ese perfume fue descubierto por un espíritu y rescatado. Una noche lo raptaron y se lo llevaron al bosque de los espíritus.
Allá, en el bosque, volvió a encontrar todo lo que le faltaba, todo lo que añoraba. Allá reencontró toda la belleza que le habían robado en vida. Ya nunca más estuvo solo.
Todos los espíritus aplaudieron al finalizar el cuento, excepto el espíritu bebedor de cerveza, que no había podido asistir a la lectura del cuento, y que ahora, justamente, acababa de llegar al bosque del brazo de la novia muerta, a la que había ido a rescatar para que ya no estuviera sola con las cenizas en el mar.
Ella tampoco ya no estaría más sola ni triste.
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El recurso
Antes cualquier dificultad, por grande o pequeña que fuera, siempre se palpaba el bolsillo.
Estaba ahí, en el bolsillo, su recurso. Su amuleto, el recurso del suicidio.
Sólo en una ocasión, de joven, lo había utilizado en serio. Los otros intentos fueron tragicómicos.
Un día ató una corbata a un travesaño del piso de sus padres. Se subió a un taburete, se anudó la corbata al cuello y la corbata se rompió. Cayó al suelo agarrado al taburete.
Otro día se subió a una silla frente a la ventana del patio interior (el piso era un ático), y no se decidió.
En otra ocasión, salió a la amplia terraza, miró hacia abajo y la cabeza le dio vueltas al ver la calle. Demasiada altura.
También probó de hacerse varios cortes en las muñecas con hojas de afeitar, pero eran heridas poco profundas y no se desangró.
Como decíamos, estuvo a punto de conseguirlo una sola vez, cuando se tomó un par de frascos de tranquilizantes. Pero una hemorragia intestinal, brutal, lo llevó al Hospital, lo operaron de urgencias por la noche, y sobrevivió. Estuvo ingresado un mes en el Hospital, donde las enfermeras lo llamaban el sangrante. Una tragicomedia.
De todos modos, seguía con la idea o recurso guardado en el bolsillo, como un amuleto, como una mano amiga dispuesta a consolarlo en los peores momentos.
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Albert Tugues