El estacazo
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Fernando era un niño muy formal y un tanto enclenque, vestido de marinerito y nieto de Don Perpetuo, el notario de ese pueblo que estaba entre Pinto y Valdemoro. Aquella mañana aciaga se despertó inquieto y con los pelos de punta, con las rodillas rasposas y unas ganas tan desbocadas como su jersey de cuello alto por exhibirse como un pavo real ante la pequeña Luna. Quería mostrar las cartas marcadas de una baraja ganadora para ganar unos “pavos” con el gaznate hidratado después de varios “tragos” imaginarios para conquistar a su chica, “por el amor de Dios”. Lo había visto muchas veces en esas películas de vaqueros en blanco y negro que ponían los sábados por la tarde y que veía a través de una ventana ajena. La madre de Luna concedía a la plebe que se congregaba cerca de la ventana lateral del salón poder admirar las imágenes del lejano Oeste americano en su receptor, siempre que los advenedizos guardaran la compostura. Fernando se dejaba envolver por el olor a cocido del bueno y la luz fría del invierno que todavía flotaba en un salón salpicado de zapatillas y zapatos de propietarios de diferentes edades. Y se preguntaba no pocas veces si él era más o menos libre que los niños que jugaban con salvoconducto en el salón de Luna.
Fernando decía a todo el mundo que quería ser notario, como su abuelo. Estamparía su firma nerviosa en contratos e hipotecas después de leerle la cartilla a los asistentes y bebería una copita de anís o brandy después de comer, fumándose un kilométrico habano al tiempo que consultaba las cotizaciones de la Bolsa en el ABC. Pero lo menos que se imaginaba era que ese día de autos acabaría coronado con una brecha granada en la frente, chorreando sangre como un pollo decapitado, y sintiéndose bastante triste con un terrible dolor de cabeza.
Luna empuñaba todavía el cuerpo del delito: una fálica estaca de madera venida a menos, con flecos y escarificaciones. ¡Cuánto había disfrutado en ese momento, golpeando el tierno cráneo del nieto de Don Perpetuo! Es difícil pensar que su certero estacazo era lo que era: un testimonio firme y palmario de amor infantil. Hegel lo habría incluido en la categoría del concreto sensible, a pesar de ser un aparente ardid de la Razón. ¿La Razón Instrumental que asfixia al hombre unidimensional de Marcuse en las sociedades industriales altamente desarrolladas? Lamentablemente, Fernando no podía pensar ni en Horkheimer ni en Adorno –entre otras cosas, por su corta edad y su escaso gusto por el pensamiento crítico y la dialéctica negativa. No obstante, pudo comprobar la contundencia de los afectos concupiscibles años más tarde, ya con pantalón largo y bozo, en los primeros escarceos adolescentes con las recias mozas del pueblo. Menos mal que la mesa del despacho de un notario parece estar barnizada con varias capas de un repelente del deseo que aleja las tentaciones con una eficacia japonesa o coreana y pundonor vietnamita.
Luna era una gran aficionada a disfrutar ensimismada del tacto rugoso e intempestivo de los sueños. ¿Qué habrá querido decirme el sueño del lago? ¿Y el de los toros agresivos del encierro? ¿Me estarán avisando de algo? ¿Debería preocuparme? Pero ya no era una preciosa niña traviesa con las trenzas deshechas. Tenía la certeza cartesiana de que la vida no era un juego, ni mucho menos. Había aprendido a gozar de las mieles grises del aburrimiento para dar rienda suelta a su desbordante creatividad, a sacudirse la parálisis onírica y el optimismo de la dialéctica hegeliana, y a guardar su colección de estacas de madera en el sótano inaccesible de un mausoleo familiar. Y hace tiempo que había dejado de ser esa mujer fatal de la canción de los Burning. El único problema era que estaba muerta y no tenía seguro de decesos.
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Rafael Guardiola Iranzo