¿Por qué pinto mujeres sin rostro?
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Eres el mar
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Eres el cielo
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Es una de las preguntas más inútiles que me he hecho a lo largo de la vida. Bastaría con entonar un “porque sí” como respuesta, o esbozar un discreto gruñido, como los que, al aparecer, emitía el pintor catalán Isidre Nonell cuando alguien trataba de arrancarle unas palabras sobre las razones de su arte. “¿A quién le importa lo que yo haga?/ ¿a quién le importa lo que yo diga?/yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré” se convirtió en uno de los estribillos estelares de la movida madrileña, cantado por Alaska y Dinarama (1986), proclamando el carácter autónomo del sujeto moral. Un año antes, la canción “Ni tú ni nadie” se había convertido en el himno oficioso de mi promoción en la Universidad Autónoma de Madrid y la bailábamos con pasión desaforada –en especial, la alegre y malograda filósofa Mari Carmen Andrés Rivas-, delante de los ojos de la Sra. Vicedecana, y en medio de un charco de vino dulce en el que flotaban restos de torrija (“¿Dónde está nuestro error sin solución?/
¿Fuiste tú el culpable o lo fui yo?”, decía otra canción, con claras reminiscencias judeocristianas). Y como voy a hablar de mujeres utilizaré como cláusula de salvaguardia y escudo protector una cita del filósofo cartesiano francés de fines del siglo XVII, François Poulin de la Barre: “Todo cuanto han escrito los hombres sobre las mujeres debe ser sospechoso, pues son a un tiempo juez y parte”.
Soy sospechoso, hasta que no se demuestre lo contrario, es mi peculiar derecho a la “presunción de culpabilidad”, como corolario de los discursos victimistas de corte integrista sobre lo políticamente correcto, que amenazan con ahogar el pensamiento crítico y la creatividad artística como quien no quiere la cosa. La inocencia resulta fascinante en la sociedad posmoderna, con sus rasgos de infantilismo y victimismo crónico, como nos recuerda Pascal Bruckner. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo –escribe Daniele Giglioli al principio de su ensayo titulado Crítica de la víctima. “Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable” (Barcelona, Herder 2017, p.11). Por cierto, hay muchas mujeres que, afortunadamente, no se consideran víctimas, sino dueñas de su propio destino. Pero no es mi intención hablar aquí sobre víctimas ni verdugos, sino divisar la respuesta a una pregunta inútil que tiene que ver con mi afición a la pintura y el culto que profeso a las mujeres –como en su día promovió Auguste Comte en su singular Catecismo Positivista-, de la mano de algunos testimonios cinematográficos y de una antigua propuesta teórica obra de una psicoanalista norteamericana seguidora de Carl G. Jung.
El recurso al “hecho fílmico” para abordar cuestiones filosóficas, ha sido una de las señas de identidad de la obra de un filósofo norteamericano, recientemente fallecido, seguidor de Ludwig Wittgenstein y de J.L. Austin: Stanley Cavell (1926-2018). Para Cavell, quien abandonó los estudios musicales en favor de la filosofía, como una especie de prolongación de aquellos, las películas no se deben tomar como meras ilustraciones de las cuestiones filosóficas, sino “otro modo” de abordar dicha problemática. Para Cavell la filosofía como superación de lo polémico y lucha frente al escepticismo tiene que ver, principalmente, con la voz, efímera y eterna a la vez, y por ello valiosas son, a mi entender, sus reflexiones sobre la voz en la ópera, la imitación o el desdoblamiento de la voz y las condiciones de la voz en el habla. Como afirma en su libro Un tono de filosofía. Ejercicios autobiográficos (Madrid, Antonio Machado, 2002, p. 175), Cavell leyó en 1989, diez años después de su publicación, la traducción inglesa del libro de la filósofa, crítica literaria y novelista francesa Catherine Clément titulado L’Opéra ou la Défaite des femmes, y le impresionó una de sus tesis principales: “la ópera trata de la muerte de las mujeres y del canto de las mujeres”, por lo que podríamos pensar que “las mujeres mueren porque cantan”. En cualquier caso, ¿de qué forma tendríamos los varones que oír o dejar de oír la voz de las mujeres, saber lo que las mujeres desean e incluso lo que las mujeres saben de los deseos de los varones, o ignorar todo ello?
La voz tiene un protagonismo casi involuntario en la película En la ciudad de Sylvia (2007), obra preciosista y poética del barcelonés José Luis Guerín que sintoniza con la sensibilidad infinita de Víctor Erice o incluso con Visconti. Se estrenó en el Festival de Venecia y tuvo su continuación en otras dos propuestas artísticas cercanas en el tiempo: la película Unas fotos en la ciudad de Sylvia y la instalación titulada Las mujeres que no conocemos. Aquí, la voz no es figura sino fondo, salvo en contadas ocasiones. Y la música, como en las películas de Luis Buñuel, no existe o sólo se escucha lo imprescindible (breves fragmentos de música coral) y nunca como banda sonora. ¿Será porque la voz de la mujer es triste, como en la ópera? El protagonismo lo asume la mirada, como en la epistemología de Platón, aunque en este caso no haya que expulsar la voz de los poetas de la República. La ciudad, Estrasburgo, se despierta y vive, sobre todo, con el ir y venir de las mujeres y la declaración que aparece transcrita en las paredes: “Laure, je t’aime”. ¿Será el fruto de una mano enamorada y enloquecida? Un joven regresa a la ciudad, después de seis años, en busca de una mujer sin rostro a la que conoció en el café “Les Aviateurs”, y emprende una caótica persecución, durante tres noches, a lo largo y ancho de un lugar en el que nada sucede, en la que sólo vive su fascinación en medio de bicicletas y tranvías. La tarea del espectador consiste, básicamente, en reconstruir la historia, como si se tratase de un mosaico, con los fragmentos visuales y auditivos que nos brinda José Luis Guerín. El joven trazará su mosaico de “lo femenino” en un cuaderno donde irá esbozando sus dibujos con el lápiz de carbón. Porque no es propiamente a Sylvia a quien busca, sino a la platónica idea de mujer hecha carne y vestida de granate. ¿Se trata de acoso sexual? ¿No será, más bien, una obsesión militante fruto de la fascinación? ¿Veneración, tal vez?
Se me antoja que la persecución de En la ciudad de Sylvia está inspirada por Platón o Marsilio Ficino. El tono es muy diferente, en mi opinión, en el caso de la película de François Truffaut L’homme qui aimait les femmes (1977), en la que el libidinoso protagonista está excesivamente marcado por la freudiana pulsión sexual y el rictus del donjuanismo. Y les confieso que una de las investigaciones más ambiciosas que he emprendido –y, afortunadamente, no he finalizado-, también gracias a la mirada, el dibujo y el registro de la voz, como en la película de Guerín, tiene el mismo objetivo: desentrañar la fascinación que siento por lo femenino. Una fascinación que puede devenir veneración fácilmente, puesto que se trata de “diosas”. La analista junguiana Jean Shinoda Bolen publicó en 1984 el libro Goddesses in Everywoman (traducción castellana: Las diosas de cada mujer. Una nueva psicología femenina, Barcelona, Kairós, 1993), en el que sostiene que toda mujer es una “mujer intermedia”, dado que su comportamiento recibe un impulso interior por parte de arquetipos de diosas, y otro exterior, por esterereotipos culturales, es decir, los papeles a los que la sociedad espera que la mujer se adapte. Siguiendo a Jung, Shinoda defiende que los “arquetipos” son pautas de comportamiento instintivo que forman parte de un “inconsciente colectivo” –la parte universal del inconsciente-. Dichos modos de ser, sentir y actuar pueden ser personificados, como fuerzas dominantes y formas de conciencia, en ciertos patrones mitológicos, como los que corresponden a las “diosas griegas”. El objetivo de este constructo teórico es loable: facilitar que una mujer sea capaz de amar profundamente, trabajar con sentido, y ser sensual y creativa. La clave está en reconocer las potencialidades que encierra lo femenino en cada caso concreto. Es esto lo que me produce fascinación, lo que hace que mis modelos no tengan rostro, porque en realidad pueden tenerlos todos y ninguno.
Hay diosas “vírgenes”, autónomas, independientes, sin apegos, que persiguen sus metas activamente, como es el caso de Artemisa, Atenea o Hestia. La primera, diosa de la caza, la luna y las tierras vírgenes es, sobre todo, hermana y rival. Atenea, la diosa de la sabiduría y la artesanía, patrona de Atenas y protectora de héroes, es la estratega. Hestia, es la diosa que mantiene el hogar y los templos. También hay diosas “vulnerables”, orientadas hacia el establecimiento y mantenimiento de las relaciones humanas, y que deben su fragilidad a la posibilidad de que se rompan dichas relaciones. Hera, la esposa, es la diosa del matrimonio; Deméter, la madre, es la diosa de las cosechas; y Perséfone, la hija, es la diosa del mundo subterráneo. Finalmente, Afrodita –la diosa del amor y la belleza- es la representante de las diosas “alquímicas o transformadoras”. Es la mujer amante, que entabla relaciones por decisión propia, como las diosas vírgenes, y cuida las relaciones como las diosas vulnerables, sin ser victimizada. La riqueza y variedad de esta tipología trasciende sus propósitos teóricos, me hace adivinar la grandeza de los abrazos nutritivos, la elegancia del cabello agitado por el viento, la alegría despreocupada de los juegos infantiles, y la fragancia envolvente de la piel del mar. Por este motivo, seguramente, el joven que protagoniza En la ciudad de Sylvia rectificó y escribió con el grafito en su cuaderno “elles” en lugar de “elle”, y yo pinto mujeres sin rostro.
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Rafael Guardiola Iranzo