El hombre imperfecto
[Capítulos IV – VI]
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CAPÍTULO IV
Nada más nacer me llevaron a una antigua casa en medio de la nada. Si alguna vez existieron mis supuestos padres adoptivos, debieron pensar que aquella vieja mansión milenaria estaba demasiado lejos de la civilización para que fuese prudente acercarse por allí. Si alguna vez existieron, quizás se arrepintieron nada más verme del error que habían cometido al tomar la decisión de adoptarme. Ni una llamada, ni una visita, ni un regalo siendo niño, ni un frío mensaje, nada que probase su existencia.
Con los años y tras muchas horas de reflexión y búsqueda infructuosa llegué a la conclusión de que aquellos hipotéticos padres habían sido una cortina de humo, una retorcida estrategia para conseguir la colaboración de mi madre. Quise pensar que Ella fue también víctima de la manipulación, y que fue engañada creyendo que entregaba a su hijo a una familia decente y normal cuyo único deseo era criarme y procurarme todo lo mejor. Quise creerlo, pero eran tantas las contradicciones de las historias que Ella me contó, que la duda y la desconfianza me llevaron a sospechar que mi madre era un elemento más de aquella sórdida y retorcida trama.
Tardé muchos años en descubrir quiénes eran mis secretos y altruistas ángeles de la guarda y sobre todo, comprender por qué lo habían hecho.
El lugar no necesitaba protección. Era tal la lejanía a cualquier núcleo urbano, que la probabilidad de que alguien lo encontrase por error era tan ínfima, que de forma natural era lo más parecido a un bastión inexpugnable. Supongo que no lo eligieron por su fácil defensa, sino más bien para que nada ni nadie pudiera escapar al exterior.
Durante mucho tiempo me hicieron creer que padecía una enfermedad inmunitaria y que solo aquel entorno estéril y protegido me mantendría a salvo de las infecciones de virus y bacterias. Realmente llegué a creer, con la inocencia de un niño que necesita confiar en quien le cuida y le alimenta, que si por negligencia o error cruzaba los muros de la finca, en pocos minutos entraría en shock y moriría.
Un accidente fortuito me demostró que aquello era una absoluta mentira y supuso el primer atisbo de lucidez en un largo camino hacia la más absoluta soledad y desconfianza.
Quizás porque crecí rodeado de robots, desde que tengo uso de razón siempre demostré una habilidad innata para las máquinas. O quizás, solo fue una pericia heredada de mis antepasados. En cualquier caso, era el único humano en muchas millas a la redonda y los únicos seres vivos a mi alrededor eran los bosques y los insectos que habitaban la finca.
Había robots de todos los tipos, de todos los tamaños y especializados en todas las tareas. Nanobots para mantener el aire limpio de microorganismos perjudiciales para mi salud. Robots de formas extrañas dedicados a tareas de jardinería y limpieza. Humanoides ocupados de forma exclusiva en mi educación. Un robot para cada materia. Física, matemáticas, biología, informática, robótica, historia, lengua, derecho, dibujo, arte, música y filosofía. Sin olvidar la educación física y las artes marciales.
Hubiera bastado con un único robot profesor que dominase todas las ramas del conocimiento pero supongo que mis oscuros filántropos querían que creciera en un entorno más familiar.
Desde luego, mis misteriosos tutores no escatimaron en gastos para procurarme la mejor formación. No solo se preocuparon de que tuviese una educación de élite sino que también cuidaron mi vertiente psicológica y afectiva. Una colección de robots médicos me vigilaban y cuidaban las veinticuatro horas del día. Monitorizaban mis constantes vitales a través de una pulsera que no se separaba de mí en ningún momento y me sometían a pesados controles periódicos. Como si de un maquiavélico experimento de laboratorio se tratase, no dejaron nada al azar.
Para mi entretenimiento, me rodearon de una colección de robots mascota de diferentes especies animales. Desde perros, gatos, conejos y caballos, hasta aves, tortugas e incluso abejas y libélulas.
Pero era tal mi afición y mi habilidad para la ingeniería y la robótica que no sólo me conformaba con jugar y entretenerme con ellos, sino que me dedicaba a abrirlos y estudiarles los circuitos y las tripas. Al principio a escondidas, y luego ya abiertamente y sin ningún tapujo.
Mi preferido era un perro del que me hice inseparable. Un Yorkshire Terrier. Muy fiel y cariñoso, pequeño pero muy valiente y activo. Y sobre todo muy hábil y astuto. Me adoraba y era fácil de educar. Sin embargo, en ocasiones su programación básica le hacía demasiado obediente y predecible para mi gusto.
Esto era debido a un software que llevaban implementados todos los robots de la casa para que no pudieran reprogramarse ellos mismos y saltarse ciertas normas. No se me ocurrió nada mejor que modificar dicha subrutina para anular ese obstáculo y potenciar, además, su deseo de iniciativa y libertad.
Y así fue cómo, una pequeña travesura, tuvo consecuencias inesperadas que me llevaron a empezar a cuestionarme todo en lo que había creído hasta entonces y que había aceptado como verdad.
Reconozco que fue un proceso largo y doloroso y que aquel incidente solo fue un arañazo, una pequeña mella en la muralla de mentiras que habían construido a mi alrededor. Pero fue la primera señal de que algo no encajaba. Y, razoné, con mucha lógica, que a partir de entonces ya no podría fiarme de nada ni de nadie.
La casa estaba rodeada de un frondoso bosque de pinos, abetos, hayas y eucaliptos que la protegían de miradas indiscretas. Si algún hipotético visitante se hubiera aproximado al recinto amurallado, las torres de vigilancia y los robots vigía que sobrevolaban como aves rapaces al acecho, le hubieran disuadido de intentar franquearlo. Esos mismos robots vigía cumplían la ineludible función de limpiar de agentes contaminantes el aire que respiraba. Se suponía que su radio de acción llegaba hasta la linde de la muralla y que si por accidente la traspasaba, mi pobre sistema inmunológico no sería capaz de protegerme.
Sin embargo, nunca hubiera osado atravesarla, tal era el miedo que me producía pensar que si lo hacía, caería fulminado sin posibilidad ninguna de reanimación.
A pesar de las gigantescas dimensiones del terreno conocía cada metro cuadrado como la palma de mi mano. Cada recodo, cada riachuelo, cada accidente orográfico estaba perfectamente controlado y cartografiado.
En ausencia de otros niños de mi edad, uno de mis escasos entretenimientos consistía en cabalgar hasta la frontera de la propiedad acompañado de mis mascotas y recorrerla por el interior de forma paralela a la muralla.
Por ello, uno de mis primeros trabajos informáticos del que me sentía enormemente orgulloso, era un programa que me permitía situarme en cualquier punto espacial y a partir de sus coordenadas moverme por toda la finca sin peligro de perderme o desubicarme. Con los años, incluso dejé de necesitarlo.
Siempre fui muy imaginativo y me gustaba crear historias fantásticas en las que por supuesto, yo siempre era el protagonista y el héroe. En aquella ocasión quería enviar a mi perro preferido a una misión secreta de avanzadilla. Para tales fines, consideré oportuno modificar su software para potenciar sus ansias de aventura. Le desconecté el dispositivo de control que mantenía a todos los robots de la finca bien vigilados por el computador central y no contento con ello le implementé un programa adicional que amplificaba su capacidad de auto diseño.
Semejante cóctel trajo como consecuencia que mi mascota no solo hacía lo que le venía en gana sino que además no acataba órdenes directas de nadie, ni siquiera de mí. Dicho de otra forma, perdí de forma absoluta y sin paliativos toda autoridad sobre mi querido Yorkshire.
Las órdenes iniciales consistían en explorar sin restricciones el terreno del supuesto enemigo y regresar a la base con toda la información disponible para idear una estrategia de invasión. En su nuevo esquema mental debió interpretar que más allá de los muros era territorio hostil y que era de vital importancia adentrarse en él para cumplir con éxito la misión.
Pero como todos sus mapas de posición se restringían al interiorde la finca, una vez traspasada la frontera se perdió irremediablemente en el bosque que se extendía al otro lado de la misma. Sin nada que lo guiase, anduvo perdido durante horas, kilómetros y kilómetros sin rumbo fijo.
Cuando al anochecer, empecé a preocuparme con razón, de que algo no estaba saliendo según mis previsiones, decidí como el valiente que estúpidamente me consideraba, adentrarme en la oscuridad de la noche para buscar a mi perro.
Como yo de tonto no tenía un pelo, a esas alturas de mi vida ya intuía que me tenían bastante controlado y que si salía de la casa de noche y sin una buena razón se podía armar una buena. Por lo que tomé la sabia decisión de quitarme la pulsera de rastreo y dejarla en mi habitación activada en modo sueño. Así podría ganar unas cuantas horas, que yo consideraba necesarias para encontrarle, antes de que saltasen todas las alarmas.
También con buen criterio, consideré oportuno no llevar conmigo a ningún robot mascota que pudiera ser rastreado. Por lo que me fui, en la más absoluta soledad, aprovechando la total oscuridad de una noche sin luna.
Aunque no tenía muy claro qué dirección tomar, opté por dirigirme a una zona del muro donde habíamos emprendido la última de nuestras correrías. Aventuré, que de su recién implementado software de incitación a la desobediencia, obtendría información de las últimas andanzas, para el diseño de nuevas estrategias de comportamiento.
Y no erré en la hipótesis, porque al llegar al lugar previsto, ya pasada la medianoche, encontré un hermoso agujero horadado en la tierra que solo podía ser obra de mi mascota.
Yo era bastante flaco. En parte por tener una constitución enjuta y en parte porque la insípida comida que me suministraban no incitaba a la glotonería. Pero a pesar de ello, a mis doce años de edad ya duplicaba o incluso triplicaba en volumen a mi perro.
Con la única ayuda de un palo y de mis propias manos, agrandé como pude el boquete. Y cuando ya tuvo un tamaño que consideré apropiado, no me lo pensé dos veces y me introduje de cabeza sin evaluar las consecuencias.
En parte porque era noche cerrada y en parte por mi nerviosismo y excitación al haber encontrado una pista, no fui consciente de que había cruzado al exterior y que me encontraba totalmente desprotegido en medio del oscuro bosque.
Seguí caminando durante varias horas perdido y sin rumbo fijo al no conseguir encontrar ningún punto de referencia. No se me ocurrió pensar en ningún momento que ya no estuviese bajo la engañosa protección de la finca. De haber sido así me hubiese entrado un descomunal ataque de pánico porque en aquellos años yo todavía creía ciegamente en todas las patrañas con las que me habían engatusado para mantenerme encerrado.
A pesar de mi entusiasmo, el cansancio y el frío comenzaron a pasarme factura. Milagrosamente me topé con una especie de cueva que me sirvió de refugio. Me acurruqué en su interior y me quedé profundamente dormido.
Me encontraron al amanecer. Estaba aterido y perdido. Y muy asustado cuando me desperté y fui consciente de que aquella zona del bosque me era completamente desconocida.
Afortunadamente, hacia la medianoche se habían dado cuenta de que no me encontraba durmiendo en mi habitación, como les intenté hacer creer, y comenzaron la búsqueda mucho antes del alba.
No les costó mucho trabajo seguir mis huellas hasta el hueco excavado por mi mascota junto a la muralla y a partir de allí rastrear las señales que fui dejando como una estela luminosa.
Me llevaron hasta la seguridad de la casa sin perder un instante. Era la primera vez que subía a un vehículo volador y recuerdo que me sentí fascinado. Aunque no duró mucho la magia del viaje cuando me percaté de que por mi inconsciencia podría haber muerto.
Sin embargo, algo extraño e insólito había ocurrido para que yo me encontrase perfectamente, para que no hubiese sufrido ninguno de los síntomas que tantas veces me habían predicho.
—Si alguna vez sales al exterior, inmediatamente sentirás mareos, dificultad para respirar, pérdida de visión y pérdida de conocimiento. Más de tres minutos y no podremos hacer nada por salvar tu vida.
Ante semejantes pronósticos me había cuidado muy bien de mantenerme bajo la falsa protección de la gigantesca hacienda.
Recuerdo haber manifestado mi perplejidad ante este hecho a los robots médicos que me atendieron conectándome a un sinfín de aparatos. Me respondieron con evasivas y requiebros. Me hicieron pruebas y más pruebas y cuántas más pruebas me hacían, más fuerte era la sensación de que todo era un teatro y una farsa.
A mi querido perro lo encontraron cuatro días después. Estaba cubierto de barro y semienterrado por la maleza. Inerte, totalmente inmóvil, sin emitir ninguna señal ya que se había quedado sin batería. Fue pura casualidad que consiguieran encontrarlo, a pesar de los exhaustivos rastreos que realizaron sin descanso.
Lo condujeron a la casa y le sometieron a un reset completo para que no quedase huella alguna de mi magnífico trabajo de adulteración de su software. No sólo se emplearon a fondo con él, sino también con el resto de mis queridísimas mascotas. No se anduvieron con medias tintas y les insertaron un código de protección para que no pudiese volver a manipularlos a mi antojo y beneficio.
Pero el peor parado fue mi pequeño Yorkshire. Lobotomizado, quedó como un trozo de metal, sin vida y sin alma. Le robaron cualquier rastro de emoción. Le dejaron como a un simple muñeco. Sin ninguna voluntad. Sin entusiasmo por nada.
Yo, como si me viese reflejado en él, me fui contagiando de su indiferencia y caí en un pozo de depresión, de melancolía y de tristeza.
Durante varias semanas deambulé por la casa como un zombi, sin saber con qué entretenerme ni con qué llenar las interminables horas que se me antojaban eternas.
Pude comprobar que me vigilaban constantemente y que siempre había un robot cercano a mí tomando nota de todos mis movimientos. Pero bien poco me importaba que me espiaran dada mi dejadez y mi absoluta apatía.
Hasta que una mañana, sin saber cómo ni por qué, me desperté totalmente alterado. Estaba fuera de mí, lleno de rabia. Me comía la ira, la cólera, el odio y el resentimiento. Sentí de repente una inmensa frustración. Y en un momento de lucidez comprendí que había sido objeto de un descomunal engaño, que mi vida nunca había corrido peligro y que todo había sido un ardid para mantenerme confinado dentro de los muros de la casa.
Yo, que durante toda mi vida había sido un niño apacible y sumiso, me convertí en un instante en un rebelde con causa. Y a partir de ese momento, solo tuve en mente una idea y una obsesión. Un proyecto y un objetivo. Elaborar un plan de huida.
CAPÍTULO 5
Doce años tras el nacimiento de Víctor
No podía fallar. Si lo hacía, no tendría una segunda oportunidad, por lo que me empleé en cuerpo y alma en elaborar un plan sin fisuras, un plan perfecto.
Era dolorosamente consciente de que me encontraba solo, por lo que no podía contar con la ayuda de nadie. Mi querido Yorkshire seguía en un estado lamentable y el resto de los robots mascota no andaban a la zaga.
Era fundamental que confiasen en mí, que no intuyesen mis sospechas. Si en algún momento dudaban de mí, el férreo pero a la vez sutil control al que me sometían se haría claramente manifiesto.
No iba a ser yo quién pusiera las cartas sobre la mesa, sino todo lo contrario. Me mostraría sumiso y agradecido, dócil y disciplinado.
Poco a poco, me fui mostrando más alegre e interesado por los juegos y tareas que me proponían. Poco a poco fui saliendo de mi tristeza y de mi melancolía. Poco a poco, porque si de repente me hubiese manifestado contento y feliz, estoy seguro de que hubiesen sospechado.
Esta estrategia me permitió, como yo había intuido, más libertad de acción y de movimientos. Fundamental para el plan que había diseñado. Un plan que no tenía prisa pero que tampoco tenía pausa.
Al cabo de un par de meses empecé a salir al exterior de la casa. Siempre moviéndome por sus proximidades, sin traspasar el jardín que la rodeaba. Me interesaba que creyeran que todavía estaba atemorizado por haberme escapado al otro lado de la muralla. Que seguía creyendo que dependía del soporte vital que me proporcionaba el espacio de la finca para sobrevivir.
Hacía como que no me daba cuenta de que siempre había varios robots tutores cerca de mí, observando y vigilando mis movimientos.
Comprobé, con gran placer, que con el tiempo fue disminuyendo el número de vigilantes y que un mes más tarde de mi primera salida al aire libre, sólo un robot tutor me custodiaba.
Sin embargo, también comprobé que se habían intensificado las medidas de seguridad en el perímetro exterior. A las torres vigía existentes añadieron unas cuantas, equidistantes a las que ya previamente había. Y de forma permanente, una banda de nanobots sobrevolaban a lo lejos grabando cada detalle, velando por mi supuesta seguridad.
Tomé la decisión de no establecer un único plan sino varios. Trabajar desde el principio de forma paralela en todos ellos. Porque si sólo ideaba uno y se truncaba, no me sentiría con fuerzas para empezar de nuevo.
Razoné que cualquiera que fuese finalmente el plan elegido, para todos ellos debería tener un perfecto conocimiento de la casa y de sus alrededores.
Era un complejo formado por una vivienda principal y dos anexos. Uno de los anexos conectaba, a través de una puerta lateral, con el invernadero y un pequeño jardín donde se cultivaban algunas frutas y verduras con las que me alimentaban.
Creo que cumplía más una función decorativa que otra cosa, porque una vez al mes, siempre a la misma hora con la precisión de un reloj, un transporte procedente del exterior me traía la comida que consumía. Comida que consistía en preparados artificiales de apariencia y consistencia uniforme que muy bien podían haber tenido en su composición cualquier verdura, fruta u hortaliza.
En el pequeño anexo junto al jardín era donde se guardaban los robots no humanoides y algunos objetos de poco valor. Decididamente, el edificio nunca había tenido mucho interés para mí y ahora tampoco creía que pudiera serme de ninguna utilidad.
El otro anexo, sin embargo, resultaba mucho más atrayente para mi plan. Era bastante más grande y suponía, aunque no estaba seguro al cien por cien, que allí se encontraba el centro de control de toda la casa. El lugar desde el que se vigilaba y monitorizaba toda la finca. Lo intuía porque merodear por allí estaba totalmente prohibido y todas las puertas de acceso estaban permanentemente cerradas con códigos de seguridad.
Cualquier posibilidad de éxito en mi fuga pasaba por poder entrar en él. Pero lamentablemente, por muchas vueltas que le daba a la cabeza, no se me ocurría cómo.
Por último, estaba el edificio principal que era donde yo me había criado junto a mis robots tutores. Tenía claro que debía ser muy antiguo, aunque no podía imaginar cuánto.
Las paredes exteriores eran de piedra. Un material de color grisáceo, muy duro y resistente que según mis maestros ya no se utilizaba, pero que durante muchos siglos había sido el material base de construcción.
Se había conservado toda la estructura exterior, salvo en algunos puntos en los que había sufrido algún desperfecto por el inexorable deterioro del tiempo. También se había mantenido el complejo entramado de dependencias subterráneas y sus intrincadas conexiones.
Sin embargo, el intramuros había sido remodelado siguiendo los cánones más modernos en diseño de interiores. Funcionalidad y confort habían sido las prioridades de los desconocidos propietarios de la casa.
Sobre la planta calle se alzaban dos plantas más y sobre ellas, una tercera con tejados con buhardillas para favorecer la caída de aguas, en una región en la que eran frecuentes las intensas lluvias.
Desde mi punto de vista, el inmueble era enorme, de dimensiones gigantescas. Imponente, pero sobrio y elegante.
Siempre me había parecido más grande por dentro que por fuera. Y no erraba en la apreciación porque una red de túneles y laberintos conectaba la casa con los otros dos anexos y quién sabia con qué lugares más.
Al igual que había confeccionado hacía ya muchos años un mapa de la finca, también había elaborado, hacía ya muchos años, un plano de los edificios que formaban la mansión. Desde muy pequeño, aquellos pasillos y galerías habían sido fuente de inspiración para mis juegos y fantasías, por lo que los había recorrido y posteriormente plasmado en detallados planos que desgraciadamente había guardado en la memoria de mi querido Yorkshire. Pero ya no podía contar con esa valiosa información porque había sido convenientemente borrada.
Recordaba más o menos los detalles generales. Como el ramal que conducía al río o como los recovecos que conectaban con los sótanos de la casa.
Uno de dichos enlaces comunicaba con una parte del ala izquierda a la que también tenía vetada la entrada. Pero como la información que recordaba me parecía insuficiente, durante dos pacientes meses me dediqué a volver a recorrerlos y a volver a dibujarlos, esta vez en lienzos para evitar soportes informáticos, que me parecían mucho menos seguros.
Al mismo tiempo que me dedicaba a reconstruir los viejos planos, hice un listado detallado de horarios y rutinas de los robots de la casa. Para que mis planes tuvieran alguna posibilidad de éxito era muy importante que mis vigilantes siguieran unas pautas fijas de comportamiento. Y como buenas máquinas programadas que eran, no dejaban mucho margen a la improvisación en su repetitivo trabajo diario.
No les extrañó que solicitase algo tan obsoleto como tela y carboncillo para entretenerme, porque ya me encargué de hacerles creer que dibujar con estos arcaicos utensilios me ayudaba a salir de la depresión y de la apatía.
Aproveché para dibujar la casa por dentro y por fuera, los jardines, los robots, los vehículos de transporte de alimentos y herramientas, las torres de vigilancia y la muralla exterior. En definitiva, todo aquello que me pudiera resultar de alguna utilidad.
Después de mucho pensar y de darle vueltas y más vueltas a las distintas opciones, básicamente y salvo pequeños detalles técnicos, los planes de huida que había pacientemente elaborado se reducían a dos.
El primero, escapar a través del bosque y una vez allí cruzar la muralla haciendo un agujero en la tierra. Y luego, seguir andando camuflado entre los árboles evitando las carreteras hasta encontrar un núcleo urbano.
El segundo, conseguir subirme en un momento de despiste al vehículo de transporte que traía las mercancías e huir escondido entre las cajas vacías de los suministros.
En ambos casos me parecía imprescindible crear una estrategia de distracción. Todavía no había decidido cómo sería dicha maniobra de despiste, pero debería tener entretenidos a los robots para que se descuidaran de sus tareas de vigilancia.
Y en ambos casos, los detalles que podían torcerse y salir mal eran tan numerosos que mejor no pensar en ello.
Al menos, ya no tenía un robot tutor permanentemente pegado a mis talones. Eso me daba, sin duda, alguna opción de éxito.
En el primer plan había muchos elementos sin rubricar, demasiados agujeros sin cerrar. Durante los meses que planeé la huida, fui dejando pistas falsas e incluso excavé un falso hueco por el que supuestamente atravesaría la muralla. Obviamente, el verdadero lugar estaba situado a muchos kilómetros de distancia del fingido orificio.
Crear las falsas huellas me llevó más tiempo del que esperaba, pero me sentía muy orgulloso del derroche de imaginación que había ideado.
Sobre todo de los pequeños manojos programados con rutas incorrectas que les conducirían al orificio trampa socavado en la tierra. Que unido a los jirones de ropa enganchados, las marcas de barro y las ramas rotas deberían montar un fraudulento teatro que les desviase de mi verdadero rastro.
Me internaría en el bosque utilizando los túneles que comunicaban los sótanos de la casa con el ramal que conducía al río. Una vez allí, seguiría paralelo a su cauce hasta dar con un camino que terminaba en el punto elegido del muro.
Me pareció, en mi inocencia, una idea excelente. Y también, en mi ingenuidad, no me inquietó en lo más mínimo qué hacer una vez estuviera en el exterior.
Podía llevar comida para algunos días e incluso conseguir alimento cazando o recolectando por los bosques, al menos en teoría. Pero desconocía la distancia real al núcleo urbano más próximo y cómo buscarme la vida una vez llegase allí.
Y lo más grave, desconocía el hecho de que todos los humanos llevaban una pulsera que les identificaba. Oficialmente, yo nunca había nacido. No constaba en ningún registro, no existía en esa sociedad.
El segundo plan no se libraba de este pequeño inconveniente, al que yo no había prestado demasiada atención por considerarlo un contratiempo sin importancia.
Quizás porque en el fondo no confiaba en conseguir mi objetivo o quizás porque pensaba que si era capaz de salir al exterior, el resto sería pan comido. Ya improvisaría.
Por eso, durante los siete meses que estuve maquinando mi huida, me centré en cómo salir del interior de la mansión y apenas tracé ningún esbozo de lo que tendría que hacer una vez fuera.
Mi principal obsesión siempre fue cómo poder acceder al pabellón desde donde se controlaba la finca. Entrar yo mismo era impensable por lo que se me ocurrió la genial idea de introducir, a través de los conductos del aire, robots insectos de tamaño diminuto que grabaron con absoluta precisión cada recodo y rincón de todas las salas.
Una cosa era tener la información de lo que allí se cocía y otra muy distinta ser capaz de interactuar con las máquinas. Pero era un primer paso importante y me dio mucho ánimo y confianza.
Para tener éxito en mi huida, me di cuenta de que bastaba con crear una situación de caos para confundirlos y desorientarlos.
Bastaba con activar, en varios puntos distintos y simultáneamente, las alarmas de la valla exterior. Que unido a las pistas falsas dejadas por el bosque y por la casa, formaría un esquema tan absurdo y tan poco lógico que los ofuscaría sin saber cómo reaccionar.
Al fin y al cabo sólo eran máquinas acostumbradas a que todo ocurriese según unas pautas establecidas. Y si algo había aprendido en mi corta existencia conviviendo con ellas, es que se atontaban y desconcertaban en cuanto una situación se tornaba ilógica e impredecible.
Finalmente me decanté, y no sin antes haber cambiado varias veces de opinión, por escapar escondido en el vehículo que transportaba las mercancías.
Era un híbrido terrestre aéreo de gran capacidad. Aunque era totalmente automático, en la parte delantera había tres asientos para robots o humanos. La parte posterior era la zona de carga.
Había comprobado que una vez al mes, con una precisión absoluta, el mismo día y a la misma hora llegaba el transporte. Se situaba junto al edificio anexo pequeño y allí descargaba su mercancía por una puerta lateral. Tres horas después recogían, se cerraban todas las puertas y con la exquisita puntualidad que le caracterizaba se volvía a marchar.
Mi idea era tan simple que tenía que funcionar. Consistía en introducirme en uno de los contenedores de comida vacíos, que ya había constatado que quedaban sin vigilancia durante unos valiosos minutos, y esperar pacientemente hasta que llegase a un lugar habitado para abrir la puerta del coche y saltar.
También había programado las medidas de despiste para que se activasen horas después de mi escapada. Y por supuesto, confiaba que en ese espacio de tiempo no hubiesen detectado mi desaparición.
El día elegido me desperté tranquilo y sereno. Muy ilusionado y expectante, atento a cualquier pequeño contratiempo o variación del guión.
Lo que más me inquietaba es que si algo se torcía debería esperar un mes más hasta la llegada del siguiente transporte. Aguante y paciencia no me faltaban pero todo tenía un límite, hasta mi inagotable perseverancia.
A la hora esperada llegó el transporte. Y como había constatado durante meses, los robots cumplieron todas las pautas al pie de la letra. Me introduje en una de las cajas que había contenido la comida y me acurruqué para pasar desapercibido. Sentí como me alzaban y me introducían en el coche.
Yo era bastante ligero pero por un instante sentí un fugaz momento de pánico al pensar que pudieran detectar la diferencia de peso. Al fin y al cabo la caja debería estar vacía. Pero nada ocurrió y todo siguió como lo había planeado.
Esperé pacientemente casi tres horas acurrucado en el contenedor hasta que afortunadamente noté que nos poníamos en marcha.
Estaba radiante, eufórico, no me podía creer que pudiese lograr mi ansiada libertad.
Cuando reconocí el ruido de la puerta de la muralla al abrirse, supe que lo había conseguido. Como el coche era automático, sabía que nadie lo pilotaba y que por fin me hallaba totalmente sólo. Calculé un tiempo prudencial para sacar la cabeza e intentar vislumbrar dónde me encontraba.
Y entonces los vi. Eran dos humanos, un hombre y una mujer. Ellos no me habían detectado, de eso estaba seguro. Debería haberme vuelto a esconder y haber pensado con calma cómo solucionar el terrible contratiempo, pero la curiosidad pudo conmigo. Eran los primeros seres humanos que veía y me quedé sin respiración.
Y, con una falta total de sentido común, me aproximé con mucho cuidado para escuchar la conversación.
—¿Le has visto? —preguntó el hombre.
—Esta vez no, pero me llevo las grabaciones como siempre —contestó ella.
—Julia, no quiero presionarte pero ya deberíamos tomar una decisión.
—Sabes que todavía no estoy preparada —contestó cortante.
—Lo siento, pero es que esta situación se está volviendo insostenible —contestó él en tono conciliador —. Creo que se nos está yendo de las manos.
No tenía ni idea de lo que estaban hablando pero intuí fatídicamente que se referían a mí. Giré ligeramente el cuello para escuchar mejor. Y rocé levemente una de las cajas. Lo suficiente para que ambos se percataran de mi presencia. Lo suficiente para que todos mis sueños se fueran al traste.
El hombre reaccionó instintivamente. Deteniendo el coche y dando la señal de alarma. Yo me quedé inmóvil, inerte, petrificado, sin capacidad de resistencia.
Tiempo después, de aquellos funestos instantes sólo pude recordar dos hechos. El sonido de los vehículos voladores procedentes de la casa y los ojos de la mujer clavados en los míos. Unos ojos que ya había visto antes. El reflejo de mis ojos al mirarme en el espejo.
Y supe, sin atisbo de duda, que aquella mujer era mi madre.
CAPÍTULO VI
Cuando me desperté me encontré tumbado en la cama de mi habitación. No recordaba cómo había llegado hasta allí.
Sólo una leve hinchazón en mi brazo atestiguaba que me me habían inyectado un sedante para poder trasladarme de nuevo a la casa sin oposición por mi parte.
Me levanté con un ligero mareo y salí al patio. Lo más extraño era que todos se comportaban con una normalidad absoluta. Incluso tuve la sensación de que los robots tutores me ignoraban por completo.
Como si de un mal sueño se tratase no había rastro ni del vehículo ni de los dos humanos. Llegué a pensar que todo había sido una pesadilla y que el día elegido todavía no había llegado. Pero el pinchazo era la prueba inequívoca de que mi elaborado plan había fracasado.
Sabía que había cometido un imperdonable error por no haberme quedado inmóvil y que había pagado por ello. Sin embargo, no me sentí culpable ni abatido, sólo algo perplejo y muy cansado.
No podía quitarme de la cabeza aquellos ojos y la certeza de que aquella mujer sólo podía ser mi madre.
A lo largo de los años, mucho había fantaseado sobre ella. Pero a todas mis inquisitivas preguntas, los robots siempre me habían respondido con las mismas mentiras y con las mismas evasivas.
Oficialmente, había sido dado en adopción al nacer y mis invisibles padres adoptivos me habían confinado en la finca para protegerme de unas supuestas enfermedades del sistema inmunitario.
Como si se tratase de un terrible tabú, de mis padres biológicos nunca conseguí obtener la mínima información. Por lo que en mis fantasías infantiles, los imaginé e idealicé a mi verdadero antojo.
Dos semanas después, seguían comportándose como si nada hubiese pasado aunque yo sospechaba que sutilmente algo había cambiado. Paradójicamente, no me restringían los movimientos y apenas me vigilaban.
Incluso, me planteé retomar el plan de escaparme por el bosque. Comprobé que las falsas pistas y el boquete en el suelo no habían sido descubiertos, o al menos eso es lo que yo pensaba. Pero como muy bien había barruntado, si fracasaba no me encontraría con fuerzas para intentarlo de nuevo.
Sin embargo, tres semanas después de mi fallida huida ocurrió un imprevisible hecho que me apartó definitivamente y para siempre de mi aburrida y tediosa rutina.
Cuando le vi me pareció un hombre enigmático y misterioso. Alto, sus ojos eran de un color indefinido, quizás verdes o quizás azulados, de mirada inteligente.
Se dirigió a mí con una sonrisa que, a pesar de mi poca experiencia con humanos y de la extraña impresión que me produjo, me pareció franca y espontánea. Aunque había algo en él que resultaba contradictorio.
Cuando se acercó más a mí, para darme educadamente la mano, supe lo que había en él de discordante. En la base del cuello vi grabado el código que le identificaba, sin lugar a dudas, como un robot.
Nunca había visto nada tan perfecto. Debía ser un modelo mucho más evolucionado comparado con los que yo me había criado.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Daniel y he venido para completar tu formación.
Él se dio cuenta de que no le quitaba los ojos del cuello y preguntó:
—¿Sorprendido?
—Parece humano —respondí bastante confundido.
—Soy un robot, aunque de un modelo, digamos, experimental.
—¿Qué quiere decir con experimental?
—Quiero decir que no salí de una cadena de montaje.
Le observé de arriba a abajo con un descaro absoluto, lo que pareció resultarle divertido.
—Mi diseñador me creó por encargo y dispongo de ciertas mejoras, digamos, fuera de la normativa estándar.
La textura de su piel era increíble, sus movimientos totalmente naturales. Su voz, sus ojos, todo en él parecía humano.
—Digamos —le pregunté con ironía— ¿que se trata de un modelo ilegal?.
No es que yo supiera mucho sobre el tema, pero había leído de la existencia de robots ilegales que se habían modificado para que ellos mismos pudieran auto programarse. Por culpa de aquel artículo se me ocurrió la peregrina idea de alterar el software de mi querido Yorkshire, que tan funestas consecuencias le trajo.
Como si me estuviera leyendo la mente, añadió con sarcasmo:
—Dispongo de un software de auto modificación, tema en el que tú eres experto.
Aquella cosa me tenía fascinado, embobado, aunque estaba claro que debería andarme con mucho cuidado porque sabía demasiado de mí como para poder confiar en él a ciegas.
Me inquietaba si la llegada de tan ilustre personaje pudiera estar relacionada con mi intento de fuga. No podía ser casualidad, ¿o sí?. Estaba hecho un mar de dudas.
—Pero no he venido para hablar de mí —dijo muy serio—, sino para completar tu formación, como ya te he dicho. Ya va siendo hora de que aprendas cómo es realmente el mundo en el que vives.
Estaba totalmente de acuerdo. Ya iba siendo hora de que empezasen a dejar de contar mentiras y a mostrarme cómo funcionaban las cosas en realidad.
Tenía tantas preguntas que hacerle, tantas dudas, tantas verdades a medias sobre mí, sobre mi familia, sobre la casa, sobre mi encierro. Y a la vez tantas sospechas y tantos recelos que me avergüenza recordar que sólo fui capaz de preguntarle:
—¿Usted también come?
No me respondió pero me indicó con un gesto que le siguiera.
—Compruébalo por ti mismo, pero antes quiero enseñarte algo.
Entramos en la casa y nos dirigimos al ala izquierda. Un largo corredor terminaba en una puerta con acceso restringido. Tecleó una clave numérica y la franqueamos. Nunca había estado en esa zona de la mansión. Había imaginado mil formas de entrar, mil maneras de burlar la clave. Había soñado con pasadizos llenos de recovecos que conducían a ese territorio prohibido.
Pero lo que nunca podía haber imaginado era aquel cambio radical, drástico, casi violento en la decoración. La transformación era tan contundente que parecía que toda la vivienda hubiese sufrido una metamorfosis. Como si aquella puerta con código de seguridad nos hubiese transportado a un universo paralelo.
Un hall circular se bifurcaba en varios pasillos repletos de habitaciones. Me las fue mostrando una a una.
Amplias, hermosas, sofisticadas, repletas de bellos muebles y accesorios que se me antojaron distinguidos y exquisitos. De las paredes colgaban tantos cuadros y espejos que no dejaban un centímetro cuadrado libre a la vista.
Sin embargo, el entorno no resultaba pesado ni asfixiante. Se respiraba elegancia y confort. Un lugar para sentirse a gusto.
Si las líneas rectas habían sido la base del diseño de los objetos conocidos hasta ahora, este era sin duda el mundo de las curvas.
Si el blanco, el negro y el gris acero eran los colores que habían marcado mi infancia, de repente descubrí un estilismo donde predominaban colores intensos como el granate, el verde, el marrón, el violeta e incluso el púrpura, que creaban una atmósfera de sofisticación y refinamiento que me recordaban documentales de mis clases de historia.
Para contrarrestar el efecto de estos tonos, se combinaban con detalles en beige y en gris perla que le añadían un toque de calidez sumado al que ya aportaban los suelos de madera.
Al final del tercer pasillo me esperaba lo que yo creí que sería la última sorpresa. El contraste anacrónico me traspasó como una corriente eléctrica.
La decoración no difería demasiado de las salas contiguas, pero en su centro, como por arte de magia, flotaba una pantalla de dimensiones considerables en las que se podía visualizar toda la finca. Parecía estar suspendida en el aire, sin soporte físico que la apoyase. Había leído sobre esa tecnología pero, obviamente no me habían permitido disfrutarla.
—Si te parece bien, éste será a partir de ahora nuestro lugar de trabajo —me dijo con una expresión divertida.
No sabía que los robots tuvieran sentido del humor, pero a éste lo habían programado con cierta inclinación a la ironía. No dije nada, sólo asentí tontamente y me acerqué para tocar suavemente la pantalla.
—Ya va siendo hora de que aprendas a moverte por la red. Y no por ese simulacro de intranet que te han organizado.
No tenía ni idea de a qué se refería exactamente, aunque siempre había intuido que mis viajes por la red en busca de información se habían visto en numerosas ocasiones abortados por un invisible muro que me denegaba el acceso.
Al igual que la muralla que rodeaba la casa me mantenía aislado del exterior, un oscuro parapeto impedía que indagara en ciertos temas escabrosos.
— Verás que hay vida más allá de estas cuatro paredes en las que has crecido. Y no me refiero sólo a las paredes físicas de la casa. Voy a enseñarte a bucear en los auténticos océanos de datos.
Nunca me había sentido tan emocionado ni tan entusiasmado. Nunca me había sentido tan vivo. Por fin, iba a tener respuesta a las preguntas que me habían obsesionado durante años.
—Te daré las herramientas para que encuentres tú mismo las respuestas —me dijo como si de nuevo pudiese leer mi mente—. Pero cada cosa a su debido tiempo.
Fue la primera vez que se lo escuché decir. «Cada cosa a su debido tiempo» era su frase favorita, una especie de muletilla con la que terminaba muchos de sus sabios consejos. Y con el tiempo, también se convirtió en la mía propia.
Daniel me enseñó muchas cosas útiles e importantes a lo largo de los años en los que fue mi mentor, pero una de las más valiosa fue sin duda, a ser paciente y a saber esperar.
—Ven, quiero enseñarte algo más, que creo que te gustará —me dijo indicándome con un gesto que le siguiera.
Le seguí como un perrillo a su amo. Alucinado y deslumbrado por todo lo que estaba descubriendo.
La puerta que abrió no daba a una sala sino que comunicaba con una escalera que bajaba hacia los sótanos. Supuse que conectaba con los pasillos que recorrían todos los subsuelos como una gigantesca telaraña.
Descendimos lentamente, con sumo cuidado, porque la iluminación era bastante tenue y no se veía del todo bien.
El acceso se encontraba de nuevo cerrado por otra puerta, esta vez de madera, con código de seguridad. No hizo falta teclear ninguna clave. Bastó con que Daniel acercase su rostro para que un lector de retina lo reconociese y desbloqueara la entrada.
—Si te gusta este agujero —dijo indicándome que pasara—, haremos que te reconozca a ti también.
Entré en una sala circular de dimensiones considerables. Por su forma me recordó la arquitectura de un teatro. Era un espacio espectacular. Ni en los vídeos de mis clases había visto nada igual.
Me confirmó que originariamente había sido un teatro, más tarde reconvertido para guardar la inmensa colección de libros del dueño de la casa.
El techo estaba cubierto de pinturas de gran realismo. Daniel me explicó que se llamaban frescos y que en estos tiempos era difícil encontrarlas en viviendas privadas.
Eran muy antiguas pero se conservaban excepcionalmente por las magníficas condiciones de mantenimiento de la sala y porque además habían sido restauradas hacía pocos años.
Las paredes estaban repletas de hileras de estanterías que descansaban en los balcones originales del teatro. Nacían en la cúpula decorada del techo y terminaban en los suelos de madera barnizada. Perfectamente colocados en las baldas, miles de curiosos objetos en forma de bloque rectangular de diferentes tamaños, grosores y colores. Y en su interior, finísimas hojas llenas de texto escrito.
Mis tutores nunca me hablaron de ellos. Daniel me explicó que era la forma antigua de fabricar libros y que hace muchísimo tiempo la gente los consultaba en un lugar llamado biblioteca.
—Esto es una biblioteca y te aseguro que actualmente es una de las mejores.
Seguro que sí, y no sólo porque era fantástica sino porque no debían quedar muchas en el mundo. Yo seguía embobado mirando y abriendo libros.
—No sé qué es una biblioteca —le contesté.
—Alguien la definió hace muchos años como un lugar donde puedes perder la inocencia sin perder la virginidad.
Se lo estaba pasando en grande a mi costa, pero no me molestó. Yo era un ingenuo y un inocente, pero no por mucho tiempo.
—Cuidado —añadió con una sonrisa—, las bibliotecas están llenas de ideas. Y las ideas son armas muy peligrosas.
—Entonces —le contesté siguiendo la broma—, aquí tenemos munición para formar un ejército.
Era difícil calcular el número de libros que allí se guardaban porque en semejante formato tan extraño me resultaba muy complicado contar cuántos había en cada uno de los estantes.
Supuse, a ojo, que deberían andar por unos cien mil, pero Daniel me confirmó que sumaban casi tres veces más y que el número exacto se acercaba a los trescientos mil. Sin tener en cuenta, por supuesto, los guardados en formato electrónico.
Tenía, en conjunto, a mi entera disposición una biblioteca de más de medio millón de libros.
—Lo que hace único a este lugar —me explicó—, es que muchos de los volúmenes aquí guardados son copias originales e incluso algunos posiblemente sean las últimas copias existentes.
—¿Se perdieron?
—Más bien fueron destruidos —dijo con pesar.
—¿Y los que quedan están prohibidos? —le pregunté bromeando.
—Por supuesto —me contestó en tono divertido—. Ya te irás dando cuenta de que este lugar es muy peligroso. Hay cosas que ocurrieron hace muchos años que ciertas personas prefieren ocultar y que permanezcan en el olvido.
Llamaba la atención el perfecto orden en el que todo estaba dispuesto.
Los libros estaban clasificados por temas, según me explicó Daniel, siguiendo una antigua nomenclatura, y dentro de cada tema, ordenados por autor de forma alfabética.
—No tendrás tiempo para leerlos todos —dijo con un mueca—, por lo que tendrás que elegir temas y autores.
Por mi expresión de agobio, comprendió que no sabría por dónde empezar.
—Empezaremos viendo los temas que más te interesen y yo te ayudaré a hacer la selección.
—¿Son tan antiguos como parecen?
—Sí, lo son. Algunos incluso más de lo que tú crees. La mayoría son anteriores al éxodo —me dijo mirándome de reojo para calibrar mi reacción.
Mis tutores me habían contado muchos relatos sobre el éxodo. Aquel maravilloso hito de la humanidad en la que el ser humano había conseguido por primera vez alcanzar las estrellas.
Siempre me había fascinado aquella época de la historia, en parte por mi naturaleza fantasiosa y en parte por la cantidad de crónicas heroicas que me habían narrado.
El hombre había vivido un momento crítico por su mala cabeza, por el despilfarro de recursos y por el más absoluto desprecio a la naturaleza.
Pero un grupo de científicos había dado con la solución al gravísimo problema de la superpoblación y había cambiado el futuro de la raza humana.
Nada más y nada menos, habían hallado una docena de planetas en siete sistemas estelares distintos, que habían resultado compatibles con nuestra biología.
Y en un esfuerzo titánico de colaboración científica entre varios países habían diseñado y construido naves capaces de viajar hasta allí.
En un mundo casi agonizante por la falta de alimento y energía, en un mundo incapaz de mantener a una población cada vez más empobrecida y numerosa, la noticia fue la tabla de salvación para miles de millones de personas.
Muchos se apuntaron al viaje sin pensárselo dos veces, pues era lo único que podían hacer si querían escapar a una muerte segura por la guerra o el hambre.
Según me habían explicado mis tutores, la mayoría de la humanidad partió rumbo a los siete sistemas. Y sólo una minoría se había quedado en la Tierra. Más o menos uno de cada diez mil.
Con la drástica bajada de población y con el férreo control sobre la natalidad que vino inmediatamente después, no volvió a producirse ningún problema de abastecimiento ni de falta de recursos energéticos.
Nuestro planeta fue curando lentamente sus heridas con la ayuda de una política sensata y respetuosa con el medio ambiente y con la ayuda de una población dispuesta a hacer todo lo necesario para conseguirlo.
Esa era tal y como me la habían contado, la historia oficial.
Pero por la mirada intencionada que me había lanzado Daniel, algo me decía que en alguno de esos libros iba a descubrir una versión muy diferente.
Recordé, en ese instante, que a mis tutores no les había gustado nada que yo hiciese la pregunta en apariencia inocente de por qué nunca nadie regresó.
—Quiero empezar por los libros de historia — le dije todo convencido.
—Sabia decisión —me contestó con un guiño —. En esta biblioteca aprenderás sobre el pasado y en la sala de de la pantalla flotante, como tú la llamas, sobre el presente. Verás que no se puede comprender uno sin haber interpretado el otro.
En las siguientes semanas, Daniel me hizo una magnífica selección de los libros anteriores al éxodo.
Tenía razón en que había miles, y que eran mayoría respecto a los que se escribieron con posterioridad.
Sin su ayuda hubiese deambulado por la biblioteca sin orden ni control, picoteando por aquí y por allá sin ningún criterio.
No sólo me recomendó los más interesantes sino que también creó una base de datos indexada con los que iba consultando y con los que me recomendaba ojear. Cada libro llevaba asociado un código de coordenadas inventado por nosotros para que me pudiera mover fácilmente por la ingente biblioteca.
Una semana después de no levantarme del sillón de lectura más que para comer, dormir, asearme y poco más, todavía no había descubierto ningún indicio de por qué nadie regresó.
Pero a cambio, había descubierto algo mucho más grave que me había dejado tan perplejo que no sabía qué pensar.
A estas alturas ya me había dado cuenta de que Daniel no pensaba responder a ninguna de mis preguntas. Él solo me guiaba, me indicaba dónde buscar. Quería que las respuestas naciesen de mí para que así yo nunca pensase que me había estado manipulando.
—Tienes a tu disposición una de las mejores bibliotecas del planeta, así que no me des la lata y sigue investigando.
Cuanto más investigaba, más confuso estaba. Seguí tirando del hilo, más allá de los acontecimientos previos a la diáspora, más allá de las guerras de los siglos XXII y XXIII por el control de la energía.
Leí sobre imperios y civilizaciones ya desaparecidas y comprendí que como ya bien suponía, no tenía ni idea de lo que había ocurrido en el mundo.
Me fui adentrando en una historia desconocida para mí y presentí que también para la mayoría de la gente. Descubrí un hecho chocante y sorprendente pero sobre todo terrorífico y atroz, aunque para aquellas personas de la antigüedad parecía de lo más natural.
No sólo morían por accidente, guerra o asesinato, también morían simplemente por la edad. Llegaba un momento en el que se empezaban a deteriorar y pasados unos cuantos años, estaban tan dañados que sus cuerpos simplemente dejaban de funcionar.
Creí entender que era un proceso lento, paulatino, gradual pero implacable. Incluso hubo épocas en las que la mortalidad infantil era tan elevada que resultaba despiadada, épocas en las que la medicina era tan primitiva que apenas llegaban a los treinta o cuarenta años de edad.
Aunque poco a poco fueron mejorando las condiciones sanitarias y se fue alargando la esperanza de vida, seguían sin poder librarse del fatídico final.
Era obvio, que en algún momento de la historia, los científicos habían logrado encontrar el secreto de la inmortalidad.
Pero, por más que busqué, no fui capaz de encontrar referencias claras que me permitiesen saber si aquel maravilloso descubrimiento había tenido lugar antes o después del gran éxodo.
Yo por aquel entonces no tenía ni idea de que a mí me esperaba algo parecido. No tenía ni idea de que en unos pocos años empezaría a notar los primeros síntomas, los primeros indicios.
Y lo peor, no tenía ni idea de que aquello fuese la razón de que me quisieran esconder al resto del mundo, de que aquello fuese la única razón de mi cautiverio.
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Ana Rodríguez Monzón