Impulso de amor – José Olivero Palomeque

Impulso de amor – José Olivero Palomeque

Impulso de amor

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Impulso de amor

Desesperado por la angustia que en ese momento le atormenta, un hombre camina solitario por las calles de un barrio de la ciudad, taciturno, embriagado por un pesar que acuchilla su corazón destrozado.

Sin saber cómo, entra en una casa que le atrae. Resulta ser un burdel. En la antesala, una mujer de mediana edad intercepta su paso y le dirige la palabra. Sus cabellos son de un negro intenso, de ojos grises y de buen parecido físico; muy desenvuelta y diligentemente le pregunta sobre sus deseos.

Este hombre no sabe qué ni cómo responder. Sin ser muy consciente de ello, es conducido a una habitación, previo depósito de una cantidad de dinero. Camina por un pasillo donde varias puertas se encuentran a derecha y a izquierda. Le abren una de ellas, entra como si estuviera desorientado y la cierran. En su interior, una jovencita espera. Es una mujer de unos 20 años, su rostro no es muy bello, pero sus ojos son enormes y expresivos; los rasgos de su cara reflejan la tristeza de verse, tal vez, obligada a formar parte de ese mundo tan cruel como injusto: forzada a prostituir su cuerpo.

La habitación está bien acondicionada, con decorados atractivos y una cama en el centro. Sin apenas mediar palabra alguna, la joven comienza a desnudarse lentamente, de tal manera que evidencia la costumbre adquirida de repetir una y otra vez los mismos movimientos y las mismas escenas.

El hombre siente como un estremecimiento al verse solo ante una mujer desconocida y su mente se cuestiona atormentado: ¿qué hago yo aquí? Súbitamente le ruega a la muchacha que no se desnude; tan sólo desea hablar con ella. Sin tomar seria conciencia de ello, sus sentidos quedan perturbados ante la figura de esta jovencita, creyendo soñar un amor perdido en algún momento de su vida. Por un instante piensa que estos acontecimientos son absurdos, inauditos e incomprensibles; pero son así, reales, tocables con sus manos.

En el transcurso de la conversación afloran temas de amor, de angustia, de desesperación y de gozo, mezclándose asuntos tan dispares como incoherentes. Tal vez dan rienda suelta a la fuga de tantos pensamientos acumulados, de tantos problemas y experiencias vividos; y resultó propicia esta ocasión para estallar, disipándose así la furia comprimida en el interior de ambos.

El resultado de esta experiencia no puede ser más trascendente para ellos. Dos corazones destrozados se ven frente a frente y, sin más complicidad que su cruda realidad, se prometen seguir viviendo y potenciando los posibles resquicios de felicidad que aún mantienen sus respectivas vidas. El problema más inmediato a resolver es salir de aquella situación en la que ella se encuentra.

Durante algún tiempo, la joven continuó viviendo en aquella nefasta casa. Él procuraba estar con ella el mayor tiempo posible. Ella tenía prohibido salir de allí acompañada y sus horarios de calle eran muy restringidos. Aquel habitáculo se convertía en su prisión, destruyendo paulatinamente su vida. Se trataba de un negocio en el que se vendía carne joven para satisfacer el apetito de los compradores.

Las dos alcahuetas que regían aquella “prisión”, bien avenidas en esta trata de mujeres, congeniaron con nuestro personaje, que asiduamente frecuentaba sus habitaciones. Todo sucedía a ráfagas, obsesivamente, sin entender siquiera este hombre si sus vivencias eran sueño o realidad. A veces intentaban ofrecerle la compañía de otras mujeres. Para él sólo existía ella.

La situación era insostenible; por esa razón, decidieron buscar una alternativa que la ayudara a salir de allí. El hombre planteó a las dos rufianas la necesidad que tenía su “compañera” de ausentarse, aunque sólo fuese un día completo, de aquella casa. Discutía y rebatía sus argumentos, insistiendo en que cualquier persona tenía derecho a disfrutar de una jornada de ocio y distracción. El se ofrecía para satisfacer esa necesidad durante la jornada. Aunque parezca ingenuo, convenció a estas veteranas mujeres, que aceptaron su proposición. ¡Qué júbilo para ellos!

Al cabo de un rato llegaron a una mansión bastante grande, de arquitectura neoclásica. Al traspasar la puerta, se encontraron con un hermoso jardín, de ambiente sereno, limpio y ordenado, que invitaba a meditar en sus verdes alfombras naturales. Subieron a una terraza después de pasar a través de pasillos y escaleras estrechas.

Disfrutaban de una profunda y animada charla, con expresiones tiernas y amorosas. Sus besos y abrazos se fundían en un mismo pensamiento: amar. La intensidad de sus sentimientos arrojaba el fuego divino del amor, sentido con la pureza de dos corazones necesitados de felicidad. Su amor no era carnal; un espíritu de liberación y de estremecedores impulsos sobrenaturales trascendía hacia un éxtasis de difícil descripción. La comunicación interior tenía más fuerza que el propio contacto de sus cuerpos.

Inesperadamente, este encanto natural se rompió con la presencia de tres hombres. Uno de ellos, de avanzada edad, iba sentado en una silla de ruedas; otro fue reconocido por el compañero de la joven; el tercero no sabía quién era. La aparición de estos tres hombres fue tan brusca como inoportuna. Buscaban a la joven mujer: con una brutal crueldad la reclamaban para que hiciera compañía al hombre paralítico, el que iba en la silla de ruedas. Al parecer, en algún momento, ella fue su amante, aunque se tratara de un hombre muy mayor.

Fue tal la indignación y la consternación que produjo en nuestro hombre este atrevimiento, que volcó toda su furia contra los tres intrusos, arremetiendo con golpes violentos y gritando sin cesar que su compañera ya no era una mujer pública, que su vida era propia, de ella, y que despreciaba todo aquello que no fuese la expresión de sus sentimientos, sentimientos que ahora volcaba hacia su hombre amado, él mismo.

Su agresividad tomó tal encono que los visitantes se marcharon magullados y heridos por los golpes recibidos. Mientras tanto, la muchacha, acurrucada en un rincón de la casa, estaba asustada, su temor la hacía temblar y sudaba de terror. Temía por su libertad, por su nueva visión del mundo, por el nuevo sentido que adquiría su vida, por su amor…

Al fin, nuevamente solos. Una vez que el ambiente recuperó la tranquilidad, sus ánimos se serenaron. Sin pronunciar palabras, sus corazones gritaban de gozo y alegría. Un profundo abrazo selló el triunfo de su defensa por la libertad conseguida. Se hicieron grandes promesas. La más importante, no separarse jamás. Era un torrente de sinceridad, un manantial de felicidad, un arroyo transparente que descubría la profundidad de sus sentimientos. Era, en definitiva, el correr ininterrumpido de una vida llena de esperanza.

Este personaje se sentía orgulloso; la reacción que había tenido ante la presencia de los extraños le llenaba de satisfacción. Había defendido a una mujer, a su amada. Había luchado por ella y por su libertad. La expresión de su rostro reflejaba el gozo de un deber cumplido. Ese abrazo, abrazo eterno que culmina en la entrega de dos seres que han llevado una existencia débil, llena de dificultades, de problemas y angustias encuentran, ahora, una nueva razón para seguir viviendo.

Me despierto y miro a mi alrededor. Estoy solo. Todo está sereno. La habitación apenas está iluminada por unos rayos de sol que penetran por las rendijas de la ventana. ¿Estoy soñando? ¿Qué me ocurre? Es sueño o realidad. No lo sé… Todo permanece vivo en mis sentidos. Durante un largo rato no dejo de preguntarme lo mismo: ¿Qué ha sido esta experiencia? Tan intenso ha sido el impacto que estas escenas han dejado en mí, que unas lágrimas brotan de mis ojos y una sonrisa se me escapa, sin saber la razón.

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José Olivero Palomeque

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