Frida Kahlo y la construcción de la identidad
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Frida Kahlo – «Las dos Fridas» [1939 – Museo de Arte Moderno – Ciudad de México]
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¿Hasta qué punto los objetos de los que nos rodeamos construyen nuestra identidad? ¿No será esta la razón por la que somos tan cuidadosos con sus elecciones? Al fin y el cabo van componiendo la imagen con la que nos identifican y reconocen los otros. Este es el tema de la exposición Frida Kahlo: Making Her Self Up del museo Victoria & Albert de Londres, el más grande del mundo sobre diseño y artes decorativas.
Se muestran casi 200 objetos de ella con los que vistió, curó e iluminó su cuerpo y su vida. Y con los que construyó su frágil y poderosa identidad hasta convertirse en un mito, en una figura del arte, en un icono feminista. Son aproximadamente el mismo número de objetos que de pinturas realizó a lo largo de su vida, en la mayoría de las cuales aparece ella, dolorida a la vez que autosuficiente con su pintoresca y personalísima forma de adornarse y ser: “Me pinto a mí misma porque estoy a menudo sola y porque soy el tema que mejor conozco”.
Acerca de su soledad, no dudo, pero ¿era ella el tema que mejor conocía o lo que mejor hubiera querido conocer? ¿No pintaba precisamente para conocerse e introducir el bisturí en los lugares de su cuerpo y de su alma que más gritaban? La curadora de la exposición, Circe Henestrosa, ha declarado: “Al personalizar estos objetos los convertía en parte de su atuendo. Los incluyó en su arte y estilo como algo esencial, casi como una segunda piel”.
Me atrevería a ir más allá: estos objetos que hacía suyos como lo más íntimo de sí eran algo más que una segunda piel; al igual que su arte, eran rituales con los que se abrigaba y se protegía de las innumerables inclemencias de la existencia. Carlos Fuentes escribió: “La ropa de Frida Kahlo era algo más que una segunda piel. Ella misma lo dijo: para ella, vestirse era una manera de prepararse para el viaje al Cielo. Acaso sabía que las máscaras antiguas de Teotihuacan, maravillosamente aderezadas en mosaico, debían cubrir los rostros de los muertos, a fin de darles una cara presentable en el camino del Paraíso”.
En su penetrante y espléndido retrato literario reunido en Historias de mujeres, Rosa Montero sostiene que Frida poseía una maravillosa puesta en escena: “Trenzaba sus cabellos con cintas de raso, flores, terciopelos; y se adornaba con pesadas joyas precolombinas o coloniales. Vestirse era para ella una expresión artística más; entre acicalarse frente a un espejo o pintar uno de sus autorretratos no debía de haber mucha diferencia. En las dos actividades se construía a sí misma”.
Su vida, relativamente breve (1907-1954), si es que el sufrimiento puede ser breve, fue de todo menos fácil. A los seis años padeció poliomielitis, que la dejó nueve meses en la cama: “Recuerdo un dolor insoportable en la pierna derecha”. De ahí arrastrará una leve cojera y una pierna derecha más delgada que la otra, con lo hipersensible que es la adolescencia a las asimetrías. Doce años más tarde, de camino en autobús hacia la escuela, un tranvía colisionó, y Frida apareció semidesnuda entre los hierros: “el pasamanos la había empalado (la barra entró un costado y salió por la vagina”.
Así se partió la columna por tres sitios, se rompió la cabeza del fémur y las costillas, se fracturó tres veces la pelvis y once veces las piernas, y se aplastó el pie derecho (aquel que padeció la polio). Años después se casaría con el pintor más famoso de México, Diego Rivera, con el que mantuvo una relación tormentosa. Ella tenía 22 años, él, veinte más. Se madre se opuso, pero fue imposible. Luego padecería cuatro o cinco abortos (su pintura-ritual sobre este trauma es desgarradora). Acabaron practicándole más de treinta intervenciones quirúrgicas. Y esas no fueron todas sus heridas.
Compuesta por sucesivos autorretratos, su obra es una suerte de autobiografía velada por símbolos, con sus obsesiones, delirios y fantasías en busca de una catarsis. Quiso estudiar medicina, y aunque no lo consiguió, fue pintora-curandera. “Creían que yo era surrealista, pero no lo era. Nunca pinté mis sueños. Pinté mi propia realidad”. La que fue y no fue y pudo haber sido.
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Sebastián Gámez Millán
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