Homenaje a Federico García Lorca con motivo del centésimo vigésimo aniversario de su nacimiento – 5 de Junio de 1898 – 5 de Junio de 2018 – I / El duende de Lorca a la luz de la luna – Sebastián Gámez Millán

Homenaje a Federico García Lorca con motivo del centésimo vigésimo aniversario de su nacimiento – 5 de Junio de 1898 – 5 de Junio de 2018 – I
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El duende de Lorca a la luz de la luna
I – La criatura y su obra.
Desconsolados por la muerte de un pajarillo que tenían en casa, dos niños vecinos le comunicaron al poeta la desgracia. Federico, conocedor de la importancia del asunto para los chiquillos, les dijo que se preparasen para una misa que celebrarían por la tarde. Mientras tanto construyó una caja hecha a la medida del pajarillo y luego, vestido de cura, ofició ante los dos la ceremonia de la despedida que merecía el pajarillo. Es una de las anécdotas que nos contaron hace unos veinte años, cuando yo era alumno del instituto donde ahora trabajo, en una visita a la casa natal de Fuentevaqueros.
Aunque no ignoro que es la obra, y no la persona, lo que nos debe importar, no sé qué con qué me quedaría antes, si con su obra o la criatura encantadora de la que brotaba aquella. Esta, que es a la vez confesión y máscara, como sublimación cultural de las heridas y deficiencias de la vida, es más perdurable. Y, salvo contadas excepciones, la imagen de sí desprendida de la obra es bastante superior al “yo social”. Pero en el caso de Federico la criatura y la obra están a la par. He ahí también el duende que no deja de cautivarnos. Escuchemos algunos testimonios esclarecedores acerca de ello:
“De todos los seres que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama”.
Es lo que declaraba en sus memorias, Mi último suspiro, su compañero en aquella mítica e irrepetible Residencia de Estudiantes de Madrid, su amigo Luis Buñuel, que fue uno de los grandes cineastas del siglo XX, y que debió de conocer a no pocas personas extraordinarias a lo largo de su vida. Es de sobras conocida la versatilidad y la gracia de Federico tocando el piano, recitando, interpretando, dibujando… Hasta el punto de que, como reconocía Jorge Guillén, la presencia del poeta inundaba y contagiaba el espacio donde se encontrara, creando un tiempo, un clima, un estado de ánimo:
“Federico nos ponía en contacto con la creación, con ese conjunto de fondo en que se mantienen las fuerzas fecundas, y aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial, una transparencia de origen entre los orígenes del universo, tan recién creado y tan antiguo. Junto al poeta –y no solo en su poesía– se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: ´hacía…Federico`” (Prólogo a las Obras completas I, Federico García Lorca, Madrid Aguilar, 1975, p. XV).
El testimonio de Luis Cernuda, cuyo juicio procuró a menudo que fuera apartado e independiente del resto, sigue en la misma estela: “A nadie he conocido que se hallara tan lejos de ser una imagen convencional como Federico García Lorca. Ni siquiera podíamos pensar que un día lo fijase la muerte en un gesto definitivo. Estaba tan vivo, estremecido por el vasto aliento de la vida, que parecía imposible hallarlo inmóvil en nada. (…) se hablaba de él como alguien dotado de esa cualidad indefinible que los españoles, o mejor dicho los andaluces llaman ´ángel`. (…) Es un estado de gracia profano, una rara mezcla de cualidades celestes y demoníacas que brotan en una persona y la rodean como un halo. En mayor o menor grado algunos españoles tienen ángel, pero nadie ha hecho de esa cualidad algo tan elevado, depurado y excepcional como Federico García Lorca” (Luis Cernuda, “Federico García Lorca (Recuerdo)”, reunido en L. Cernuda, Ensayo y crítica, Obras completas III, Barcelona, RBA-Instituto Cervantes, 2007, p. 152).
Curiosamente, Cernuda repara en 1938 en un aspecto de la personalidad de Lorca que contrasta con su legendaria alegría y a la vez ofrece claves interpretativas de su obra: “El público no sabía que Federico García Lorca, aunque pareciera destinado a la alegría por su nacimiento, conociese tan bien el dolor. Pena y placer estaban desde tan lejos y tan sutilmente entretejidos en su alma que no era fácil distinguirlos a primera vista. No era un atormentado, pero creo que no podía gozar de algo si no sentía al mismo tiempo el roce de una espina oculta. Ésa es una de las raíces más profundas de su poesía: el ´muerde la raíz amarga` que en diferentes formas y ocasiones vuelve como tema de ella” (L. Cernuda, op. cit., 2007, p. 153).
Esta impresión coincide con la que tengo para mí como la más penetrante observación acerca de la personalidad íntima de Federico García Lorca, que se la debemos a su amigo el poeta Vicente Aleixandre, escrita en 1937: “Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave lleno de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo” (Vicente Aleixandre, “Evocación de Federico García Lorca”, recogido en Los encuentros, V. Aleixandre, Antología esencial, Barcelona, Orbis, 1983, pp. 201-202).
El hispanista Ian Gibson cita estas palabras de Aleixandre en el vasto retrato del poeta: Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (2003, Madrid, ABC, pp. 532-533), la biografía más completa con la que contamos, no la definitiva, como en ocasiones se dice en un acto irreflexivo, pues aunque muriera hace ya tantos años, la biografía, como la historia, no se termina de escribir. Y más aún cuando su trágica muerte lo elevó ya para siempre a la categoría de mito.
II – La poesía, el misterio de las cosas y la luz de las palabras
“La poesía es algo que anda por las calles. Que se mueve, que pasa a nuestro lado. Todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas. Se pasa junto a un hombre, se mira a una mujer, se adivina la marcha oblicua de un perro, y en cada uno de estos objetos humanos está la poesía” (Federico García Lorca). Se diría que la poesía está en todo, tan solo se requiere saber palparla, sentirla. Aunque no todas las personas la perciben con la misma frecuencia e intensidad, sospecho que percibir la poesía de las cosas que nos rodean es algo relativamente común; acertar a expresarla por medio de la palabra o de otro lenguaje es ya labor de poetas y artistas.
Un buen conocedor de su obra, Mario Hernández, ha señalado que “la obra entera de Federico García Lorca, del Romancero gitano a Bodas de sangre, Doña Rosita la soltera, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Seis poemas galegos o Diván del Tamarit, está atravesada por un profundo sentido de lo popular, que atiende tanto a saberes, creencias y sentimientos como al modo de celebración de la vida (y la muerte) en las manifestaciones folclóricas de toda la Península” (El País, Babelia, 13/08/2016, p. 2). Esta idea, que por un lado es cierta, contrasta con una declaración de Lorca de 1933: “Mi arte no es popular. Yo nunca he considerado que lo sea. El Romancero no es un libro popular, aunque lo sean algunos de sus temas. Pero la mayor parte de mi obra no puede serlo, aunque lo parezca por su tema, porque es un arte, no diré aristocrático, pero sí depurado” (citado por Francisco Umbral, Lorca, poeta maldito, Madrid, Bruguera, 1977, p. 203).
Que se nutra de las raíces populares y que incluso llegue a ser popular entre el público, ¿convierten la obra de Lorca en “popular”? Sí y no. Puesto que el estilo del autor del Romancero gitano es tan personal que en vez de folklórico, según la atinada fórmula de Ramón J. Sender, es “folklorquismo”. Es decir, al recibir esas raíces populares pasan por él e inevitablemente las transforma y hace suyas de tal manera que a veces resulta difícil y hermético.
Lorca es un poeta tan original que imitarlo condena al fracaso. Tal es una de las principales razones por las que, a pesar de su indudable genio, no ha tenido, al menos en la poesía española, la influencia que cabría esperar, comparado con otros integrantes de la llamada Generación del 27, como por ejemplo Luis Cernuda, que influirá poderosamente en sucesivas oleadas de recepciones sobre el grupo Cántico (Pablo García Baena, Vicente Núñez, Ricardo Molina…), la Generación del 50 (Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, José Caballero Bonald, Francisco Brines, Ángel González…), del 60 (Juan Luis Panero…), la de los Novísimos (Guillermo Carnero), posteriores a ellos, como Luis Antonio de Villena… e incluso en la denominada poesía de la experiencia (Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes…). Quizá por eso influencia de Lorca ha sido mayor entre poetas de otras lenguas: pienso en Derek Walcott, Leonard Cohen…
¿Dónde reside la dificultad y el hermetismo de la poesía de Lorca? A mi entender, en dos características esenciales. Por una parte, como ha demostrado Carlos Bousoño, en el excepcional uso del símbolo, que multiplica los significantes de la palabra y enriquece las interpretaciones del texto. Como muestra, el siguiente ejemplo: en sus Estudios sobre la poesía española contemporánea, un lector tan sensible, exquisito y competente como Luis Cernuda, contraponiendo el hermetismo de la poesía de Lorca frente a su “popularidad”, se pregunta qué significan estos versos:
“¿Qué alfiler de cactus breve
asesina tu cristal?”
A lo que responde: “en diferentes ocasiones he tratado de averiguar el significado de ellos, y he consultado a amigos que pudieran ayudarme en la averiguación, sin resultado satisfactorio. Y ése es solo un ejemplo, entre otros que pudiera citar de oscuridad semejante; aunque por haber conocido al poeta, no me sea extraño el valor simbólico que para él tenían ciertas palabras y expresiones, clave que me permite descifrar pasajes de su poesía, los cuales de otras manera me resultarían tan impenetrables como el que he citado antes” (L. Cernuda, Estudios sobre la poesía contemporánea española, Madrid, Guadarrama, 1975, pp. 169-170).
Una de las principales ventajas expresivas del símbolo respecto a la palabra corriente o lexicalizada es que puede adaptarse a múltiples lecturas, enriqueciendo las interpretaciones y sentidos. La ambigüedad es riqueza expresiva, y Lorca logra captarla en su lenguaje, y con ella nos aproxima a las ambivalencias y al misterio de la vida. Los símbolos nos llevan a emocionarnos aunque no sepamos a ciencia cierta a qué se refieren. Acaso lo intuimos, pero en todo caso permanecen indeterminadas y abiertas sus posibles lecturas.
Es bien sabido que fue la poesía francesa moderna, desde Baudelaire, pasando por Verlaine y Rimbaud, hasta especialmente Mallarmé y Valéry, los que desplegaron esta corriente simbolista de la poesía. Llegó a España por medio de Rubén Darío, que contagió a Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, padre y madre respectivamente de la llamada Generación de Plata. No es fortuito que tanto Mallarmé como los miembros de esta espléndida generación tuvieran a Góngora como uno de sus reconocidos maestros, ya que el autor de Soledades elevó la palabra a símbolo con un hermetismo y una gracia incomparables (Hugo Friedrich comparó la oscuridad de Góngora y Mallarmé en H. Friedrich, Estructura de la lírica moderna, trad. Joan Petit, Barcelona, Seix Barral, 1974, pp. 156-158).
La segunda característica que hace que la poesía de Lorca sea en no pocas ocasiones oscura y hermética se encuentra vinculada a su concepción moderna de esta: “poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio”. Esta unión insospechada de palabras está lejos del ideal del obstinado rigor, de la claridad y la precisión, propia de la razón matemática-científica de la modernidad. Se encuentra más próximo a lo que formuló Lautréamont: “El casual encentro entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, imagen que se convirtió en una de las fuentes de procedencia de las vanguardias y en concreto del surrealismo.
A diferencia de la denominada poesía intelectual, pongamos la de un Borges (el que por cierto consideraba a Lorca un poeta menor), aquí la unión de palabras no tiene tanto el propósito de explicar o aclarar como de teñir de ambigüedad y revelar la vida secreta y oculta de los fenómenos que nos rodean. Lorca no es de esos escritores que adjetivan brillantemente, como un Borges, un Caballero Bonald o un Manuel Alcántara, sino alguien que alumbra y roza el misterio del mundo asociando palabras. Lorca era un experimentador de la lengua, un creador de expresiones. Antes que discursivo, su genio es intuitivo (convendría recordar aquí lo que Kant escribe en los parágrafos 46 y 47 acerca del genio y lo inconsciente en I. Kant, Crítica del discernimiento, trad. R. Rodríguez Aramayo y Salvador Mas, Madrid, Antonio Machado, 2003, pp. 273-278; aunque el concepto de “genio” sea romántico y, por consiguiente, con frecuencia sea magnificado, Kant no es el único que lo emplea en este sentido. Uno de los más destacados críticos de literatura y arte en lengua inglesa, William Hazlitt, escribió: “La definición del genio dice que este actúa inconscientemente, que quienes han dado vida a obras inmortales lo han hecho sin saber cómo ni por qué. El más alto de los poderes obra de modo invisible, y ejecuta su tarea esencial con tan poca ostentación como mucha dificultad”, en “¿Es el genio consciente de sus poderes?”, reunido en W. Hazlitt, Ensayos sobre el arte y la literatura, introducción, selección y traducción de Ricardo Miguel Alonso, Madrid, Espasa, 2004, p. 173).
III – “Escuela de llanto y de risa”
Quizá por su condición homosexual, rechazada en una sociedad opresiva y opresora, aspecto que a menudo resalta Ian Gibson en su mencionada biografía, Lorca desarrolló de manera más acentuada por medio de la soledad de la incomprensión y el sufrimiento una empatía y sensibilidad especial para ponerse en el lugar de los otros, sobre todo de los reprimidos, ya fueran mujeres, gitanos o negros; y contra los represores, la guardia civil de aquella España (pensemos en el Romancero gitano), el autoritarismo y la hipocresía de la iglesia (pensemos en “Grito a Roma”), la rigidez y el encorsetamiento de viejas costumbres (pensemos en casi todo su teatro) o el capitalismo deshumanizador: “Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato”, escribe en “Nueva York. Oficina y denuncia”.
A lo largo de su obra aparecen multitud de temas, pero si tuviera que sintetizarlos en dos líneas diría: la represión de la vida y, en concreto, del erotismo del cuerpo en su sentido más amplio (pensemos en algunas de sus obras teatrales más reconocidas, como La casa de Bernarda Alba, Yerma, Bodas de sangre, Así que pasen cinco años…). Y otro tema universal que atraviesa su obra entera es el impulso erótico-tanático, el amor y la muerte, presentes en casi todos sus dramas y en no pocos de sus más intensos, desgarradores y memorables poemas, como “Romance sonámbulo”, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías o algunos Sonetos del amor oscuro. En Lorca amor, vida y muerte se cruzan y entrecruzan continuamente, mirándose los ojos desafiantemente, hasta el punto de que parecería que de modo paradójico la vida más plena se encuentra cerca de la muerte: “Amor de mis entrañas, viva muerte” (“El poeta le pide a su amor que le escriba”, en Sonetos del amor oscuro).
Rafael Martínez Nadal indicó este asunto: “La ecuación final, amor : muerte o muerte : amor, es lo que da a su poesía amorosa, posterior al libro de Canciones, tan inconfundible y grave intensidad”, en “El último Lorca: amor y muerte”, reunido en Francisco Rico, Historia y Crítica de la Literatura Española, Vol. 7 Víctor García de la Concha, Época Contemporánea: 1914-1939, Barcelona, Crítica, 1984, p. 403. Lo que no indicó este es que el tema del amor y la muerte atraviesa buena parte de la literatura y el arte Occidental. Se ha publicado recientemente un importante estudio sobre este asunto, el de David Pujante, Eros y Tánatos en la cultura Occidental. Un estudio de tematología comparatista, Barcelona, Calambur, 2017, que aborda desde múltiples perspectivas (filológica, teoría literaria, antropológica, filosófica… diversas manifestaciones artísticas, principalmente literarias, pero también musicales y pictóricas.
Su talento dramático es incuestionable. A pesar de su corta vida, truncada por esa muerte fatal que todos (des)conocemos, en su época hay pocos dramaturgos en nuestra lengua que lo superen a la hora de crear un teatro que hunda sus raíces en la tradición y a la vez sea innovador, a excepción de Ramón María del Valle-Inclán que, junto con Lope de Vega y Calderón de la Barca, son tal vez los mayores talentos dramáticos de nuestro idioma. Mas no es un dramaturgo “popular”, a pesar de que alcanza el aplauso del pueblo: fusiona de nuevo elementos populares y vanguardistas, folklorquizándolos, recreando y regenerando la vanguardia de la tradición.
Y si bien no era propiamente un intelectual, sino más bien un genio intuitivo, no conozco definiciones tan certeras de teatro como la que nos proporcionó:
“El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento (ya que) el teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu (…) no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama ´matar el tiempo`” (F. G. Lorca, “Charla sobre teatro”, reunido en F. G. Lorca, Obras completas I, Madrid, Aguilar, 1975, p. 1178).
Ciertamente, el teatro es escuela, por tanto, espacio de aprendizaje, no para “matar el tiempo”, como se denuncia al final de esta cita, no mero entretenimiento, como se ha degenerado a menudo la cultura en la actualidad. Y es “una escuela de llanto y de risa”, certera metáfora preposicional con dos metonimias que condensan dos rasgos antropológicos específica y universalmente humanos: el llanto, símbolo de la tragedia y el drama, y la risa, símbolo de la comedia. Asimismo, el teatro, en otra preciosa metáfora, es “una tribuna libre” para que los seres humanos revisen y sometan a crítica las tradiciones de las que provenimos, y distingamos con la virtud en la mirada las conductas ejemplares de las que no lo son.
A continuación parece que alude al iusnaturalismo, esto es, a la concepción filosófica de acuerdo con la cual el fundamento de las leyes se encuentra en la estructura antropológica del ser humano. Sin embargo en este caso lo distintivo no es tanto la razón, sino antes bien los sentimientos, esas “normas del corazón”. ¿Acaso no somos seres sintientes antes que racionales? Es cierto que no podemos prescindir de la razón, por medio de la cual nos desarrollamos y completamos. Pero la razón estaría ciega y sorda si no fuera por los sentimientos: habla a través de ellos. Este es otro tema que recorre de cabo a rabo la obra de Lorca.
Por último, en forma de metáforas, alude a la dimensión social e histórica del teatro, a su capacidad para captar el espíritu del tiempo y la condición humana en su diversidad. No sé si es la primera, la segunda o la tercera virtud de la obra de Lorca, pero como señalara Jorge Guillén, su obra “nos reconcilia a todos, nos pone a todos de acuerdo” (J. Guillén, prólogo a F. G. Lorca, Obras completas I, Madrid, Aguilar, 1975, p. LII). Y esto es cuanto le seguimos debiendo.
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Sebastián Gámez Millán