La máquina y el Capital – Apuntes para una nueva historia de la Historia – I – Isabel Guerra Narbona

Apuntes para una nueva historia de la Historia – I
La máquina y el Capital
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I. Europa en la Historia
La historia de Occidente y de la gran ciencia que nos construye cada día la era moderna es, en realidad, la historia de la destrucción de la Vida en nuestro planeta, y, por eso, nuestro progreso no es más que un mito que se ha quedado divagando entre la esperanza de un mundo digno de dioses y la desesperación que causa el saber que convivimos con la aniquilación de lo sagrado, y que, tal vez, seamos nosotros mismos, con nuestro afán de superarnos, los que lo hemos provocado. Porque, ciertamente, la destrucción de la vida animal y vegetal y la contaminación de la atmósfera son la manifestación física de un proceso histórico y cultural que yo misma, en estos últimos años, he llamado la desmitificación de la Vida, y que tiene que ver, precisamente, con el hecho de que la subjetividad europea, a partir del siglo XVII, haya dejado de concebir al cosmos y a la Naturaleza como entidades sagradas, y las empezara a percibir como si fueran máquinas, simples relojes a los que fácilmente se les puede cambiar la hora, si con ello se logra llegar puntual a la era civilizatoria y dominadora de la Historia.
Europa, la Gran Europa de las eternas luces, de la Razón elocuente y tenaz, no es más que un mito, una historia fabulosa que ha sembrado de cadáveres y de miseria el planeta, y lo ha cubierto de profundos ríos de sangre que no dejan de fluir por los cauces del mundo. A pesar de todo lo que durante siglos se ha escrito sobre ésta con tanto decoro y fanatismo, a partir de la Ilustración y del romanticismo del siglo XVIII, lo cierto es que nunca fue como nos contaron esos pretensiosos libros de Historia, cuyo fin no era otro que vanagloriarse de una realidad adornada por un ego venido de una subjetividad que se sentía privilegiada y con el legítimo derecho de dirigir el destino de toda la Humanidad hasta la misma incertidumbre, si esto, de alguna manera, le beneficiara o le resultara de su agrado. En cierto modo, Europa nunca tuvo la sabiduría de los pueblos que fueron sometidos por ella, cuando se alzó hegemónica sobre las demás naciones del mundo, y las dominó hasta la muerte o la esclavitud absoluta. No era muy superior, aunque sí, en cambio, lo debió de ser en violencia y crueldad. Pero, realmente, aunque nos cueste asumirlo, porque hemos nacido de su vientre legendario, a la grande Europa nunca le interesó demasiado el conocimiento más que para dominar en el arte de la guerra y de la conquista a los que ella había considerado sus enemigos.
En los primeros siglos de nuestra era, parte del territorio que ahora lo ocupa la Europa moderna estaba atravesando una situación de gran decadencia científica debido, principalmente, a la inestabilidad política que había dividido el Imperio romano en oriental y occidental, tras la muerte de Teodosio, en el 395. El resultado no podía ser peor: el colapso de un gobierno y la desaparición de la vida urbana habían decantado en un periodo que parecía interminable, de verdadero estancamiento científico. Tiempo después, triunfaría el cristianismo, y la Iglesia se dedicó durante algún tiempo a reclutar reconocidos sabios y pensadores para llevar a cabo ciertas actividades misioneras y doctrinarias. El honor no estaba regido por el avance en conocimientos de los fenómenos naturales, sino más bien se quedó atrapado en los objetivos intransigentes de la Iglesia, y esto se apreció enormemente en un desprecio casi absoluto a la filosofía y ciencia de los antiguos.
En el siglo VI, existieron algunos cristianos que se interesaron por las ciencias, y fue, precisamente, a través de la tradición enciclopédica y de compendios, centrada básicamente en los logros científicos de la Grecia clásica, que pudieron acceder al conocimiento. De ese modo, asimilaron sus tratados adaptándolos a las exigencias del mundo romano. Sin embargo, no mostraron mucho interés por la ciencia teórica y abstracta, y aunque llegaron a desarrollar sus propios compendios, estos resultaron ser de menor riqueza que los de los griegos y, además, estaban inspirados en ellos. En Cuestiones naturales, Séneca se valió de los escritos de Aristóteles, Posidonio y Teofrasto para explicar temas geográficos y fenómenos meteorológicos. Cabe señalar, como bien apunta Edward Grant, miembro de la Academia Internacional de Historia de la Ciencia en París, que aquella obra había trasmitido a la Edad Media una dimensión reducida de la Tierra, lo que había motivado a Colón y a otros de su época a pensar que los mares eran tan estrechos que podían ser fácilmente navegables. Plinio el Viejo había redactado su Historia natural, constituida por 37 libros, pero fue escrita gracias a que el autor había consultado más de dos mil volúmenes escritos por unos cien pensadores antiguos.
Comenta Grant que los autores enciclopédicos utilizaron los compendios como un repositorio de informaciones de propiedad pública al que se podían saquear, embellecer y readaptar a fin de adecuarlos a sus propósitos. De esta manera, los trabajos científicos y los comentarios de figuras como Platón, Aristóteles, Arquímedes, Teofrasto, entre otros muchos, fueron realmente citados en los compendios como si el recopilador poseyera un conocimiento directo de ellos. No obstante, el recopilador no sólo no estaba realmente familiarizado con los grandes pensadores de la Antigüedad, sino que también se limitaba a repetir lo que algún otro redactor había expresado, en muchos casos de manera distorsionada y hasta extravagante. Esto demuestra de alguna manera que la gran Europa estaba muy alejada de la ciencia griega, y le era imposible elevarse por encima del nivel de las enciclopedias latinas. Ahora bien, a diferencia de la decadencia europea, el mundo árabe de los siglos VIII y IX ya controlaba y traducía gran parte de la ciencia griega, a la vez que sus sabios pensadores iban incluyendo sus propias aportaciones a todo ese gran legado milenario. En efecto, en el 820 d.C. se publicó un tratado de álgebra de Mohamet Ibn-Musa de gran trascendencia, que sería traducido después, en el siglo XVI, por Europa. Aristóteles fue estudiado como el gran metafísico y lógico en Bagdad mucho tiempo antes de ser traducido en latín por la España musulmana. Era pues evidente que el mundo musulmán estaba mucho más adelantado que aquella en cuestiones de astronomía, química, medicina y óptica. En este sentido, Europa no podía alcanzar el estatus de otros pueblos porque antes de explotar nuevos conocimientos tenía primero que estar motivada y sentir un interés más comprometido por la ciencia, cosa que en ese momento no fue posible por su clara inferioridad intelectual.
Durante la alta Edad Media, el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) vino a ser el núcleo central del conocimiento científico de Europa. Pero aún así, un profundo oscurantismo científico había calado su columna vertebral durante largo tiempo. Y aunque en el siglo XI tuvo lugar el retroceso de los musulmanes en España y su total derrota en Sicilia, y la Europa cristiana había aprovechado ese vacío de poder para poseer los grandes centros de erudición arábiga y aprovechar así todo su potencial intelectual, lo cierto fue que la vieja Europa no fue más que la sombra de un gigante que todavía caminaba unos cuatrocientos años mucho más adelantado en la Historia.
II. Europa, “secundaria y aislada”
Existe un gran error histórico que le viene acompañando al hombre europeo hasta el presente: creerse poseedor de la universalidad de la historia. Esta idea forma parte de su subjetividad moderna, pero no es cierto que Europa como tal hubiera sido algo así como la cuna de lo civilizatorio y del futuro progreso de la humanidad desde siempre. Europa ni fue el comienzo ni el fin de la Historia universal, como había advertido el gran Hegel desde su propio eurocentrismo alemán. Existe otra versión de los hechos que debemos manejar seriamente para tener una idea más clara y verosímil de lo que pudo haber sido Europa en la encrucijada histórica de los pueblos. Por eso, me centro en la tesis que defiende el filósofo latinoamericano Enrique Dussel desde la Filosofía de la Liberación, precisamente, para entender qué sentido tenía Europa para la Modernidad y quienes fuimos en realidad sus hijos. En cualquier caso, su visión no-eurocéntrica no parte del modelo que Europa, desde la Ilustración francesa e inglesa y los románticos alemanes, viene imponiendo con arrojo violento para convencer al mundo que es la portadora, desde sus orígenes griegos, de los valores que se fueron universalizando durante la Modernidad. Ciertamente, este modelo proyectó a Europa hacia el pasado, y anunció que todo en la Historia Universal había sido preparado e ideado, como en un plan divino, para que la propia Europa fuera el fin y el centro de esa Historia colosal. Para eso, el romanticismo del siglo XVIII había hecho creer la diacronía unilateral Crecia-Roma-Europa. Pero lo cierto es que la Europa nacida del oriente fue algo totalmente diferente de la Europa “definitiva” y moderna. Por eso, es que Dussel nos dice que a “Grecia no hay que confundirla con la futura Europa”. Tal vez, Hegel o Kant, y todos los románticos que le siguieron y que en tantas ocasiones soñaron con una Europa inmortal, se hubieran lamentado enormemente al saber que el lugar de esa Europa, que tanto habían elogiado, era ocupado por lo “bárbaro”, y que tanto el África y el Asia, que tan mal prensa tuvieron para una ideología que se parecía en muchos aspectos al racismo, eran civilizaciones mucho más adelantadas y desarrolladas. En este sentido, la Grecia originaria estaba fuera del alcance de esa Europa que había sido ingenuamente “divinizada”, porque ciertamente ésta fue considerada por mucho tiempo lo no-civilizado, lo no-político y lo no-humano. Pero además, como expresa el filosofo de la liberación, lo que conocemos como “Occidental” vino a ser el imperio romano que hablaba latín y que se oponía a lo “Oriental”, que era justamente el imperio helenista que hablaba griego. En esta región se situaba Grecia y el Asia, y los reinos helenistas hasta los bordes del Indo; razón por la que la influencia griega no puede considerarse directa en la Europa latina occidental. Así que Europa no mostró relación directa con Grecia, sino más bien con el mundo latino romano occidental cristianizado.
Después, la Europa latina medieval se enfrentó al mundo árabe-turco. Las Cruzadas fueron un primer intento para imponerse en el Mediterráneo oriental. Pero el fracaso fue inminente porque -como expresa el mismo Dussel- la “grande Europa” no era más que una “cultura periférica, secundaria y aislada” en manos del mundo turco y musulmán, que por aquellos entonces dominaba, sin muchas complicaciones, desde Marruecos hasta Egipto, Mesopotamia, el imperio Mogol del norte de la India, los reinos de Malaka, hasta la isla Mindanao, en Filipinas, en el siglo XIII.
III. El azar y la oportunidad
Pero, a veces, la Historia, que está viva y es caprichosa, nos lleva por derroteros desconocidos e inimaginables. Y por un simple azar del destino o de la mala suerte, la Europa “secundaria y aislada”, atrasada intelectualmente y casi insignificante en los niveles cultural y político, llegó a convertirse en el “centro” de un territorio mucho más amplio que el de la antigua región euro-afro-asiática. Cuando los españoles llegaron a tierras amerindias, se había iniciado en la historia el nuevo paradigma que nos abriría a lo que hoy conocemos por Modernidad. En cierto modo, todos, privilegiados y excluidos, pobres y ricos, somos hijos legítimos de ésta. Sin embargo, la Modernidad se había impuesto -desde un Max Weber hasta un Jürgen Habermas- eurocéntricamente, porque se había señalado como punto de partida solamente a fenómenos intraeuropeos, como fueron la Ilustración y el Renacimiento. Dussel, en cambio, propone una visión de la Modernidad en un sentido mucho más amplio que abarca otros muchos acontecimientos no provincianos y regionales propios del mundo europeo. Lo cierto es que antes de 1492 nunca había tenido lugar una Historia Mundial, puesto que los imperios no coexistían entre sí. Pero, con el “descubrimiento” de Amerindia, todo el planeta se tornó “el lugar de una sola Historia Mundial”. El Atlántico suplantaría para siempre al Mediterráneo. Y Europa endiosada por un poder que todavía le venía prestado por el azar se convirtió, por vez primera, en el “centro” de esta Historia, en la que todas las demás culturas se fueron constituyendo lentamente como su “periferia”. Por eso, la Modernidad tiene dos caras: una privilegiada, la experiencia de Europa por haberse convertido en amo y señor de todo el territorio que iba encontrando tras su paso implacable; y otra excluida y oprimida, la experiencia de dolor y sometimiento que vivieron los pueblos que fueron invadidos por aquélla. En este sentido, el poder que fue acumulando Europa tras convertirse en centro y manejar a su antojo el “Sistema-Mundo”, sólo pudo haber sido posible gracias al haberse impuesto con suma crueldad a Amerindia y destruir su mundo. Con las minas de plata de Potosí y Zacatecas, Europa pudo acumular la riqueza que necesitaba para, al fin, vencer a los turcos. Sin lugar a dudas, el oro y la plata robada a Amerindia, fruto del trabajo esclavo, sirvieron para que Europa sacara una “ventaja comparativa” con respecto a las culturas turca y musulmana, y se convirtiera en la gran dominadora del “Sistema-Mundo”. Como resultado de esta terrible dominación, en el centro geopolítico se fueron desarrollando fenómenos de gran transcendencia histórico-cultural, como serían la Ilustración, el Renacimiento, la Revolución científica y la Revolución industrial.
IV. El ego dominador y el proceso de desmitificación de la Vida
Después de la invasión a Amerindia, apareció en el “nuevo mundo” una nueva subjetividad, extremadamente egoísta y violenta, que terminó por extenderse por toda la Tierra como si se tratara de una pandemia. Porque esa voluntad de poder del europeo, que dominaba al indio y a sus tierras, era una voluntad endiosada que estaba supeditada a la avaricia y a la destrucción de la Vida. Precisamente, de esa destrucción sin piedad ni remordimientos, nació el hombre moderno que todos llevamos a cuestas allá por donde nos dirijamos; hagamos lo que hagamos; estemos dormidos o estemos en completa vigilia. Es la subjetividad del amo que pretende dominar la Vida, y que se cree con el legítimo derecho de hacerlo por el simple hecho de no tener ya otra voluntad más fuerte que le ponga alguna resistencia. Así es nuestra naturaleza occidental, así es nuestra ciega ingenuidad. Subjetividad que, sin duda, es el origen del pecado de la Modernidad y de lo que he llamado la desmitificación de la Vida, que es todo un largo proceso histórico y cultural de dominación que dura hasta nuestros días, y que es el responsable de la miseria de los hombres y de la misma Naturaleza.
El proceso de desmitificación tiene como origen un desamor o deprecio a la Vida, y, por eso, el europeo mató y exterminó todo lo que, de alguna manera, latía vivo y con fuerza, si con ello podía elevar su antigua condición de “secundario y aislado” en su pequeña región a la de amo y señor de todo el universo. Así que terminó por matar también a todo el cosmos y a la Naturaleza, los hirió de muerte con la Razón afilada de una nueva religión que dejó de creer en el amor, en lo sagrado. Y como en un acto de impiedad desmedida y de sutileza espontánea, pero calculada milimétricamente, los fue desacralizando primero para, más tarde, actuar sin remordimiento a la hora de coronarse nuevo emperador del mundo, y justiciar, por toda la eternidad, a sus víctimas enemigas. La Vida, pues, había dejado de ser sagrada. Y éste es el fundamento de la Modernidad y del nuevo mundo, mundo que el hombre moderno había erguido por encima de las propias ruinas que todavía, tambaleándose, quedaban milagrosamente en pie tras la ruidosa y extravagante conquista. Si ya nada era sagrado, ya todo se podía vender y comprar. Ya todo se podía aniquilar…
V. Ciencia y dominación
Aunque ciertamente el conquistador europeo invadió gran parte de Amerindia y sometió a sus habitantes a la esclavitud, el dominio de Europa sobre las demás culturas no fue rápido, sino que, por el contrario, su hegemonía se fue consolidando a partir del siglo XVII, gracias, en cierto modo, el desarrollo de la Revolución científica. En efecto, con la Revolución científica se fue llevando a cabo el proceso de desmitificación de la Vida, en cuanto el hombre moderno europeo empieza a interpretar la realidad del cosmos y de la Naturaleza como un objeto, una máquina, que se puede manipular y dominar, igual que se hacía con los seres humanos de Amerindia -en el fondo, la explotación de la Naturaleza está fundada en la explotación del hombre. Por eso, toda la realidad viva se empezó a mecanizar, a instrumentalizar. Esto, obviamente, trajo toda una desacralización de la realidad cósmica y de la propia Vida. En este sentido, el fundamento de la Revolución científica no es, como muchos han defendido con sumo ímpetu, un amor enorme a la sabiduría o al propio conocimiento y progreso de la humanidad, sino más bien era la guerra y la sed de dominación lo que realmente había motivando tal avance científico. Como se dijo al principio, a Europa nunca le interesó demasiado el conocimiento para acercarse contemplativa y desinteresadamente a la realidad. Sin embargo, la nueva subjetividad destructiva del europeo había identificado el conocimiento con la posibilidad de dominar, es decir, con el mismo poder. De hecho, el avance científico-tecnológico fue motivado, en gran parte, por la pretensión de perfeccionar los instrumentos necesarios para ganarle la batalla al enemigo, o para alcanzar la supremacía política y cultural que Europa tanto anhelaba, desde siempre. Por eso, como expresa el historiador Allen G. Debus, “es evidente que al menos quienes se interesaban en el arte de la guerra requerían de estudios matemáticos para manejar el cañón; asimismo, que los navegantes debían realizar cálculos para determinar su posición en mar abierto”. En cualquier caso, la nueva ciencia no tardó mucho tiempo en convertirse en una forma más de imponer esa pretendida superioridad del hombre europeo, pero desde el ámbito del conocimiento y de la razón analítica, porque conocer era, como hemos dicho antes, poder. Por ese motivo, los inicios de la Revolución científica estaban centrados en las técnicas para solucionar ciertos problemas relacionados con la navegación oceánica, las artes militares y la minería. En cierta manera, se tenía la certeza de que si se llegaba a solucionar tales problemas, Europa no lo tendría muy complicado a la hora de lograr sus tan ansiados objetivos históricos y culturales. Y, de hecho, así ocurrió.
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Isabel Guerra Narbona