La máquina y el Capital – Apuntes para una nueva historia de la Historia – II – Isabel Guerra Narbona

La máquina y el Capital – Apuntes para una nueva historia de la Historia – II – Isabel Guerra Narbona

Apuntes para una nueva historia de la Historia – II

La máquina y el Capital

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VI. La demolición de un mundo

Desde sus ambiguos inicios, la Revolución científica tiene un halo de misterio que le acompaña desde sus orígenes. Sus consecuencias fueron mucho más complejas que la simple creencia en el supuesto de que para la humanidad haya significado un auténtico progreso visible en todos los ámbitos. Con esta Revolución, el viejo mundo conocido hasta entonces se fue haciendo añicos. La sabiduría de los antiguos sabios dejó de tener credibilidad, y se inició la demolición del mundo desde una subjetividad que empezó a desconfiar hasta de su propia sombra. Así que todo quedó hecho pedazos. A la nueva ciencia no le gustaba mucho la imagen del cosmos que nos habían ofrecido aquellos sabios teólogos, que veían en las matemáticas una vía segura para acceder a lo sagrado. Todo fue invertido por una subjetividad que no amaba la Vida, pues para el científico moderno, las matemáticas se habían convertido justamente en todo lo contrario, en un medio muy efectivo para desacralizar el cosmos, al fin y al cabo, para dominarlo desde su cuantificación. Por eso mismo, la Revolución científica emprendió todo un ejercicio de desmitificación, que terminó por arrancarle la Vida a la propia Vida. Pero veamos cómo tuvo lugar todo este largo y aparatoso proceso de transformaciones, cuyas terribles consecuencias llegan hasta el presente.

VII. La muerte del cosmos

La Revolución científica se inició con la publicación del De Revolutionibus, de Nicolás Copérnico (1543), pero adquirió su forma definitiva, su naturaleza moderna, con la obra Philosophiae naturalis principia mathematica, de Isaac Newton (1687). A partir de ese momento, todo el cosmos se percibirá como un gran reloj. Y esta forma de sentir la realidad era muy diferente a la de los antiguos. Porque con la nueva ciencia no sólo se fue cambiando la imagen del mundo y de la ciencia, sino que además se transformó radicalmente la imagen que conformaban todos los entes que lo habitan y la de la propia Vida, lo que dio lugar también a un cambio en la forma de relacionarse con todos ellos. Ésta es, sin duda, la cuestión más relevante de esa Revolución, pues no sólo daría lugar a otra forma de pensar y razonar la realidad, sino que también se fue desarrollando otra manera de sentir y percibir todo lo que nos rodea. Y esto tuvo lugar, aproximadamente, cuando la nueva subjetividad del hombre moderno acabó con la vida del cosmos. De alguna manera, todo lo que produce nuestro sentimiento violento, nuestra subjetividad dominadora, termina por imponerse en el mundo con consecuencias muy drásticas para ese todo. Al fin y al cabo, si la razón se mecaniza, el mundo también lo hará. Pero, realmente ¿cómo y por qué se dio muerte al cosmos?, ¿cómo se llegó a desvitalizar la realidad?

Antes de que Europa se proclamara dueña y señora de los hombres y de la Vida, existía un mundo muy diferente, por el hecho de que había otra manera de pensar, sentir y relacionarse con lo real. Todo estaba vivo y era sagrado para la ciencia y el mundo de los antiguos y del propio Aristóteles, que había sido un gran referente durante muchos siglos. Gracias a esta manera de concebir e interpretar lo real, existía una relación muy estrecha y significativa entre la Vida, la Naturaleza y lo Sagrado. Pero esta relación terminó por romperse, precisamente, cuando la vida de la Naturaleza dejó de ser sagrada. En primer lugar, debemos dejar claro que esta muerte del cosmos no fue de repente, sino que tuvo lugar a lo largo de la Revolución científica, y tuvo que ver con el hecho de haberse mecanizado la realidad. En segundo lugar, el ejercicio de mecanizar propició toda una desvitalización y desacralización del cosmos y de la Naturaleza, que ha llegado hasta nuestros días.

Para la Antigüedad y la Edad Media, las artes mecánicas tenían una muy mala acogida. Eran consideradas viles, y puesto que estaban relacionadas directamente con el trabajo manual y con la materia, se asociaron al trabajo servil. No se apreciaba en lo más mínimo la labor de los mecánicos. De hecho, los filósofos negaban las observaciones de los técnicos y de los artesanos. Sin embargo, esta consideración cambia completamente a partir del siglo XVI. Para los nuevos sabios, los que realmente tienen un conocimiento acertado de la Naturaleza eran ciertamente los labriegos y los artesanos, en parte, porque estos no se habían construido mentalmente ninguna entidad imaginaria, como, por ejemplo, había ocurrido con las ideas platónicas y con la misma metafísica, al haber construido inútilmente tantos castillos en el aire, que después se desvanecieron tan pronto como chocaron frente a frente con la tosca realidad.

Pero no es que el antiguo científico, cuyo método de comprender la Naturaleza se apoyaba en la teoría, contemplación y razonamiento lógico, de repente hubiera cambiado la metodología y se hubiera decantado por la forma de proceder que ofrecían las artes mecánicas, apoyadas más bien en un procedimiento práctico, experimental. Se trata de que el autor de esta nueva ciencia era otro hombre con una subjetividad muy diferente al antiguo europeo, “secundario y aislado”, incapaz de contemplar el cielo con sus propios ojos.

Este nuevo sabio llevaba en sí plantada la semilla de la conquista, y, en cierto modo, era un gran conquistador de mundos. Hemos explicado anteriormente que el fundamento de la Revolución científica, y por ende de la ciencia moderna posterior, se fundaba en la guerra y en la pretensión de dominación a las demás culturas. Por eso, el estudio de la filosofía natural y de la matemática se fueron apoyando en la técnica para lograr así una mejora de la eficacia en la estrategia y en el empleo de la artillería en la guerra. Como bien expresa Paolo Rossi, en su obra Los filósofos y las máquinas, la geografía y la astronomía se enseñaban en función de la navegación, y la medicina se fue desarrollando principalmente para medicar y socorrer a los heridos. No era de extrañar, entonces, que William Gilbert fuera un gran conquistador y al mismo tiempo escribiera determinadas obras científicas, como fue De magnete magneticisque corporibus (1600). Y el marinero inglés Robert Norman que, después de haberse tirado media vida surcando mares, escribiera acerca del magnetismo y de la declinación de la aguja magnética. Son hombres que han obrado a favor de la gloria imperial de Inglaterra desde su ego dominador.

En cualquier caso, la ciencia moderna se fue desarrollando gracias a dos factores indispensables: la teoría y la mecánica. Ciertamente, de la fructífera unión entre teoría y mecánica se entabló una amistad muy íntima entre las matemáticas y la filosofía natural, que antes había sido imposible. Para el buen científico, medir se convirtió en todo un arte, y, para ello, era necesario una compenetración entre ambas disciplinas. Galileo había comprendido que mientras “la geometría postula el trazo de las líneas, la mecánica las traza”. Y, Newton había expresado que la geometría se funda en la práctica de la mecánica, concibiéndola como “aquella parte de la mecánica universal que propone y demuestra con exactitud el arte de medir”. No obstante, para que fuera posible este cambio de paradigma con respecto a épocas anteriores se tuvo que dar también un problemático divorcio entre ciencia y fe, que tampoco se había dado anteriormente. Como expresó el filósofo, matemático y Premio Nobel de Literatura, Bertrand Russell, la primera batalla seria entre la teología y la ciencia fue por la cuestión de si era la Tierra o el Sol el centro de lo que ahora llamamos Sistema solar.

Hay que comprender que para estos nuevos sabios, las técnicas y actividades de los artesanos y de los ingenieros en los arsenales eran necesarias para hacer progresar el saber humano, que, según ellos, todavía, en el siglo XVI, estaba bastante estancado y no era nada prometedor. Por primera vez a las artes mecánicas se les reconocen como dignas de practicarse. Todo un acontecimiento histórico y cultural, que llevaron a las matemáticas a ponerse al servicio de la mecánica. Había, pues, que desdeñar todo conocimiento que se valiera de un saber meramente retórico o contemplativo. Por un lado, la teoría ayudaba a la comprensión y explicación cuantificada del cosmos y de la Vida; por otro lado, la mecánica permitía la construcción de máquinas muy eficaces con las que modificar y alterar la Naturaleza. Y esta es, no nos cabe ya duda, la esencia de la ciencia moderna hasta la actualidad, porque en la Antigüedad el saber contemplativo les conducía principalmente a la admiración del cosmos, al que interpretaban como un verdadero prodigio divino y vivo, pero lo que perseguían los científicos modernos no fue eso exactamente. En realidad, su objetivo no era muy distinto del que pretendía alcanzar la subjetividad del conquistador europeo con su enferma preocupación, y casi obsesión, por dominar la vida de los pueblos y parecer su legítimo y auténtico dueño.

En cierta manera, la mecánica y su poder de construir grandes y nuevas máquinas llegó a cegar al hombre moderno, que vio en ella una buena oportunidad para dominar el mundo y la Vida. Se pasó entonces de la admiración de la realidad cósmica a su dominación y posible transformación. Pero ésta es, sin duda, otra subjetividad que no tenía nada que ver con la anterior, cuyas consecuencias será la construcción de un mundo desvitalizado, más parecido a la maquinaria de un reloj que a la de un organismo vivo. Así lo quisieron los grandes padres de la Modernidad, Descartes, Bacon o Newton, los que todavía sostienen y alimentan nuestro mundo con el trigo que sembraron en sus campos. La secularización de la razón vino acompañada de un mundo que le venía como anillo al dedo, totalmente desmitificado, que sólo se podía acceder a él midiéndolo, desde la pura y fría cuantificación. Las propias matemáticas habían cambiado de naturaleza. Como dijimos anteriormente, en la Antigüedad era una vía mística para conocer la realidad divina, esto es, para acercarse a dios y comprender su gran obra; en la Modernidad, en cambio, vinieron a ser un instrumento para justamente lo contrario, desacralizar el universo de dios. El número se volvió un arma violenta tan poderosa como el cañón en la guerra, en cuanto se utilizaba para medir el cosmos, dominarlo y ponerle límites. Por eso, nuestro mundo nació de la crueldad. Somos fruto de toda esa dominación, y, en cierto modo, forma parte de nosotros, de nuestro sentir y pensar.
Ciertamente, sin ese cambio de interpretación de la mecánica que se llevó a cabo a partir del siglo XVI, hubiera sido imposible el desarrollo de la ciencia moderna y, como veremos ahora, de la actual sociedad capitalista. Todo comenzó, pues, con un aprecio exagerado por la máquina.

VIII. De la desmitificación de la Vida a la mistificación del Capital

Como hemos explicado anteriormente, la Revolución científica había iniciado todo un proceso de desmitificación de la Vida, cuando empezó a interpretar la Naturaleza (y a los seres vivos) como una máquina que podía manipular a su antojo. Y gracias a los adelantos técnicos que esta ciencia iba acumulando con el pasar de los años, se originó la Revolución industrial, que, desde una concepción económica- mecanicista -tecnológica, convierte a la Naturaleza en una mercancía o cosa explotable. Después de haber desmitificado la Vida no era muy difícil, éticamente, proceder a la destrucción real de los árboles, de los bosques. En todo caso, la Revolución industrial terminó por mitificar un ser artificial que no tuvo reparo alguno en destruir gran parte de la Vida para poder desarrollarse a lo largo y ancho del planeta. Y es que el capital parece que haya tomado cierta autonomía con respecto al propio humano, que lo creó.

A finales del siglo XVIII, hacia el año 1780, en Gran Bretaña, se produjo un gran cambio económico y social muy importante propiciado por la sociedad capitalista de aquel entonces, que se fue extendiendo poco a poco por toda Europa, y que, tiempo después, terminó por transformar profundamente el estilo de vida de casi toda la humanidad. Ahora bien, esta nueva fase del capitalismo se caracterizó por el hecho de que los medios de producción pasaron exclusivamente a manos de la burguesía, que se convirtió en la clase privilegiada y rica. Como consecuencia, todas las formas de economía precapitalistas terminaron por hundirse de forma inevitable bajo la gran maquinaria pesada del capital. Pero en cualquier caso, todos estos grandes cambios que se fueron fraguando en la sociedad no serían posibles sin el auge de la máquina en las fábricas y en otros lugares, porque su utilización a gran escala incrementó un alto grado de rendimiento y redujo el costo de producción, lo que contribuyó, efectivamente, al crecimiento cada vez más sorprendente de la riqueza que la burguesía fue cosechando en su laborioso camino triunfal hacia la conquista del mundo. El aumento de la demanda de maquinaria hizo que se produjera determinadas innovaciones técnicas que terminaron por incrementar la producción y los beneficios. Una de las innovaciones más importantes fue, sin duda, la máquina de vapor de James Watt. También, fue crucial para el dominio del sistema capitalista el desarrollo y perfeccionamiento de las vías de comunicación y los medios de transportes. En otras palabras, la máquina ayudaba a producir capital a gran escala, la sangre misma que circulaba con gran velocidad y energía por las arterias del nuevo mundo y oxigenaba la nueva sociedad capitalista de los grandes sueños. En cierta manera, era como si la máquina, que había servido de modelo para la explicación que la ciencia moderna había realizado del cosmos y de la Naturaleza, se impusiera para convertirse en la mano derecha del Capital, que se estaba convirtiendo en la vida y fundamento de esa nueva sociedad.

La gran industria, fruto de la Revolución industrial, necesitó de la creación sofisticada de la máquina para su crucial progreso. Pero este tipo de máquina, que revolucionó el régimen de producción, era mucho más compleja que la simple herramienta de trabajo propia del periodo de la manufactura, ya que, como expresó Marx en El Capital, “sustituye al obrero que maneja una sola herramienta por un mecanismo que opera con una masa de herramientas iguales o parecidas a la vez y movida por una sola fuerza motriz”. De esta manera, “en los primeros decenios del siglo XIX, al desarrollarse la industria mecanizada, la maquinaria se fue adueñando paulatinamente de la fabricación de máquinas-herramientas”, que hicieron posible la construcción de los grandes ferrocarriles y la navegación transoceánica. Ahora bien, este tipo de máquina compuesta sustituye la fuerza motriz del hombre por la de la naturaleza; y así, “la identificación de la fuerza motriz con el músculo humano deja de ser un factor obligado, pudiendo ser sustituido por el aire, el agua, el vapor, etc.” -explicó Marx. Esta gran máquina terminaría por transformar de forma sustancial el estilo de vida de la sociedad del siglo XIX en adelante. Ciertamente, este tipo de maquinaria tenía para Marx una naturaleza realmente diabólica, que consiguió que la industria maquinada alcanzara su apariencia más perfecta y el obrero, en cambio, se rebajara a su condición más miserable e instrumental. Porque este tipo de maquina se manifiesta como un monstruo mecánico, pues, como apuntaba el mismo filósofo, “llena toda la fábrica y cuya fuerza diabólica, que antes ocultaba la marcha rítmica, pausada y casi solemne de sus miembros gigantescos, se desborda ahora en el torbellino febril, loco, de sus innumerables órganos de trabajo”. Con la introducción de este tipo de maquinaria tuvo lugar una terrible degeneración física de las mujeres y de los niños, que alteró completamente la vida de toda la sociedad. Lo más terrible de todo fue la enorme mortalidad que sufrieron los niños a muy temprana edad. Como explicó el filósofo alemán, este trágico hecho fue producido, en gran parte, por el trabajo de las madres fuera de casa, que conllevó al abandono y descuido de los niños, a una inadecuada e insuficiente alimentación de éstos, al empleo de narcóticos, aborrecimiento de los niños por sus madres, seguido de abundantes casos de muerte provocada por hambre, envenenamiento, etc. Y, aunque en los distritos agrícolas la cifra de mortalidad solía ser la más baja, cuando el sistema industrial y su maquinaria esclavista se asomaban con su violencia artificial al campo, se producía, entonces, toda una abrumadora y escandalosa mortalidad que parecía contagiar toda la tierra de su mecánica y diabólica enfermedad.

En el régimen capitalista, a partir de la Revolución industrial, el obrero queda a merced de la máquina-herramienta, y se convierte en su órgano vital. Esto, ciertamente, era muy diferente en la manufactura y en la industria manual, en donde la herramienta estaba sometida bajo el control del obrero. Es la máquina, entonces, la que controla sin cesar la corporalidad viva y la somete a su capricho. En este sometimiento, la Vida es profundamente maltratada, humillada y desmitificada. La máquina, como eterno torturador del obrero, interfiere en sus propios procesos biológicos, atrofiando todos sus sentidos y desgastando, poco a poco, su fuerza vital.

La fábrica se fue convirtiendo en el templo de la muerte. Y la Vida humana que se apagaba, que se consumía por el combustible imparable del capital en el mismo ejercicio de producción, era también un trozo de vida de la Naturaleza que se agotaba. A fin de cuentas, como bien expresó el filósofo brasileño Leonardo Boff, “en la sociedad moderna la visión es instrumental y mecanicista: “personas, animales, plantas, minerales, en fin, todos los seres pierden su autonomía relativa y su valor intrínseco. Son reducidos a meros medios para un fin establecido subjetivamente por el ser humano, entendido como rey del universo y centro de todos los intereses”. Por eso, el capital es como un virus letal que, al despreciar tanto a la Vida, ha penetrado en nuestro cuerpo, en todas nuestras células, y las ha infectado seriamente hasta el punto de que son ya muchos seres humanos los que terminan muriendo (ya no había más vida que aprovechar en sus cuerpos). Este terrible virus terminará por matarnos a todos, eso es muy probable, pero aun nos queda una pequeña esperanza: descubrir el antídoto, la vacuna, que libere cada una de nuestras células de la infección con la que este letal virus mantiene a todo nuestro organismo sumido en una crónica enfermedad que, hasta ahora, parece incurable: la deshumanización.

En la actualidad, hay investigadores que han contribuido enormemente a la comprensión del fenómeno de la Revolución Industrial. Es curioso que la China imperial, contando con tanta mano de obra y con un gran mercado, no se hubiera industrializado mucho antes que Inglaterra. Es muy cierto que en aquellas tierras asiáticas se había producido una serie de innovaciones tecnológicas, como, por ejemplo, una máquina de hilar muy parecida a la spinning jenny (uno de los grandes inventos de la Revolución industrial inglesa). Sin embargo, este invento nunca llegó a popularizarse en China porque -como explicó el letrado Wang Zhen- su utilización a gran escala habría consumido demasiada energía y, además, habría, prescindido de mucha mano de obra. Pero hay otro factor que nos parece aún de mayor importancia: la tecnología y la mecánica sólo eran apéndices de la agricultura, puesto que para la cultura y la subjetividad china “primero vienen los árboles y después, las máquinas”. No contaban, entonces, con un tipo de subjetividad cuyo proyecto cultural se amparara en lograr dominar la Vida desde la máquina. Para Asia, igual que fueron para África, Latinoamérica y el resto del planeta, la Naturaleza era sagrada, y estaba muy por encima de cualquier motivación humana que se sustentara en el egoísmo personal o colectivo, en la destrucción. Percepción que fue desapareciendo en la cultura europea, que antepuso la máquina sobre el trabajo vivo y sobre la madre tierra. De esa manera, la Modernidad fue desarrollando una visión de la Naturaleza desde la avaricia de una burguesía industrial que solo supo ver la acumulación de riqueza y capital como el único modo digno de vivir. De forma trágica, el auge del mundo moderno terminó por alejar al ser humano de su madre. Le arrancó del seno natural que compartía con los demás seres, y esto, de alguna manera, supuso una mutilación en su ser que todavía hoy padece profundamente, porque ya todo lo observa y comprende desde esa mutilación.

La Revolución industrial dio lugar a la mistificación del Capital, que no tardó en proclamarse dueño de la Vida, reduciéndola a un objeto inanimado, casi estéril. La postró de rodillas como un siervo más, y la obligó a incorporarse al ciclo diabólico de su eterna producción capitalista, fetichista. Mas, en todo este terrible sacrilegio a la Vida, la corporalidad humana fue sometida sin tregua a la máquina, que era la que consumía y devoraba, de forma sistemática y frenética, el trabajo vivo contenida en ella, y se vanagloriaba, al mismo tiempo, de su triunfo inaudito en la historia y en el cosmos. Parecía haber cumplido su viejo sueño de poder más que la Vida.

 

IX. De la desmitificación a la destrucción

El odio histórico que arrastraba el europeo consigo mismo, y su gloriosa conquista y opresión a las otras culturas, dio lugar a una subjetividad dominadora que no amaba la Vida, y que concibió al ser humano y a la Naturaleza como máquinas u objetos explotables, como meras cosas o medios. La inclusión de la mecánica a la ciencia, al conocimiento, vino a ser un arma mortal que desacralizó al universo, y ayudó al hombre europeo a desarrollar la pretenciosa idea de que podía hacerse con el control de la Vida. La política, lo hizo real. Lo materializó a partir del siglo XVIII, cuando Europa se alzó triunfadora por encima de los pueblos. En este sentido, la ciencia y la política tenían y tienen aún el mismo fundamento metafísico: la dominación de la Vida. Ahora bien, ese odio histórico, que interpretó al cosmos y a la Naturaleza como una gran máquina, terminó por manifestarse en la realidad histórica y física, en el mundo, como destrucción de la Vida. Y, por ese motivo, vivimos en un mundo enfermo y en continua descomposición de lo natural y de lo sagrado. Pero es la propia descomposición cultural la que vive alojada en el hombre occidental. Desde su propia descomposición humana, ya todo lo observa y mide desde esa falta de amor y confianza en lo otro, en lo sagrado, y, por eso, ya no cree en nada que no haya pasado por una severa verificación, mutilación. Así que la extinción de animales y vegetales, la contaminación y el calentamiento global, que están ocasionando tal deterioro de la Vida en nuestro pequeño planeta azul, no son más que la manifestación física de ese desprecio a lo sagrado del hombre europeo, y del actual hombre occidental, sumamente consumidor e individualista, que no deja de interpretar a su madre tierra como una posibilidad más de enriquecerse, y que tiene su origen histórico y metafísico en el proceso de desmitificación de la Vida y de la Naturaleza, cuando el sabio moderno antepuso el poder transformador de la máquina al misterio redentor de la Vida. Jamás ninguna otra cultura tuvo la osadía de haber desacralizado el cosmos y la madre tierra, y, ciertamente, el haber llegado hasta tal extremo está teniendo unas consecuencias terribles. Nuestro ilimitado progreso técnico y tecnológico está destrozando el tesoro único del universo, y todavía a la Modernidad la seguimos considerando -como diría el mismo Kant desde su razón ilustrada- “una salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. Pero es, justamente, esta mayoría de edad la que nos está convirtiendo en un auténtico absurdo y sin sentido, pues siendo el humano un ser vivo, ha despreciado la Vida…

Habrá, entonces, que revisar con humildad la Historia pasada, pero no la que nos contaron nuestros héroes desde un idealismo inventado por el ego; buscar nuestro sentido como europeos en la Historia Universal; y admitir que nuestro poder procede del simple azar, y que se fundamenta en un desamor a la Vida. Tal vez, después de tanta destrucción, la clave se encuentre en desacralizar la máquina y el Capital, para volver al seno vital e inocente de nuestra Madre Tierra. Habrá, pues, que aprender a contemplar el cielo con otros ojos y tocarlo con otras manos; sencillamente, habrá que empezar por amar la Vida…

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John Constable – The Cornfield [«The Drinking Boy», 1826 – The National Gallery – London]

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Isabel Guerra Narbona