Las historias del desconocido del bar
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Las historias del desconocido del bar
Visita familiar
Hoy el desconocido del bar me ha seguido hasta el cementerio (el bar está en realidad en una calle frente al cementerio marino). He disimulado, como si no le hubiera visto, y en todo momento hemos mantenido la distancia que nos separaba.
Luego, como ya viene siendo habitual, nos hemos encontrado en el bar. Yo he sido el primero en llegar. Cuando él ha entrado, nos hemos saludado como si la persecución no se hubiera producido.
Al pedir una segunda cerveza, me dice que quiere adivinar mi paseo de esta mañana y hacerme un informe breve del mismo. Aparentando ignorancia, le respondo que no creo que lo adivine, pero le animo a formularlo.
“Primero, visita a la novia muerta, y le deja dos rosas blancas en el florero metálico de su estancia. Después, visita a los padres de la novia muerta. Como su estancia está muy alta y no la alcanza (las escaleras de hierro del cementerio, móviles, son muy pesadas y él no las puede trasladar), no les deja ninguna flor. También hace una visita a sus propios padres -los padres del novio viudo. Pero como también ellos descansan en la parte de arriba, no llega hasta allí y tampoco les puede dejar ninguna flor. Como una visita familiar”, resume, sonriendo, el desconocido del bar.
No sabía si ofenderme o no por la opinión de su resumen final. Pero, no. Decidí no darle mayor importancia, y por otra parte no dejaba de tener razón: aquella mañana había hecho lo que podríamos llamar una visita familiar póstuma. Y prefiero decirle que lo que más me ha sorprendido, no es que haya adivinado mi recorrido -o que me haya seguido, creyendo que yo no me daba cuenta, pero esto no se lo he dicho-, sino que se haya referido a mí, todo el tiempo, en tercera persona.
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Un episodio de su vida
El desconocido del bar me cuenta un episodio de su vida: “Hubo un tiempo en que subía a las azoteas y miraba a la calle desde las terrazas, me asomaba a los acantilados, a los precipicios de cualquier abismo, me paraba en los puentes sobre los ríos y las vías férreas, compraba toda clase de ansiolíticos y hojas de afeitar. Pero no me decidí. O mejor dicho: puse la cabeza en una bolsa de plástico y me colgué de una corbata en un travesaño de mi casa y me subí a una silla. Ridículo: la corbata se rompió y caí al suelo más vivo que antes. En suma, no me había decidido en serio, y me burlé de mí mismo, junto a la silla que permanecía en pie. Acabé con la bolsa de plástico en una mano, un trozo de corbata en el cuello y un fuerte golpe en el costado izquierdo.”
No me da por reír, aunque él insiste en que debería reírme por este episodio burlesco de su vida que me ha contado.
Como diría el novio de la novia muerta, “mejor que pidamos otra cerveza”.
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Flores cojas
Tengo un vaso en la mano. El desconocido me agarra del brazo, y unas gotas de cerveza caen en la barra del bar. Me habla de un sueño que tuvo hace unos días:
“Andaba con muletas, de un sueño a otro. Era como si el corazón anduviera con muletas, no yo. Era mi corazón, cojitranco, dando pasos largos y confusos por un camino laberíntico, hacia el precipicio que se abría no lejos de allí.»
Y luego me explica:
«Hay plantas de flores que crecen en los abismos y precipicios, / que no se pueden trasplantar, / y mueren, cojas de pétalos, / enraizadas en las paredes rocosas», oí que cantaban -mientras yo caía por el precipicio- una niña y un niño muertos, que entraban y salían de las tumbas para amarse en el bosque.”
Salí del bar, confuso por las flores cojas de aquel desconocido, y los dos niños muertos que aún se aman y cantan en el bosque.
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Albert Tugues