Porque él era yo y yo era él: Montaigne y la amistad – Sebastián Gámez Millán

Porque él era yo y yo era él: Montaigne y la amistad – Sebastián Gámez Millán

Porque él era yo y yo era él: Montaigne y la amistad.

 

A los amigos, siempre.

 

¿Qué sería de la vida sin los amigos? Nietzsche decía que la vida sin música sería un error; a mí me parece que es aún más inimaginable e insoportable sin amigos. El verdadero destierro es carecer de amigos. Allí donde hay amigos no hay exilio. Los amigos no solo nos acompañan, comparten humor y entendimiento mutuo, calman nuestras preocupaciones y mitigan nuestra soledad, nos alegran, nos completan y nos inspiran a ser, a esforzarnos para llegar a ser lo que somos.
Todos tenemos en mayor o menos medida, con mayor o menor virtud, experiencia de la amistad. Sospecho que de la misma manera que amamos según somos, así cultivamos la amistad: según somos. Y a su vez el amor y la amistad, cuyas fronteras no siempre están claras, dependen de cómo nos llevamos y nos relacionamos con nosotros mismos.

¿Se puede amar al otro o a los amigos si no nos queremos a nosotros mismos? Quizá por ello nuestro primer deber es procurar estar bien con nosotros mismos. De este modo podemos alegrarnos y celebrar con ellos su suerte; de lo contrario me temo que sucede lo que observaba La Rochefoucauld con malicia pero no exento de razón, que la desgracia del amigo no nos causa infelicidad, sino un secreto regocijo. Pero esto es indigno de la verdadera amistad, y todo por no saber nosotros estar a la debida altura.

Acaso por ello Aristóteles, y muchos otros tras él, incluido Jacques Derrida en Políticas de la amistad, repetirán: “¡Oh amigos míos, no existe amigo alguno!”. Esta es la razón por la que algunos piensan que la amistad, como el amor, no existe; sólo momentos de amistad, sólo momentos de amor. Pero el hecho de que no se manifieste en todo tiempo del mismo modo no significa que no exista. Al fin y al cabo no hay sentimientos que no se alteren, muden y transformen. En realidad, ¿hay algo que no cambie?

Las tres meditaciones más profundas y esclarecedoras, penetrantes e inagotables, que conozco en la literatura filosófica occidental acerca de la naturaleza de la amistad son los libros VIII y IX de Ética a Nicómaco, de Aristóteles; Sobre la amistad, de Cicerón; y el ensayo “La amistad”, de Montaigne.

Una vez más quien allana el terreno es Aristóteles al definir al amigo como otro yo o, si se prefiere, un alma en dos cuerpos. Tanto Cicerón como Montaigne, y muchos otros (hasta Fernando Pessoa, que tras el suicidio de su mejor amigo, el también poeta Mário de Sá-Carneiro, con 25 años, en París, escribió: “¡Cómo éramos sólo uno, hablando. Nosotros / Éramos un diálogo en un alma…”), son deudores de esta concepción: unidad en la otredad.
Si bien es otro pozo sin fondo que nutre a las demás reflexiones sobre la amistad, la meditación de Aristóteles es desde una perspectiva estilística la menos cuidada, la que posee menos gracia, a pesar de que contiene deslumbrantes verdades que no acaban de pasar, que siguen sucediendo. Como obra unitaria la más acabada y perfecta tal vez sea la de Cicerón, con pasajes tan emotivos y memorables como el final:

“(…) de todas las cosas que me otorgaron la fortuna o la naturaleza, no tengo nada que pueda comparar con la amistad de Escipión: en ella encontré acuerdo sobre el Estado, consejo sobre mis asuntos privados, y en la misma, un descanso lleno de disfrute (…) Una era nuestra casa, la misma comida y compartida; siempre estuvimos juntos, no sólo en el ejército, sino también en los viajes y en las estancias en el campo”.

Montaigne se nutre de ambos y, en general, de buena parte de la cultura grecolatina, como acostumbra a lo largo de Los ensayos. Pero aun siendo tributaria de las otras reflexiones y la más breve es, a mi parecer, la más confesional, intensa y estremecedora. En primer lugar, conviene recordar que, según algunos testimonios, a la entrada de la biblioteca donde Montaigne se adentró al cumplir los 38 años para escribir su imperecedera obra, podíamos leer la siguiente declaración de amistad o amor:

“Miserablemente privado del apoyo, tan precioso para su vida, de Étienne de La Boétie, el más dulce, agradable e íntimo de los amigos, el hombre mejor, más docto y más encantador, (…) Michel de Montaigne, que ansiaba que subsistiera algún recuerdo singular de su amor mutuo y de su alma agradecidísima hacia él, y no desmemoriada, en cuanto ha podido hacerlo de manera significativa, le ha consagrado este mueble erudito y extraordinario, que constituye su placer”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Constatación de amor y amistad, gesto de memoria y gratitud. Esta y otras pruebas han llevado a algunos estudiosos a aventurar la hipótesis de que ese género intersticial entre la literatura y la filosofía que son Los ensayos fueron escritos por Montaigne para seguir dialogando afectiva e intelectualmente con su desaparecido amigo La Boétie, lo que haría de esta obra un imborrable canto y monumento a la amistad. No obstante, a las palabras escritas podemos seguir formulándole incesantes preguntas, pero él ya no está para corroborar nada. De todos los ensayos, quizá en ninguno sea tan explícito este propósito como en “De la amistad”:

“Un antiguo, Menandro, llamaba feliz a quien había podido encontrar siquiera la sombra de un amigo. No le faltaba en absoluto razón, sobre todo si había experimentado alguno. Porque en verdad, si comparo todo el resto de mi vida –aunque, con la gracia de Dios, la haya pasado dulce, dichosa y, salvo la pérdida de un amigo así, exenta de grave aflicción y llena de tranquilidad de espíritu, pues me he dado por satisfecho con mis bienes naturales y originales, sin buscar otros– si la comparo toda, digo, con los cuatro años que me fue concedido gozar de la dulce compañía y del trato de este personaje, no es más que humo, no es sino una noche oscura y enojosa (…) No hay acción ni imaginación en que no le eche en falta, como también él me habría echado en falta a mí. En efecto, de la misma manera que me superaba infinitamente en toda otra capacidad y virtud, lo hacía también en el deber de la amistad”.

Bajo confesiones como estas, no es raro que se haya hablado de una posible relación homosexual entre Montaigne y La Boétie. ¿Cabe amistad sin erotismo? Pero, por favor, no reduzcamos el erotismo a la genitalidad. Como en el amor, parece que en ausencia del ser amado no nos encontramos a nosotros mismos: sólo es real aquello que sucede en su presencia. En su ausencia nos desvivimos en la irrealidad. Sin embargo, el otro siempre está presente, viene con nosotros, y tiene lugar entre ambos una feliz reciprocidad y exigencia mutua.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mas ni siquiera el amor sale bien parado al compararlo con esta santa amistad. Reconoce que la naturaleza de Eros es más ardorosa y activa, aguda y violenta. En cambio, “en la amistad se produce un calor general y universal, por lo demás templado y regular, un calor constante y reposado, lleno de dulzura y pulcritud, que no tiene nada de violento e hiriente”.

Distingue Montaigne entre los deseos corporales, cuyo fin es ser saciados para paliar un dolor, y las pasiones que pertenecen enteramente al alma. Mientras que lo primero está vinculado a la naturaleza del amor, por lo que “el goce lo destruye”, de tal manera que “en el amor se trata tan sólo del deseo furioso de aquello que nos rehúye”; en la amistad “se goza a medida que se desea; se eleva, nutre y va en aumento tan sólo con el goce, porque es espiritual y porque el alma se purifica con el uso”.

La amistad es más civilizada que el amor, menos ansiosa, menos desesperada. A diferencia del amor, que requiere la presencia y la figura, la amistad puede prescindir de la presencia de ello por un tiempo y no por esta razón se merma o desaparece el sentimiento. Los buenos amigos pueden reencontrarse después de mucho tiempo y proseguir la amistad como si hubieran dejado de hablar la noche antes. Montaigne expresa de este modo cómo se mantenían en la distancia:

“Llenábamos más y extendíamos más la posesión de la vida al separarnos. Él vivía, gozaba y veía por mí, y yo por él, con tanta plenitud como si hubiera estado presente. Cuando estábamos juntos, una parte quedaba ociosa: nos confundíamos. La separación en el espacio hacía más rica la conjunción de nuestras voluntades”.

Tampoco el matrimonio es comparable a esta forma de hermandad. Según Montaigne, “es un contrato en el cual sólo la entrada es libre –la duración es obligada y forzosa, depende de otra cosa que de nuestra voluntad–, y un contrato que suele establecerse con vistas a otros fines. Además, en él surgen mil enredos externos que hay que desenmarañar, capaces de romper el hilo y de turbar el curso de un vivo afecto. En la amistad, en cambio, no existe otro asunto ni negocio que el de ella misma”.
Podríamos decir que esta amistad fraternal, al igual que la felicidad, es un fin en sí mismo, que sólo busca practicarse para deleitarse, pues se goza con el hecho de compartir tiempo, presencia, actividad, conversación, pensamientos… Con los verdaderos amigos podemos desnudarnos, no tenemos miedo a mostrarnos como somos. Precisamente este es otro aspecto que distingue al amigo del conocido: le hablamos como nos hablamos a nosotros mismos interiormente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Antes, compara la relación entre padres e hijos, a la que tal vez no se debería llamar propiamente amistad, ya que “se trata más bien de respeto. La amistad se nutre de comunicación, y ésta no puede darse entre ellos porque la disparidad es demasiado grande y acaso vulneraría los deberes naturales. Porque ni pueden comunicarse a los hijos todos los pensamientos secretos de los padres, para no crear una intimidad indecorosa, ni las advertencias y correcciones, en las que radica una de las primeras obligaciones de la amistad, podrían ejercerse de hijos a padres”.

De este modo, a la pregunta “¿por qué le quería?”, Montaigne responde: “Porque él era yo y yo era él” (en la traducción de Jord Bayod Brau: “porque era él, porque era yo”; en ninguna de las otras dos traducciones que he consultado se lee la traducción que elijo, que será menos exacta, pero por la que me siento más alcanzado desde un punto de vista semántico, ya que está más en consonancia con la definición aristotélica y con lo que he denominado unidad en la otredad). Y añade:

“Hay, más allá de todo mi discurso, y de cuanto pueda decir de modo particular, no sé qué fuerza inexplicable y fatal mediadora de esta unión. Nos buscábamos antes de habernos visto y por noticias que oíamos el uno del otro, las cuales causaban en nuestro afecto más impresión de la que las noticias mismas comportaban, creo que por algún mandato del cielo. Nos abrazábamos a través de nuestros nombres. Y en el primer encuentro, que se produjo por azar en una gran fiesta y reunión ciudadana, nos resultamos tan unidos, tan conocidos, tan ligados entre nosotros, que desde entonces nada nos fue tan próximo como el uno al otro”.

Es evidente que no se trata de una unión de amistad común, sino excepcional, como excepcionales debían de ser, cada uno a su manera, Montaigne y La Boétie. Repito: nuestra forma de cultivar la amistad, como nuestra forma de amar, depende de cómo somos. A decir verdad, no hay nada que no dependa de cómo somos: cómo respondemos o reaccionamos depende en gran medida de ello. Y Montaigne demuestra a lo largo de Los ensayos unas dotes excelentes para la amistad, hasta el punto de que Borges lo llamará “inventor de la intimidad”. Otro aspecto esencial que merece resaltarse de esta maravillosa amistad y de cualquier relación que haga verdadero honor a tan bello nombre es la feliz reciprocidad:

“Nuestras almas han tirado juntas del carro de una manera tan acompasada, se han estimado con un sentimiento tan ardiente, y se han descubierto, con el mismo sentimiento, tan íntimamente la una a la otra, que no sólo yo conocía la suya como si fuese la mía, sino que ciertamente, con respecto a mí, habría preferido fiarme de él a hacerlo de mí mismo”.

Gracias a la reciprocidad lo que siente el otro en cierta forma lo siente el uno, por lo que pueden conocerse e intimar tan hondamente, teniendo lugar esa milagrosa unidad en la otredad. Mas la reciprocidad no solo es en sentimiento y entendimiento, también en las exigencias, imprescindibles para devolver lo que se recibe (bajo la luz de la reciprocidad, dar y recibir, que a priori parecen antónimos, ¿no son sinónimos?) y para, en los momentos de incomunicación y desencuentro, que los habrá, estar a la altura de la memoria agradecida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Montaigne agrega en otro ensayo otra confesión muy significativa acerca del origen de Los ensayos y en la que los límites de las fronteras de la amistad y del amor se vuelven indistintos y ambiguos: “Sólo él gozaba de mi verdadera imagen, y se la llevó consigo. Por eso me descifro yo mismo con cuidado”. Como en el amor, la imagen de nosotros con la que más nos identificamos sólo surge en presencia de lo amado. Arrebatada la más íntima imagen de su yo tras la pérdida del amado amigo, es como si Montaigne escribiera Los ensayos a fin de indagar y buscar en sí y conocerse.

¿Acaso una forma particular de conocimiento no se revela por medio del examen de los sentimientos y, en especial, por medio del análisis de los sentimientos amorosos? También en esto se anticipa a uno de los grandes escritores del siglo XX, Marcel Proust. Lo curioso es que, al igual que el autor de En busca del tiempo perdido, al leerse, Montaigne logra leernos; al pintarse, pintarnos; al conocerse, conocernos.

 

Fernando Savater ha escrito, en la línea de Borges, que concebía la lectura como una forma de amistad, que “por otros autores sentimos respeto o admiración, por Montaigne sentimos amistad. Quizá ningún otro escritor se ha ganado tantos amigos desde que firmó su obra y no es detalle menor que dos de los primeros se llamasen Cervantes y Shakespeare. Lo que Montaigne ofrece al lector no es la solidez de una doctrina acabada ni tampoco el ejemplo moralmente edificante de una conducta digna de imitación, sino más bien compañía: la cercanía inteligente de alguien que comparte con nosotros perplejidades, descubrimientos y hasta caprichos”.

Así es, la voz que aparece y nos susurra desde Los ensayos (¿pero no son simples signos, no es escritura? ¿Es la voz de Montaigne o es la nuestra? ¿Acaso algo de la suya y de la nuestra?) es íntima y mantiene tal complicidad con sus lectores que no nos sentimos tan juzgados como comprendidos. La literatura y la filosofía que amamos es también un amigo que nos tiende su mano y nos recuerda, en medio de la ineludible soledad de la vida, que no estamos solos, que eso que creíamos que sólo sentíamos nosotros, también lo siente aquel personaje, que eso que creíamos que sólo lo experimentábamos nosotros, y por lo que nos sentíamos marginado y excluido, también lo experimenta este escritor… Desde la soledad de la lectura nos abraza esta solidaria comprensión.

Como ha señalado Harold Bloom, Montaigne habla de sí mismo a lo largo de más de un millar y medio de páginas, “y todavía queremos saber más de él, pues representa no al hombre medio, y desde luego tampoco a la mujer, sino a todos los hombres que tienen el deseo, la capacidad y la oportunidad de pensar y leer”. Sospecho que el interés de los lectores no es tanto saber más de Montaigne como de ellos mismos, claro que al saber más del autor de Los ensayos sabemos más de nosotros mismos.

Sin embargo, esta idea apunta a una de las cualidades indispensables de los clásicos, la universalidad. Me pregunto si esta universalidad, que no es de facto, sino en proceso, se podría alcanzar sin la inagotable capacidad de leernos y comprendernos a nosotros mismos con más profundidad y claridad de la que nosotros podemos hacerlo por otros medios. Esta es la razón por la que volvemos a releer sin fin al amigo Montaigne: no solo para conocerlo, sino para conocernos mejor a nosotros mismos.

 

Sebastián Gámez Millán

Categories: Filosofía, Literatura