Despertar
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Despertó antes del amanecer incorporándose en la cama, los ojos completamente abiertos, sudando gotas frías. Había tenido una pesadilla, no lograba traer a la memoria ninguna imagen, solo la sensación de algo real. Buscó sus zapatillas debajo de la cama pero tuvo que abandonar en el intento, tenía una sed irresistible y se dirigió descalzo a la cocina a pesar de la frialdad del suelo. Bebió con ansiedad dos vasos de agua y comenzó a recordar lo soñado.
Estaba de nuevo en su trabajo. El silencio se apoderaba de las dependencias. El pasillo se oscurecía hasta verse tan solo las luces de emergencia. El goteo constante de los grifos estropeados y el parpadeo intermitente de los fluorescentes deteriorados se adueñaban de las oficinas, donde algún que otro despistado se había dejado encendido el ordenador, la fotocopiadora o la impresora.
Allí estaba él tecleando en la soledad de un sueño real, se volvió a ver entre una maraña de papeles sin fin, rectificando escritos de unos jefes caprichosos, en medio de la hipocresía del contacto diario, de la hostilidad entre algunos compañeros pero sobre todo de la rutina, de ese hastío prolongado que lo sumergió en una depresión perenne y entonces comprendió la sensación de malestar que le había hecho volver a su última tarde de trabajo en la ciudad.
En su pesadilla vivió de nuevo las mañanas interminables con sus antiguos compañeros, los chistes malos del gracioso de turno, el sibilino que trama misteriosas urdimbres, las costumbres disolutas, la falsa camaradería disfrazada de lucha sindical. Esas imágenes almacenadas en lo más profundo de su ser y que creía superadas se apoderan del subconsciente.
También vio su primer día en aquel lugar donde transcurrió treinta años de su vida, cuando entró con la ilusión de un chaval, con esos sueños de principiante. Todo parecía espléndido al comenzar pero se fue deteriorando con el desgaste, la convivencia y la monotonía.
Nunca pensó que ser administrativo fuera tan duro, encerrado entre paredes durante nueve horas, cinco días a la semana, aguantando a los superiores y soportando a personajes peculiares que esporádicamente iban turnándose sin remedio y esa melancolía que se fue apoderando de él a lo largo de su otra existencia.
Llenó otro vaso de agua y sonrió. Todo había sido un sueño, un recuerdo del pasado. Las primeras luces de la mañana iluminaban el páramo que se extendía ante su granja, el olor de la tierra mojada por el rocío inundaba su espíritu. Ahora por primera vez se sentía a gusto con su trabajo, ya no estaba sujeto a la tiranía del reloj, ni tenía que aguantar conversaciones superfluas, por fin había descubierto la verdadera razón que daba ritmo a su vida, el lenguaje del viento, el diálogo de los árboles, la sabiduría del silencio.
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Antonio Villalba Moreno