Analógico Bradbury
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Analógico Bradbury
Era un criminal, leía libros. Y encima los escribía. Y además era analógico, no había descubierto el evangelio supremo del digitalismo. Por tanto está en el infierno para siempre.
Era un crimen leer en Fahrenheit 451. Y los bomberos quemaban los libros en lugar de apagar fuegos. Los libros eran un peligro, inquietaban a la gente, la hacían vivir, cuestionaban cosas, cuestionaban el poder. Hacían a la gente poco dócil, imprevisible, apasionada. La gente en los libros descubría la vida. Y la vida estaba prohibida. Vivir era un crimen, como para los calvinistas.
También ahora la vida está cada vez más prohibida. Solo se permite lo mecánico y lo masivo, lo que hace todo el mundo a horas fijas, lo que no tiene densidad. Lo que no tiene vida. Cada vez tenemos que ser más muertos y repetitivos y mecánicos.
Y si leemos, que sean best-sellers llenos de tópicos, de fórmulas, de ingredientes sabidos. No literatura de verdad, no libros densos, con originalidad, con inquietud. Con el veneno perturbador de las palabras. Todo sabido y previsto y que dé mucho dinero a las empresas. Faltaría más que uno se desviara de las previsiones de las empresas. Que uno no fuera un borrego metálico y quisiera hacer algo diferente y estar vivo.
En Crónicas marcianas, Bradbury planteaba un mundo futuro lleno de interrogantes metafísicos y existenciales. Donde seguían siendo temas la soledad, la incomunicación, el amor. No solo se hablaba de máquinas y de jergas tecnológicas. Las personas se buscaban desesperadamente a través de los planetas vacíos.
Un hombre hablaba casualmente con una mujer por teléfono, se ilusionaba sin fin y luego la línea se cortaba. Un hombre vivía en una familia feliz en un planeta feliz y luego descubría que aquella felicidad era falsa y mecánica. Que los tipos eran androides y no tenían mirada. Bradbury era un dostoievskiano y sabía de nosotros.
En el digitalismo de Fahrenheit 451 y las fórmulas, él hablaba de leer libros. Y de personas que se reúnen a escondidas para leerlos. De gente subterránea, de gente escondida. Como los hombres del subsuelo de Dostoievski.
Y hablaba de bomberos que queman libros, que provocan incendios en lugar de apagarlos. Que persiguen a Shakespeare y a la Literatura. Para imponer la fórmula y el algoritmo, la paz muerta e impersonal de las fórmulas y los algoritmos. Y de la imbecilidad artificial.
Para acabar con toda inquietud, con la inquietud vivía de la literatura y de los libros. Para imponer la paz muerta y definitiva de la Fórmula. Donde todo está resuelto, donde no hay inquietud ni pregunta. Ni deseo ni subjuntivo.
Y ahora yo también soy un réprobo, un condenado que merece mil torturas. Y sobre todo la tortura de la nada y el ausencialismo. Del digitalismo de los dígitos abstractos sin sangre. Yo soy un hereje del Digitalismo, soy un condenado del Digitalismo salvador. Pero no quiero salvarme. Quiero leer a Dostoievski y a Shakespeare. En papel, qué condenación. Y quiero tocar a las personas con mis manos. Y quiero besar.
Y quiero que el médico me atienda en persona y no en ausencia. En presencia y no en ausencia. En Presencia Real, como creen los católicos que está Cristo en la Eucaristía.
Y quiero tocar abedules reales con mis dedos reales. Que no estén convertidos en dígitos. Que me miren con sus arrugas y sus sombras, con sus alargamientos plateados. Vade reto contra mí que quiero lo concreto.
Bradbury era un criminal, leía libros. E imaginaba mundos futuros donde no todo eran técnicos y fórmulas. También había nostalgias y poemas y melancolías. Las rebeldes melancolías que cuestionaban el futuro perfecto de la tecnología. Imaginaba mundos donde no bastaba con técnicas, y las personas se desengañaban de las simulaciones y de los hombres mecánicos.
Recuerdo un relato sobre eso en Crónicas marcianas. Qué desolación al descubrir que estaban con seres diseñados y mecánicos. Con esposas que sonreían siempre, con seres correctos y educados que siempre sonreían. Pero ya olía todo desde mucho antes a chamusquina. Con tanto gesto perfecto, con tanta vaciedad tecnológica. Con tanta falta de espontaneidad y de relieve.
Bradbury hablaba de mundos futuros donde seguiría vigente Dostoievski. Toda la parefernalia técnica de sus relatos era un puro pretexto, era más bien ironía. Ya lo decía Louis Pauwels en su ensayo sobre él. En el mundo de la pobreza tecnológica perfecta y salvadora, seguían vigentes las grandes preguntas del ser humano. Y solo la literatura podía hablar de ellas. En un mundo analógico, condenación.
Soy un ser analógico, condenación sobre mí. No me creo la conversión de todo en dígitos y ausencias. No me trago que cunado voy a solicitar algo a un lugar real me digan que lo haga por internet, donde luego no me contesta nadie. No me trago esta pamema abstracta y calvinista del digitalismo, la última forma del calvinismo. Donde todo lo concreto es pecado.
Yo soy un gran pecador. Bebería whisky a escondidas durante la Ley Seca. Y leería libros a escondidas en el mundo de Fahrenheit 451 con Bradbury. Y aunque me quieran convertir en una nada, en un dígito, yo, como Unamuno, extenderé mis manos concretas, mis manos palpitantes y concretas. Y, como Unamuno, no querré su cielo de fórmulas y dígitos, y de ausencialismos y de médicos que dan citas en ausencia.
Y pido recibos en papel en la biblioteca, que malvado soy, qué analógico. Raro que no hagan una serie de tv sobre mí como un demonio analógico. Y me identifiquen con Manson como identifican a los hippies tan ingenuos en algunas series. Incluso el idiota de Tarantino identifica a los hippies con Manson. Todo para exaltar a su querido Hollywood de las películas tópicos y la industria de las emociones fabricadas.
Lo confieso públicamente, admiro a Bradbury, no me creo los paraísos de la técnica, busco libros en papel a escondidas. Y leo a Shakespeare y sus parrafadas sobre Lady Macbeth. E incluso creo en la inspiración, en la conexión directa con la vida, vean ustedes si soy malvado.
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Antonio Costa Gómez