Fuera hace frío [Relato]
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Fuera hace frío
La cigüeña se despereza en el campanario, puedo verla desde la ventana de mi cuarto. No es la misma que anidaba en aquel año de mi infancia, tampoco yo soy la misma. Solo se mantiene perdurable la casa de mis padres, añeja ya, desconchada, podridas las vigas del armazón, pero en pie, como los guerreros antiguos.
He bajado al sótano, donde se guarda mi bicicleta rota, las camas plegables, tiestos, cortinas, toda clase de trastos viejos, y he rescatado del polvo, de la labor destructora de los insectos, la fotografía de mi padre con el marco labrado.
La infancia es un papel en blanco en el que vamos escribiendo con letra torpe las impresiones, los momentos luminosos, también los amargos. Hoy quiero recuperar un pasaje de esa infancia para que el paso de Lisa por mi vida no quede opacado en el cristal ceniciento de la memoria, en el silencio de lo ignorado.
Conocí a Lisa de manera casual, sin saber que la estaba conociendo. Yo tomaba una limonada en el bar de la plaza con mi padre cuando llegaron tres chicas rubias y lozanas, de esas que aparecían por el pueblo para la recogida de la fresa. Los hombres del pueblo, tan brutos para algunas cosas, se las comían con los ojos, no estaban acostumbrados a esas bellezas extranjeras, como dijo mi padre. Se sentaron en la mesa de al lado y comenzaron a hablar en una lengua que desconocía, en la que todas las consonantes chocaban con los dientes. Una de ellas era Lisa. No la volví a ver hasta el verano siguiente.
Son las mujeres las que peor lo pasan. Mujeres jóvenes que llegan a trabajar. El camino de la fresa a veces es una puerta para convertirse en otra cosa, oí que comentaban dos chicas de su misma edad. Como si no fuera suficiente con las duras jornadas de trabajo bajo esos túneles ardientes. Son rubias, guapas. Hace calor. Van escotadas y con aros grandes en las orejas. Se saben observadas, catalogadas, tasadas. Basta verlas pasear por la tarde por la carretera. En las lindes no hay pinos ni vegetación, solo el plástico de los invernaderos, un mar, un océano. Empieza por un piropo, que a nadie debe molestar, si no fuera porque es chabacano. El final puede ser de muchas clases.
Hubiera bastado un poco de atención para que mi madre se diera cuenta. Siempre tan triste, tan hermética. Apenas salía desde el trágico suceso. Solo alguna visita y la misa con rezos y arrepentimientos. Esa soledad había afectado a sus gestos, tan seria, con ese arrastrar de pies y ese desfallecimiento de hombros. Yo me encargaba de la compra diaria, por la tarde, cuando volvía del colegio. El pedido grande para la semana lo hacía mi padre con el coche. Luego estaban las amigas del colegio, pocas, y las clases y los profesores y mi gata Matilda, pero siempre había momento para la pena, para las ganas de llorar. Sí, hubiera bastado un poco de atención.
Para ese viaje no necesitábamos alforjas, dijo mi padre a la salida del despacho. Es verdad. La directora tenía una manera sibilina de decir las cosas, las decía y no las decía.
–No, no. Hemos querido ayudarla pero en este colegio hay unas normas y las clases están para aprender no para salir volando por la ventana, en el mejor sentido de la palabra, ya me entiende. Por otra parte, es una niña demasiado sensible, sentimental, se la hiere con la más mínima alusión a su manera de actuar. Es puro chantilly. Merece una observación más profunda por su parte. Le falta la alegría propia de su edad.
A partir de ese día mi padre se pasaba mirándome con ojos de búho por si aparecía ese síntoma raro que me hacía diferente. Para él yo era una niña normal. Medio tímida, amante de los animales y de las plantas, cariñosa y llorona con las películas melodramáticas. ¿Dónde estaba la rareza? Se dio una segunda oportunidad y me llevó al médico, a ver si resultaba que no oía o no veía bien y por eso me disipaba en las clases.
-No sé exactamente qué tiene mi hija, pero algo no marcha bien. Tiene nueve años y nunca está contenta. Algo le falta. No sé bien qué puede ser. Ya le hemos dado calcio y aceite de hígado de bacalao pero no parece que haya servido de mucho. Mi mujer dice que es una niña nerviosa. ¿No tendrá lombrices…?
-Veamos. Hay veces que se adelanta la menstruación y no saben si son niñas o mujeres. ¿Ese es el caso?
Los dos me miraron como si acabara de cometer un robo. Me puse colorada como un pimiento. Mentalmente les llamé filibusteros, sin saber bien lo que decía. Me negué a contestar a sus preguntas. Volvimos a casa. Allí me esperaba mi madre, metida en la cama, en la semioscuridad, con la inevitable migraña abarcándolo todo. “Qué sabrán ellos, no hagas caso, Laura. Ellos qué van a saber. Acércame un poco de agua. Me arrancaría la mitad de la cabeza. No, no enciendas la luz, no hagas ruido. Déjame”. Yo quería permanecer, quedarme quieta, a su lado, contarla todo lo que me hacía sufrir. Fuera empezaba a sentir frío, un frío que no sabría explicar, el frío del desamparo, pienso ahora.
Mi padre seguía empeñado en que tenía que aprender inglés, que no iba a estar todo el verano de zangolotina, de tonteo por el pueblo, que ya tenía diez años y era momento de ir ampliando mi cultura. Eso dijo. En aquella época todo lo decía mi padre. Y una mañana me llevó a una casa con reja baja, a la salida del pueblo y me presentó a mi profesora de inglés. Ellos ya habían tenido conversaciones. Lisa hablaba cuatro idiomas y aspiraba a trabajar en un hotel de la costa. Había terminado la recogida de la fresa por segundo año consecutivo y ni pensar en volver a su país, tres días metida en un autobús y después nada. Estudiaba español en sus ratos libres. Tenía ahorrado un dinero. Resistiría hasta encontrar otro medio de vida. ¿Resistiría?
Esas vienen por tres meses. Luego se quedan merodeando, con una mano delante y otra detrás, a ver qué cae –dijo mi madre. Yo lo creí a pies juntillas durante algún tiempo. Lisa con la mano derecha en el pecho y la izquierda en la espalda, mirando hacia arriba. A continuación las prohibiciones, las regañinas sin sentido, no hagas ruido, no arrastres los pies, no se te ocurra traer a ninguna de tus amigas, ponte a hacer los deberes…para terminar con su mirada devoradora que tanto daño me hacía porque sabía que estaba pensando en mi hermano. Hubo un tiempo que deseé que desapareciese, que se fuera con su hermana de la que tanto hablaba, la que vivía en Sevilla, y a la que apenas vi un par de veces y las dos en momentos de desgracias.
Con las clases de inglés comenzó la historia. Lisa explicándome con su sabiduría de cuatro lenguas lo que yo no llegaba a comprender. Había palabras que yo consideraba que eran patrimonio de las personas mayores: parásito, arisca, frenético…que yo conservaba en la memoria por el puro gusto de poder paladearlas. Solo al contacto con Lisa se convertían en experiencias luminosas. Y empecé a verme como una personita interesante, lista, con la que se podía intercambiar ideas y compartir momentos de ocio.
La aparición de Lisa en mi vida fue como tener un elfo en el jardín. Eso es.
No veo qué tiene de raro reivindicar un elfo en tu jardín. Con pocos años es una suerte, un regalo, que un ser mágico habite tu espacio. Eso fue Lisa para mí, un ser mágico que creó a mi alrededor una nube de sensaciones que yo no conocía. Luego, con el paso de los años, supe que eso se llamaba autoestima. “No todo lo haces bien, pero vas progresando. Si continuas con este interés y buena conducta te llevaré al museo y te explicaré todo en inglés”. Y así, las clases se convirtieron en otra cosa, en una suerte de intimidad en la que me refugié como un gusano de seda en su capullo. Meriendas con sus amigas de los plásticos, el parque de atracciones, el mercado.
Otras veces mi padre, a la salida del trabajo, iba a recogerme para ir a casa. Entonces Lisa nos ofrecía café y chocolate. Yo respiraba tranquila viéndoles charlar de cualquier cosa mientras repasaba la lección. Atravesaba un momento de total embeleso hacia esa mujer que me parecía nacida para estar en ese lugar y en ese momento. Sin proponérmelo, fui acomodando la idea de que me hubiera gustado tener una mamá como ella, tranquila, sabia, conocedora del mundo de los niños y guapa, muy guapa, con ojos verdes transparentes y uñas siempre rojas y brillantes.
Esa brillantez me fue ganando o, para decirlo de otro modo, fui perdiendo pie en mis pocas verdades que no eran otras que mi familia, mi casa, el mundo que me rodeaba y que fue difuminando con su sabiduría. Pero también fui notando que no quería que contase nada a nadie.
Medio empujado por la tutora del colegio, mi padre me había llevado a la psicóloga, la encargada de ordenar el desorden. Una señorita amable, simpática que acabó diciendo que la muerte de mi hermano me estaba comiendo el entusiasmo y la risa, que tenía que echar los demonios fuera, que le escribiera una carta. ¿A él? Sí, claro. Era el método que empleaba para los pacientes de cosas raras. También dijo que era la única forma de entrar en contacto con los muertos. Yo deseché la idea porque me pareció muy, muy… (tenía que encontrar la palabra), muy, muy…riesgosa, podía salirme de este mundo. Solo una vez le escribí una poesía. Pasé todo el día en medio de una tristeza tan grande que no volví a hacerlo. Pensé que a mi madre la podría servir. ¿Funcionaría? No me atrevía a proponérselo. Siempre me tenía amenazada con una nueva migraña, pero compré a escondidas papel y sobre porque ella no quería saber nada de ordenadores. Fracasé. Se quedó en uno más de mis intentos. Yo la peinaba, la incitaba a pintarse las uñas de rojo brillante, compraba revistas de cotilleos de famosos. A veces reaccionaba y entonces me acariciaba en silencio, despacio. Cuando le enseñé la poesía me miró con ojos brillantes, con esa mirada llena de agua que tanto me gustaba. Me abrazó y lloramos las dos, no me acuerdo por cuanto tiempo. Luego volvió al mutismo y me apartó con fuerza. Así vivíamos, juntas pero separadas.
La asistenta que venía a casa a quitar la porquería de todos estaba igual de confundida que yo con lo que la rodeaba, aunque por otros motivos. Mi madre decía que la robaba el aceite y el jabón y luego se iba a la cocina cuando estaba planchando y cerraba la puerta para que yo no escuchara y la contaba cosas de mi padre. Eso lo sé porque un día se dejó la puerta entreabierta y corrió a cerrarla cuando yo ya había escuchado algo, a medias, como siempre y, como siempre, también a medias había comprendido.
Ahora necesitaría una lente de aumento para acercarme esos pequeños detalles, esos borrones que un niño capta pero no acaba de entender. El sudor frío y la palidez de mi padre después de cada discusión con mi madre, las medias palabras cariñosas de mi abuela, los cuchicheos de las vecinas, las suposiciones bien intencionadas y las otras, aquellos escupitajos en plena cara de los chicos de la clase de mi hermano, las preguntas insidiosas ¿Tú sabes que tiene un hijo en su país?
Un altavoz, por favor, para escuchar esos latidos disonantes, insanos de mi corazón cuando escuchaba gritos, portazos. Y también el sonido de la voz de mi madre cuando me cogía la cara fría y la besaba hasta hacerla entrar en calor. Luego era yo la que intentaba calentar sus pies, siempre helados y le contaba cosas del vecindario para que estuviera al corriente de todo cuanto la rodeaba y me quedaba esperando alguna palabra para saber más que nada que estaba entre nosotros, que era consciente de mis cuidados.
Todo ocurrió sin dar una sola oportunidad al futuro. El coche venía rápido. Oí el frenazo. Retrocedimos. Tropezó. El papel blanco de la infancia recogió el momento. Y la nuca de mi hermano buscó el bordillo de la acera.
Eso fue un año antes de conocer a Lisa. Cuando se lo conté, acudió en mi ayuda. Sabía cómo me estaba afectando. “No, mi ángel, tú no pudiste hacer nada. Ese niño era un atolondrado. A-to-lon-dra-do, palabra nueva. No hagas caso de lo que dice tu madre. No te comprende, no te protege de los demonios, tu madre no te quiere tanto como tú crees”. ¿Es eso lo que yo necesitaba oír? Creo que no, pero si Lisa lo decía…Mi padre había encajado el golpe apoyándose en mí. Vi cómo le salían canas, cómo se encogía, cómo empezaba a hacerse diminuto, a hablar todo en voz baja con un recogimiento de iglesia. Era su manera mansa de aceptar las cosas.
Que Lisa encerraba algún secreto lo supe cuando oí decir a mi padre que no hay corazón sin aristas, como si estuviera justificando algo o quisiera prevenirme o simplemente me diera a entender que no debía dejarme adormecer por las palabras de nadie porque a veces se va tejiendo a nuestro alrededor una red de hilos transparentes en la que podemos quedar atrapados sin darnos cuenta, una red hecha de ideas, órdenes o caprichos y yo pensé en que si seguía las palabas de Lisa podía llegar a odiar a mi madre, y tuve miedo.
Luego me llamó princesa, como siempre, pero con un tono rendido, preso en esa bondad blanda que le hacía tan vulnerable. Me mandó llevarle las gafas que estaban en el bolsillo delantero de su chaqueta y encontré una llave, una llave desconocida para mí. Volví a dejarla en su lugar con la certeza de que, una vez más, había dado con algo que no sabía. Era mi sino. O me daba prisa en crecer o me perdería en ese mundo de misterios.
Una tarde de aquel año Lisa me llevó al centro comercial. “Ya sabes, todo en inglés”. Ella escogió mi ropa. Antes me había prohibido los dulces y cortado mi trenza. Todo mientras mi madre permanecía desentendida, con aquel punto de neurastenia que nos alejaba de su presencia. “Tu madre no te quiere, nunca te ha querido…como tampoco quiere a tu padre. No parará hasta alejarle de ti”. Empezaban a ser machaconas las palabas de Lisa.
Pude haberle preguntado ¿por qué? Pero no lo hice. Yo todavía me sentía culpable de aquella manita que se me soltó, de la amargura que había en casa, de todo. Después, en su casa, me dejó su carmín y sus zapatos de tacón. En la tele sonaba música pop. Me quitó el abrigo riendo y me sacó a bailar. Vueltas y más vueltas. Mi voluntad se había evaporado en lo más alto de su techo de cristal. Recuerdo su risa sarcástica. Era de triunfo, ahora lo comprendo. Había conseguido hacer de mí una marioneta a su antojo. Era ella la que movía los hilos. Yo era su pequeña sanguijuela a la que hizo creer que era su sangre la única capaz de darle vida, su camino para llegar a mi padre, aunque solo lo entendí por un golpe de suerte. Habría seguido el juego si un día no hubiera descubierto en casa de Lisa el marco labrado puesto de pie, aquel que siempre estaba vuelto del revés, tendido contra el mármol de la mesilla. Eso sí que lo comprendí. Lo recuerdo porque aquel día cumplía once años. El aire se volvió espeso. Sentí un ahogo en el pecho, como piedras en los pulmones. Y pensé en mi madre con su insalvable migraña, como en una nube, en la cocina, haciendo masa de bizcocho, apoyado el libro de recetas en la caja de la mantequilla, llorando, como si supiera. Debió ser un vano presentimiento porque a los pocos días desapareció. Supe que había cogido el autobús de las seis de la mañana. Nada más.
No sabía qué había pasado. Solo lo intuía. En aquel tiempo yo interpretaba todo como presagios de algún extravío, aunque ese extravío fuese un secreto, o precisamente por ello. La asistenta dijo lo que le dio la gana. Contó que mi padre la llevó a mi casa y estuvieron bebiendo toda la tarde y más. Luego fueron a casa de Lisa y hasta el chico del supermercado oyó las voces en la escalera cuando subía con la compra. Debieron tener una discusión muy fuerte porque ella se quitó la blusa de seda y se la tiró a la cara. Luego le llamó hijo de puta, son of a bitch. Pero la asistenta era una mujer zafia, cotilla, descarada, por más que me preparase la merienda. No era de fiar. Vivía de los rumores. ¿Qué podía saber ella si todo lo que sabía o decía que sabía era lo que le contaba el chico del supermercado que es amigo de su sobrino?
Siempre sin saber, imaginando. ¿Qué causa una herida más profunda, la realidad o la imaginación? Acababa de cumplir once años. Los pájaros piaban en el jardín. Comenzaba el día. Mi padre abrió la ventana de repente, con ruido. Desde la verja del jardín vi cómo levantaba la mano. Apenas hablamos durante el camino. Sentí su beso suave, sosegado, como una aceptación. La niebla se desprendía de su velo blanquecino cuando cogí el coche de línea de las seis de la mañana.
Igual que entonces, a lo lejos, hoy puedo ver el océano de plástico absorbiendo los primeros rayos de sol hasta convertirse en un manto lechoso. El caminocontinua desprovisto de pinos, de vegetación. Allí donde el pueblo se convierte en algo ajeno, casi prohibido, se adentran hombres y mujeres embutidos en chaquetas con el cuello levantado. Se acercan a primera hora para solicitar trabajo. La fresa es el oro rojo, el sustento para todo el año. También hay abusos, decepciones, malos ratos, esfuerzo.
Con el paso de los años he comprendido que aquellos invernaderos son una réplica de la vida. En ellos se suda, se sufre, pero fuera…fuera hace frío, mucho frío. Se termina haciendo cosas que no quieres.
El silbido del tren me vuelve a la realidad. Ahora que mis padres ya no están me bulle la idea de recuperar aquella casa con sus fantasmas y sus verdades, aquel paraíso perdido con un elfo en el jardín. El marco labrado con la fotografía de mi padre duerme en el fondo de mi maleta. Me habla de buenos tiempos, de malos tiempos. El tiempo. El tiempo, sencillamente, pasa.
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Rosario Martínez
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