NOCTURNO Y CLARIDAD
(Nocturno: Que se hace durante la noche. Que anda siempre solo, melancólico y triste. RAE.)
Despiertas. Sabes que este humilde acto cotidiano rara vez es condescendiente, pues casi con instinto religioso te castiga siempre sin causa las neuronas cada vez que suena ese pequeño monstruo coloradito que compraste en una tienda todo a cien, y empiezas a imaginarte el mundo recién venido del ámbito del sueño, antes, sí, antes con toda seguridad de abrir los ojos. Todo tiende al negro y pesa como losa funeraria que sientes va a aplastar tu jornada, tu ración de contingencia cotidiana, esa pequeña contribución tuya a la Historia que a la Historia le resulta absolutamente prescindible. Piensas en lo que has de hacer cuando abras los ojos. Primero la ingrata tarea de prepararte algo caliente. No sabes si hacer el café antes o después de mirarte al espejo y deshacerte pacientemente de las secas legañas clavadas en los párpados. Abres los ojos. Pulsas el interruptor de la bombilla desnuda que siempre te parece que se va a desclavar del techo y, entonces, un agreste fogonazo te perfora la retina. Has optado por el espejo y en él compruebas una vez más que te sigue preocupando la aparición tenaz de las arrugas, testimonios implacables del paso de un tiempo que, en cambio, nunca dejó huellas importantes en tu biografía. Ahora ya estás ingiriendo con desgana la porción de sandwich seco que sobró ayer y que sólo eres capaz de engullir con la ayuda lubricante del café caliente que casi te quema la garganta. El café es la única cosa que te puede estimular cuando el aspecto mortecino de tu casa ha sido ya visto con los mismos ojos tantas veces. Pones el televisor, que te empieza a aturdir con tonterías, pero observas que son tonterías vespertinas, casi ya nocturnas. Y, claro, es que no es por la mañana, aunque tú acabes de despertar. Recuerdas ahora que has trastocado el horario, le has dado la vuelta al día, has dormido mientras toda la ciudad estaba en plena actividad efervescente, y por eso quizá tu cuerpo luce hecho una piltrafa y en tu cabecita se arma un enorme lío metafísico, aunque bien es cierto que no difiere tanto de todo el lío de las últimas semanas. Sin embargo, lo importante es que te concentras en la tele, porque ahora dan noticias. Qué juego de niños, pero qué monstruosamente sangriento. Llegas a la conclusión de que a esos hombres los hace poderosos sólo su enorme capacidad de matar, el desprecio infinito por la vida que no imaginas en qué pliegue del cerebro se aposenta y dudas si son humanos convertidos en monstruos o simplemente son hombres pero de otra especie. Te horrorizas sólo de pensar que puedan estar hechos de la misma materia orgánica que tú. Las máquinas de matar están preparadas y la hipocresía afila sus cuchillos. Es bajo el nombre de Alá o del Progreso como ellos esconden sus razones. Sabes que petróleo es la palabra clave, que la Historia siempre se tragó sin masticar a los inocentes y que no hay más dialéctica que la de confrontar capacidades de destrucción masiva. No importa si va para quince minutos el corte publicitario que han metido entre las crónicas de una y otra guerra, la que está teniendo lugar desde hace años y la que va a empezar con o sin consenso de la ONU. Acaso la tragedia se digiere mejor entre salchichas oscar mayer, pero a ti el vómito te ronda las entrañas. Tornas la mirada a tu hogar, abandonando la mágica ventana catódica que te ha proyectado a un mundo pertinazmente hostil, aunque tanta constancia en la miseria ya nos hace indiferentes. Intentas descubrir su presencia en un objeto, el retrato que ojalá haya olvidado llevarse, pues estás necesitando verla. El retrato no está, intentas el sombrero, ese que le tapaba media ceja y le daba un aire de picaresca y de misterio. Ese, cuidado, no el otro. El que le quedaba mal y tú siempre se lo decías demasiado crudamente, no. Intentas imaginar otras cosas suyas, para verlas, para buscarlas en los cajones, en alguna maleta, en el estante superior de algún armario. Pero sólo percibes con indiscutible claridad el enorme hueco que ha dejado. Te reclama otra vez el precio del barril de crudo y el juego de las alianzas internacionales. Cuánta información políticamente correcta en los noticieros. ¿Por qué no dicen las cosas como luego se dicen en las conversaciones? Que en Oriente y Occidente sólo buscan el negocio. La libertad, la justicia, en el fondo les da igual y son tan miserables en el eje del mal como en el eje del dinero. Lo que no vas a permitir es que a estas alturas te engañen con el desfile de apariencias. Tú sabes lo que hay detrás de todo esto, como lo sabe mucha gente, por otra parte. Aunque no todos se han pasado diez años recorriendo bibliotecas, hemerotecas, archivos históricos, fondos documentales de las radios y de las televisiones. Tú tienes toda la información y una visión de conjunto. Tú perteneces realmente a ese pequeño círculo de privilegiados que han comprendido el problema a nivel teórico, sin tener intereses concretos en el tejido del poder. Has hecho el enorme esfuerzo de abarcarlo todo y buena constancia de ello has dejado en tus escritos, que cualquiera puede consultar. Te das cuenta de que no paras de balancearte mientras miras la pantalla, adelante, atrás, adelante y vuelves a la habitación donde ella no está, vas y vienes de un mundo a otro y no sabes cuál es más insoportable. Recuerdas cuántas veces te criticó tu falta de sentido práctico. Y tú, que pensabas que aquello era materialismo, comprendes ahora que ella iba muy por delante de ti en eso de construir la vida. A veces despreciabas su optimismo, lo creías infantil. Considerabas excesiva su preocupación por la estética personal y siempre te molestaron sus continuos cálculos monetarios. Lo considerabas demasiado banal. Ay, qué equivocados creías que estaban casi todos los demás, con qué ingenuidad vivían desconociendo los engranajes de la injusticia. Eran cómplices. Cómplices porque la ignoraban e, ignorándola, dejaban que existiera. Pero cómo se te quedó la cara a cuadros cuando ella se atrevió por primera vez a objetar tu actitud global ante las cosas, cuando te dijo con un tono de voz algo estridente para tu gusto:
– Pero ¿tú qué haces por la gente? ¿me lo quieres decir?
Te sorprendió que ella tampoco te admirara incondicionalmente. Te amó durante mucho tiempo, simplemente te amó sin preguntarse nunca qué te faltaba para ser perfecto. Eso era cosa tuya, ella te lo dijo en otra ocasión.
– Siempre buscas lo imposible. Te cansas de la gente porque buscas seres que no existen. Y estás aburrido de ti porque quieres construir un personaje y no somos personajes, somos como somos.
Empezaste a percibir que se expresaba con más claridad que tú, y eso comenzó a inquietarte. Alguien te dijo: «no le des vueltas, las mujeres son siempre más inteligentes.» Pero nada te apartaba de esa idea tuya de que sólo sintiéndose uno diferente y desgraciado se podía cultivar la ética.
– De qué sirven tus meditaciones, me pregunto. Sí, ya sé que tu sentido moral es más alto que el de todos los que te rodeamos –te dijo con evidente tono irónico- pero, ¿qué es lo que persigues?
– Me dejo arrastrar por mis pensamientos. No los gobierno. Se me imponen- le respondiste instintivamente.
– O sea, que eres un amargado por naturaleza.
– Tu simplicidad aplastante no me ayuda.
– Y tus continuos devaneos intelectuales no ayudan a nadie. Ni siquiera te convierten en una autoridad filosófica. Te hacen cada día más insoportable. Están destrozando nuestra convivencia.
– El mundo es como es porque nadie se ocupa de pensar en cómo debía ser.
– Sí, pero para que haya juego se necesitan jugadores, no nos vale sólo con las reglas.
Quizá no fuera necesario tanto ensimismamiento para sentir el tamaño de la infamia. Habíais empezado a hablar de tú a tú. Era lo que siempre habías deseado, un interlocutor a tu medida. Pero te estaba empezando a fastidiar su sinceridad. En el fondo tenías que reconocer que no carecían de lógica sus críticas, pero no podías aceptarlas porque perforaban el sustrato durante tanto tiempo preservado de tu identidad. Entonces fue cuando empezaste a mirar oblicuo. No obstante, tu cascarón se seguía rompiendo cuando observabas sus caderas mientras regaba todas las plantas de la casa, canturreando canciones brasileñas o de Edith Piaf. Fue el instinto erótico el último lazo de comunicación que se rompió, porque… cómo se entregaba a la menor insinuación de interés por tu parte, bastaba una frase en la que ella interpretara mínima muestra de cariño. No pudiste controlar el sudor frío aquella noche que te despertó el terrible sueño en el que tú le cortabas la mano y luego despertabas y era verdad, se la habías cortado, pero todavía seguías dentro del sueño, el despertar era un elemento onírico más y fue el sudor frío del pasmo el que te devolvió a la indiscutible realidad, realidad en la que tú eras ya otro. Fue para ella definitivo verte apoyado en el alféizar de la ventana, intercambiando opiniones acerca de la gestión municipal. Te lo estabas tomando muy en serio. Respondías con rotundidad a cosas que no se correspondían con tus convicciones. Y entonces se dio cuenta, María se dio cuenta, al acercarse para participar en la conversación, de que en la calle no había nadie que escuchara. Y supo que era irreversible.
José Luis Martín
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