Aún ardes luminoso
Al profesor Nuccio Ordine, amante incondicional de los clásicos, que no dejan de iluminarnos.
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Monumento dedicado a Giordano Bruno en Campo de` Fiori, Roma
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En el penúltimo poema de Fragmentos de un libro futuro, de José Ángel Valente (1929-2000), que recibió el Premio Nacional de Poesía 2000 de manera póstuma por este libro, leemos:
“Y tú ardías incendiado,
solo en la infinitud del universo
y sus innumerables mundos,
víctima de jueces
tributarios de sombra
y sombra
y sombra
hasta nosotros.
Sombra.
Pero tú aún ardes luminoso.
[Campo dei Fiori, 1600]
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Fiel a sí mismo para recorrer caminos no transitados hasta entonces por nadie, la escritura de este poeta, ensayista y traductor se ha ido despojando hacia lo esencial, de manera que se ha erigido en el máximo representante en la cultura hispana de la llamada “poesía del silencio”. En “Cinco fragmentos para Antoni Tápies” anotó: “Mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio”.
Quizá para mantener la emoción de la búsqueda del lector, que no se desata hasta descifrar el sentido de los signos, una de las peculiaridades de este libro es que sus poemas no se abren con un título. Sin embargo, sí se cierran con unas palabras entre paréntesis que actúan a modo de título o señal. ¿Quién es el que aún arde luminoso? Contamos con una escueta referencia a un lugar y una fecha.
Campo dei Fiori es una hermosa plaza de Roma donde se alza una estatua esculpida por Ettore Ferrari (1845-1929) en memoria del polifacético Giordano Bruno (1548-1600), que fue quemado vivo junto a sus trabajos el 17 de febrero de 1600 por la Inquisición romana, que, cargándose de razones sin fundamento, lo consideró culpable por “hereje”. Como diría Walter Benjamin, todo monumento se levanta bajo un acto de barbarie. Pues el modelo cosmológico de Bruno supera incluso al copernicano al sostener que el Sol es solo una estrella dentro de una infinitud de mundos –a los que alude el poema en sus versos segundo y tercero–, concepción de una sorprendente modernidad.
El poema concluye con un verso a modo de epifonema donde el presente se contrapone al pasado: ¿Qué es lo que aún arde luminoso? Su ejemplo, su memoria, la injusticia de la que fue víctima. Es lo que todavía puede iluminarnos, guiarnos, orientarnos. Pues su muerte simboliza en cierto modo el imperecedero conflicto de la libertad de expresión y el conocimiento frente al dogmatismo. Pero este conflicto, que aquí terminó en tragedia, renace cada día.
La postura más razonable y justa que conozco acerca de esta cuestión probablemente sea el argumento que emplea John Stuart Mill en una de las obras fundamentales de la filosofía política del siglo XIX, Sobre la libertad, en la que busca cómo desarrollar lo más plenamente posible desde la perspectiva liberal este valor fundamental de los modernos sobre el giran como astros tantos otros valores, la libertad: “Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad (…) al impedir que se formule una opinión se puede cometer un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual. (…) Negarse a escuchar una opinión porque se está seguro de que es falsa equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad”.
Sabemos que las ciencias progresan porque se reconocen falibles; de lo contrario no las someteríamos a revisión, crítica y mejora. Todavía más, con sus imperfecciones, humanas, demasiado humanas, las democracias y sus correspondientes derechos conquistados –nunca definitivamente, como demuestran los vaivenes de la historia– son el fruto de un largo e inacabado diálogo. Si practicáramos la democracia deliberativa tal como es conveniente reconoceríamos y cultivaríamos las mejores ideas y argumentos de ese diálogo interminable.
Por las desafiantes palabras con las que respondió Giordano Bruno a la sentencia con la que lo acusaron esos “jueces tributarios de sombra” no debía de desconocer que el tiempo acabaría por concederle la razón (triste sino que nos asista la razón, y tampoco siempre, solo después de convertirlas en “víctimas”): “Maiori forsan cum timore sententiam in me fertis quam ego accipia” (“Tembláis acaso más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”).
Otros célebres casos como los de Sócrates (470-399 a C.), Hipatia (355 o 370-415 o 416), Miguel Servet (1509-1553) o Galileo (1564-1642), que también simbolizan de diferentes formas el imperecedero conflicto de la libertad frente al dogmatismo, podrían haberse evitado a la luz de este argumento. Pero la ceguera humana es infinita. Y a poco que nos descuidamos se multiplican los individuos que tiemblan ante la duda, otro de los nombres de la inteligencia, según Borges; individuos que son incapaces de atender otras perspectivas y que imponen o tratan de imponer sus rígidas creencias hasta la intolerancia y el fanatismo.
Precisamente en una reseña acerca del acto que se invoca en el poema, José Ángel Valente escribió que se encuentra “en el inicio de la modernidad que inaugura la Iglesia con una hoguera humana”. ¿A qué se refiere con ello, a que la muerte de Giordano Bruno simboliza el imperecedero conflicto entre la libertad de expresión y conocimiento frente al dogmatismo, o bien a que esta polifacética figura, al igual que Copérnico, Kepler o Galileo, es uno de los relevantes actores de la denominada revolución científica y el consiguiente cambio de paradigma del geocentrismo al heliocentrismo? En todo caso, estas dos interpretaciones no son incompatibles, sino más bien complementarias.
Como la buena poesía nos ofrece interpretaciones que trascienden la historia, este poema no sólo ilumina el presente desde el pasado sino que me atrevería a decir que lo que le sucedió a Giordano Bruno –o a Sócrates, Hipatia, Servet o Galileo, el más afortunado de ellos– no dejará de suceder mientras existan seres humanos, a menudo escindidos entre el deseo de conocer y la voluntad de ignorancia. O al menos no dejará de suceder mientras sigamos quedándonos más absortos y fascinados por las diferencias de credos que por la inmensidad que experimentamos ante la infinitud del cosmos.
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Sebastián Gámez Millán
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