El espíritu del tiempo a la luz del mito. Interpretar a Sísifo desde Nietzsche: acerca del legado de Camus – Sebastián Gámez Millán

El espíritu del tiempo a la luz del mito. Interpretar a Sísifo desde Nietzsche: acerca del legado de Camus
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El espíritu del tiempo a la luz del mito. Interpretar a Sísifo desde Nietzsche: acerca del legado de Camus
Si ya es arduo procurar ser justo –esa persistente ilusión humana-, aún más lo es serlo en tiempos de injusticia. Basta asomarse a Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), de Andrés Trapiello, para recordarlo. Sin embargo, hay seres, que tal vez sin proponérselo, sólo aguardando realizar honestamente su trabajo, lograron tan elevado y admirable fin: Albert Camus (1913-1960) fue acaso uno de ellos. Pues en la que tengo para mí como la definición más exacta del hombre, ya inseparable de su obra, Camus fue “un hombre justo en una situación de injusticia” (Edward Said).
Y no sólo acertó a comportarse de esta digna forma en situaciones tan difíciles, además acertó, junto con George Orwell (1903-1950), como muy pocos, en mostrarnos una radiografía precisa de esos convulsos tiempos. Con el paso de los años hemos comprobado que tuvo el valor y el coraje de observar, criticar y denunciar aquellas injusticias. No hay duda de que se equivocó mucho menos que su enemigo íntimo, Jean-Paul Sartre, al que su mayor altura de pensamiento filosófico, por entonces, lo dejaba en la sombra, a pesar de que ambos encarnaban, también como pocos, la figura del intelectual comprometido, esos faros que nos orientan en tiempos de desorientación.
No obstante, en una relectura durante el centenario de su nacimiento – 2013-, si queremos no cometer injusticias, reconoceremos que no toda su obra permanece en pie de la misma forma y con igual fuerza. Hay partes más vulnerables que otras: por lo general, su teatro ha envejecido antes y peor que sus novelas; sus novelas, aun siendo iluminadoras, no son tan originales –su deuda con Kafka, y otros autores, como veremos, es palpable-; su prosa en no pocas ocasiones es un tanto descuidada; sus ensayos carecen de la densidad y de la altura filosófica de otros autores de su época; a lo largo de su obra no abunda el sentido del humor, ni siquiera es frecuente: quizá hasta cierto punto es incompatible con la pretensión de ser justo…
Claro que si no queremos ser injustos con su legado, debemos juzgarlo por el conjunto de su obra, y no por algunos de sus aspectos, sobre todo por los más vulnerables. Entonces sí nos percataremos de que eso que no se nombra ciertamente con el término azar interrumpió su fulgurante trayectoria vital con apenas 46 años; que abordó, y de qué forma, múltiples géneros: desde la novela al teatro, pasando por la crónica, el artículo periodístico, el relato, el ensayo filosófico o las memorias, en todo tiempo de forma independiente y libertaria. Que recibió el Premio Nobel en 1957, con apenas 44 años, un Premio Nobel de Literatura que nadie se atreve a discutir.
En efecto, lo que resiste y persiste a lo largo del tiempo es el valor, irrenunciable, del conjunto de su obra, que cifra como muy pocas la imagen de un hombre con un raro sentido común, razonable, íntegro y justo en medio de situaciones injustas. Si a menudo se ha repetido la sentencia de Buffon, “el estilo es el hombre”, para Camus, más atento a lo ético que a lo estético –si es que cabe disociar lo uno de lo otro-, tenemos que decir que “la obra es el hombre” y, en consonancia y reciprocidad, “el hombre, la obra”.
Así que lo que perdura después de un siglo desde su nacimiento, y a más de setenta años desde su muerte, es el conjunto de su obra en general, porque a lo largo de ella, a pesar de sus inevitables altibajos, y con sus indudables hallazgos, asoma constantemente la imagen de sí desprendida de la obra, el hombre y la luz del Mediterráneo de su infancia, que nos puede alumbrar el camino, siempre trágico y arduo. Su huella se percibe en algunos de los más grandes escritores actuales, como Mario Vargas Llosa u Orham Pamuk, quizá no tanto por un género en particular como por el conjunto de la misma. Y, por encima de ella, me atrevería a decir, por la imagen de sí desprendida de su obra.
¿Cuál es, a mi entender, su principal aportación a la tradición novelística? Continuar y extender el legado imperecedero que recupera Kafka en el siglo XX, que con elementos fantásticos, parabólicos y alegóricos, se sale del angosto realismo decimonónico, –sin dejar de apuntar a eso que llamamos “realidad”, por supuesto-, y amplía los límites de la imaginación intelectual y, en consecuencia, de nuestra visión de la realidad. Recuérdense las palabras de D. Defoe que elige a modo de advertencia de La peste: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”.
Tanto en El extranjero (1942) como en La peste (1947), para algunos, junto con El mito de Sísifo (1943) y El hombre rebelde (1951), el corpus fundamental de su obra, despliega la idea de que “una novela es siempre una filosofía puesta en imágenes”. No estoy seguro de que una novela sea siempre una filosofía puesta en imágenes, pero del mismo modo que es muy difícil sumergirse en la historia sin recurrir, consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, a una filosofía, es muy difícil narrar sin al mismo tiempo servirse de una posición filosófica, ya sea epistemológica, ya sea ético-política.
Esto es lo que hace Camus, con un doble y logrado alcance, a mi modo de ver: primero, ampliar y enriquecer las posibles lecturas y recepciones de la obra debido a ese sustrato simbólico con el que teje, de tal manera que la epidemia que se abate sobre Orán en La peste no sea sólo eso, sino además pueda simbolizar París durante la ocupación alemana, o, lo que no es menos relevante, muchas otras ciudades actuales. “Un símbolo –escribió Camus- supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar”. Segundo, si una obra aspirar a perdurar en el tiempo, debe erigirse en símbolo, porque no podemos recordar todo cuanto aconteció, pero sí los símbolos, que representan el mundo en el que vivimos y nos representan a nosotros dentro de esos mundos…
Camus escribió que “los mitos están hechos para que la imaginación los anime”. No sé si los mitos han nacido y continúan conviviendo entre nosotros de forma tan predeterminada como teleológica, pero lo cierto es que al cabo de los siglos seguimos valiéndonos de ellos, no sólo para intentar explicar fenómenos que no hemos alcanzado a explicar de manera causal o científica, sino también para interpretarnos, representarnos, comprendernos y comunicarnos. No sé, pues, si Camus eligió el mito de Sísifo, o el mito de Sísifo eligió a Camus para interpretarse/nos, representarse/nos, comprenderse/comprendernos y comunicarse/nos. Algo, por cierto, que entronca con una de las tesis de un reconocido mitólogo, Joseph Campbell: “La tarea del artista es revitalizar el mito perenne desde su experiencia personal de hoy”.
A continuación quisiera detenerme en uno de esos símbolos o, si se prefiere, en la reinterpretación de El mito de Sísifo, a la luz de la filosofía de Nietzsche, con el que supo captar el espíritu de su tiempo, que acaso no diste demasiado del nuestro. Cualquier conocedor de la filosofía de Nietzsche, al leer esta reinterpretación de Camus, huele que el autor El exilio y el reino se vale a modo de guía de algunos de los conceptos medulares de Nietzsche para representar la situación de los seres humanos de su tiempo: la muerte de Dios, el nihilismo, el eterno retorno, la transvaloración de los valores, el superhombre, el amor fati, la afirmación de la vida…
A la hora de abordar esta cuestión, acierta, primero, al elegir el mito de Sísifo para representar el absurdo de la existencia humana, pues, quizá como ningún otro mito, este personaje, al ser condenado a subir la roca a lo alto de la montaña, e incesantemente volver a empezar de nuevo, en un camino de ida y vuelta sin fin, padece el “castigo más terrible”: “el trabajo inútil y sin esperanza”. Sin ninguna duda, “Sísifo es el héroe absurdo”.
Podemos apreciar en este pasaje un paralelismo con dos conceptos nietzscheanos: el nihilismo y el eterno retorno. El nihilismo es para Nietzsche una consecuencia lógica del devenir histórico debido a que se ha querido, sobre todo desde las tradiciones socrático-platónicas y judeo-cristianas, implantar valores que están contra la vida, tal como él la concibe. Y esto nos ha arrastrado a un estado de nihilismo, que Nietzsche imagina como un desierto que avanza. Por su parte, al eterno retorno, Nietzsche lo concibe como “la carga más pesada”. ¿Es la misma carga que arrastra Sísifo, que no encuentra fin ni sentido a su absurda existencia?
Sigamos escuchando a Nietzsche reflexionar acerca del eterno retorno, indispensable para superar el estado de nihilismo pasivo: “Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido, deberás vivirla una e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, cada pensamiento y cada gemido, y todo lo que hay en la vida inefablemente pequeño y grande, todo en el mismo orden e idéntica sucesión (…) Al eterno reloj de arena de la existencia se le da la vuelta una y otra vez, y a ti con él, grano de polvo del polvo”.
Añade Camus que si este mito es trágico –como nuestra propia existencia, podemos agregar nosotros-, “es porque su protagonista tiene conciencia”. Y lo ilustra rememorando a Edipo, otro personaje de mito en cuyo relato nos sentimos reflejados: “Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe”. Por otro lado, la idea de “la muerte de Dios” se puede reconocer en una línea, ya casi al final: “Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil”. ¿Quién sino Dios ha sido ese amo y señor?
Cedamos la palabra ahora al Camus de El hombre rebelde, que sigue a la luz de Nietzsche: “El cristianismo cree luchar contra el nihilismo, porque da una dirección al mundo, pero él mismo es nihilista en la medida en que, imponiendo un sentido imaginario a la vida, impide que se descubra su verdadero sentido: “Toda Iglesia es la piedra colocada sobre el sepulcro de un hombre-dios; trata, por la fuerza, de impedir que resucite”. La conclusión paradójica, pero significativa, de Nietzsche, es que Dios ha muerto a causa del cristianismo, en la medida en que éste ha secularizado lo sagrado. Se refiere aquí –apunta Camus- al cristianismo histórico y a su “duplicidad profunda y despreciable”.
¿Qué significa e implica esta “duplicidad”? Que la vida ha sufrido una escisión ontológica y epistemológica mortífera, ya que por un lado, el inferior, encontramos la vida terrenal, pasajera y falsa, y, por otro lado, arriba, podemos descubrir “la verdadera vida”, que ni que decir se tiene que es la superior. De este modo, al duplicar la vida, se falsea y suplanta la que quizá sea la única vida. Nietzsche, en cambio, grita que la tierra es la única verdad, y por ello hemos de serle fieles.
“Desde el momento en que reconoce que el mundo no persigue fin alguno –escribe Camus en El hombre rebelde interpretando al autor de Más allá del bien y del mal – Nietzsche propone que se admita su inocencia, se afirme que no se le juzgue, pues no se puede juzgar por intención alguna, y que se reemplacen, por consiguiente, todos los juicios de valor por un solo sí, una adhesión total y exaltada a este mundo”. Ese “sí”, que en seguida veremos en El mito de Sísifo, es el “sí” del amor fati, el “sí a la vida”…
Hacia el final del mito de Sísifo reinterpretado por Camus a la luz de la filosofía de Nietzsche, el autor de El revés y el derecho ya no piensa en un hombre común y corriente, sino más bien en lo que tal vez sería “el superhombre”, que ha superado la prueba del eterno retorno, que ha salido del desierto del nihilismo, al menos del pasivo, y, que a través de una transvaloración de los valores, se aproxima a la afirmación de la vida: “No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí (…) Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha”.
Así llegamos al final del texto, donde Camus escribe: “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. ¿Quiere decir con ello que el ser humano no ha de buscar ningún fin o, al menos, fines más allá de la vida? ¿Que acaso le basta con el caminar de la vida? Sea como sea, concluye con estas palabras: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”. Debo reconocer que siempre me ha resultado un tanto apresurado e insatisfactorio este final; a pesar de que la imaginación juega un papel fundamental en nuestras vidas, y no sólo en nuestras ilusiones y en nuestros recuerdos, más pronto que tarde envueltos por su generoso velo, sino también en lo que se refiere al conocimiento, como nos han enseñado algunos filósofos y científicos…
Hay que salirse de la obra y recordar una vez más al hombre y su gesto para experimentar adecuadamente cómo se puede abrazar la afirmación a la vida. Hay que recordar la sencilla y conmovedora carta que le envía a su viejo maestro cuando le informan que ha recibido el Premio Nobel de Literatura para reconocer a Sísifo dichoso:
“Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus.”
Es un acto de gratitud y, por ello, de afirmación -retrospectiva- de la vida, como quería Nietzsche, así como de justicia, a la que tampoco debemos olvidar nunca para conciliar lo privado y lo público, otra de las sabias lecciones que tenemos que esforzarnos en recuperar para ser dignos herederos de su irrenunciable legado, pues “la libertad no es un regalo que nos dé un estado o un jefe, sino un bien que se conquista todos los días, con el esfuerzo de cada individuo y la unión de todos ellos”.
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Sebastián Gámez Millán