La madre optimista del filósofo pesimista. Un retrato de Johanna Henriette Trosenier – Schopenhauer – José Miguel García de Fórmica – Corsi

La madre optimista del filósofo pesimista. Un retrato de Johanna Henriette Trosenier – Schopenhauer
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La madre optimista del filósofo pesimista. Un retrato de Johanna Henriette Trosenier – Schopenhauer
La historia de la literatura —y para mí la filosofía es una rama de la literatura— solo reconoce a un Schopenhauer. Se trata del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer, uno de los más influyentes escritores de ese fecundo siglo germano del pensamiento que fue el diecinueve. Schopenhauer creó un sistema de interpretación del mundo que culminaba a los para él más grandes pensadores de la historia, Platón y Kant, y que ha difundido del autor la imagen de uno de los mayores pesimistas que la humanidad ha contenido. El escritor consagró toda su vida a su obra, pero su gran frustración es que el reconocimiento que él creyó merecer, a los 31 años, con la publicación de El mundo como voluntad y representación (1819), tuvo que esperar más de tres décadas, hasta el tiempo de su vejez (que, eso sí, le compensaron con creces de tanto silencio). Ahora bien, durante todos esos años el apellido Schopenhauer sí fue sobradamente leído y reconocido… pues el filósofo tenía una madre, Johanna, a la que le unió una tortuosa relación en sus años de juventud y con la que había roto toda relación en 1814. Johanna Schopenhauer, hoy completamente olvidada, fue una escritora muy apreciada en la época Biedermeier —los años que en Alemania comprenden entre las guerras napoleónicas y la unificación, años de plácido sentimentalismo burgués— como novelista y autora de libros de viajes. Su nombre no falta en ninguna de las biografías del hijo pero no constituye ni una nota a pie de página en las historias de la literatura. Es más, leyendo aquellas bien podríamos decir que no podría concebirse figura más opuesta con respecto a su vástago que ella misma, la madre optimista del filósofo pesimista.
La filosofía y la literatura conocen varios progenitores que, por una u otra razón, cobraron una influencia fundamental en el devenir posterior de sus hijos. John Stuart Mill fue programado por su padre, el pensador James Mill, para convertirse en el gran reformador que su círculo de radicales esperaba como a un Mesías, lo cual significó un proceso educativo del que se proscribió todo juego y que comenzó por la enseñanza de las lenguas clásicas a los cuatro años. Ante el suyo, Franz Kafka se sintió siempre bajo la sensación continua y opresiva de estar atrapado por una culpa desconocida e insondable (lo que le reprochó en su Carta al padre) y que trasladó a su inquietante literatura como una mancha terrible que contagia toda la realidad del individuo.
En el caso de Schopenhauer, la influencia no fue pedagógica ni literaria, pero fue igual de tajante: Johanna dio el impulso definitivo a su hijo para escapar de un deber hacia el padre muerto que se había adjudicado inflexiblemente y que, de haberlo obedecido hasta al final, lo hubiera apartado por competo de su inclinación al conocimiento. Ella otorgó a su hijo aquello que él, pese a la profunda congoja existencial que atravesaba, no se atrevía a tomar: la libertad. Solo por ello la literatura le debe agradecimiento eterno a la escritora olvidada.
Arthur Schopenhauer (1788-1860) es uno de los filósofos de mayor influencia de los tiempos modernos. Fue uno de los últimos creadores de una explicación completa del mundo y del ser humano, y con independencia de que puedan o no compartirse sus especulaciones filosóficas —de cualquier modo, verdaderamente fascinantes, y en determinados aspectos de lo más convincentes—, es comprensible la atracción que despertó. Aun dentro de ese concepto profundamente pesimista que tuvo de la vida (y en determinados momentos, el pesimismo tiene un atractivo ético y estético que nunca poseerá el optimismo), su sistema ofrece también un modelo de conducta y unas formas de superar (o trascender) la derrota que en general supone la vida: por ejemplo, su defensa del arte como liberador de la trascendencia que anida en el ser humano sigue provocando emoción. Schopenhauer fustigó sin piedad al hombre medio de su época, al burgués satisfecho de su vida confortable y que pretende darse un baño de cultura (superficial, por supuesto), para el cual en tierras alemanas existía un calificativo que implicaba un notable desprecio: «filisteo». Un tipo de persona en el que incluyó a su madre, cuyo papel fundamental en su vida nunca reconoció; es más, siempre la menospreció.
Johanna Schopenhauer, de soltera Trosiener, perteneciente a una familia burguesa de la ciudad mercantil de Danzig, tenía veinte años menos que su marido, el próspero comerciante Heinrich Floris Schopenhauer. La suya fue una boda sin amor cuyo fruto fueron dos hijos: Arthur (1788) y Adele (1797). En 1805, el marido murió en un accidente en circunstancias extrañas que muchos especialistas suelen interpretar como suicidio: muchos años después, el hijo, en pleno enfrentamiento con la madre, le echaría en cara su culpabilidad en la muerte del padre, que contemplaba con desaprobación la necesidad de distracciones mundanas de su joven esposa. La familia vivía en Hamburgo: en los meses siguientes, Johanna, evidentemente ansiosa por dejar atrás esos años de obligado encadenamiento a un hombre aburrido y mayor, buscó un lugar nuevo y diferente donde residir, que saciara al mismo tiempo su anhelo de vida social y de estímulo cultural, vendió el negocio familiar y se marchó con su hija pequeña a Weimar.
Arthur quedó en Hamburgo, bajo el tutelaje de un comerciante amigo de su padre, preparándose para seguir la profesión familiar. ¿Tenía el joven vocación mercantil? Es evidente que no, pero años atrás Heinrich —que comprobaba con inquietud el desapego del hijo ante el oficio que le estaba reservado— había llegado a un acuerdo con él: a cambio de llevarlo consigo en un viaje por toda Europa, que el anhelo de conocimiento del muchacho deseaba por encima de todo, le había arrancado la promesa de que al regreso se consagraría al aprendizaje del oficio. Arthur consideró que la muerte desgraciada del progenitor no lo liberaba de esa promesa, y fue así que vio partir a la madre y a la hermana, suponemos que con la debida melancolía, asociando aquella partida con la libertad que a él se le negaba. Tal vez en ese momento comenzara su resentimiento hacia esa madre a la que no le importaban las convenciones y marchaba sin embozo alguno, ella sí, hacia una nueva vida.
Johanna había escogido como residencia Weimar, entonces una pequeña ciudad que era la capital de uno de esos múltiples y pequeños estados en que se dividía Alemania antes de la unificación, el ducado de Sajonia-Weimar. Su nombre hoy está asociado a una de las etapas doradas de la cultura alemana, el llamado «clasicismo de Weimar». Como todo pequeño estado que no puede competir en esplendor económico, sus rectores (en especial la duquesa madre) procuraron que su nombre brillara reuniendo a una constelación de los mejores escritores, artistas y científicos de su época. El principal astro, que ocupaba un puesto importante como funcionario en la corte pero que, ante todo, ejercía como el gran animador cultural del pequeño estado, era Johann Wolfgang von Goethe, considerado una de las grandes figuras de la literatura alemana desde el éxito multitudinario de su librito Las penas del joven Werther (1774).
Goethe sería el gran valedor de Johanna como asistente frecuente y notorio a las veladas que la viuda Schopenhauer organizó durante largos años en su casa durante dos tardes a la semana. Las circunstancias en que se produjo este encuentro y el triunfo social consiguientes las conocemos bien por el testimonio de la propia escritora, gracias a la larga y detallada carta que envió a su hijo Arthur para relatarle las dramáticas circunstancias en que se había producido su llegada a la ciudad.
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Johanna entró en Weimar en plena campaña napoleónica contra Prusia. Pocos días después de tomar posesión de sus habitaciones alquiladas tuvo lugar, muy cerca de la ciudad, la batalla de Jena, en la cual el corso infligió una enorme derrota a las potencias aliadas en su contra (Prusia, Rusia y Austria), cuya primera consecuencia fue la caída de Weimar en manos de la soldadesca francesa, con los consiguientes episodios de saqueo y pillaje. En esas circunstancias, la recién llegada —que pudo haber escapado, pero que no lo hizo al no conseguir caballos para sus fieles sirvientes, a los que no quiso abandonar— demostró una notable presencia de ánimo, primero para capear el peligro de los saqueadores, protegiendo a los moradores de su casa y a quienes fueron atraídos a ella al comprobar cómo sabía librarse de las penosas situaciones que se vivían en la ciudad. Después, y fue aquí como entró en contacto con Goethe, por su abnegación en el cuidado de los heridos después de la marcha de los franceses.
El insigne escritor apreció la capacidad de la recién llegada para aglutinar a la maltrecha sociedad weimariana en esos días, y fue él quien la indujo a que mantuviera las reuniones en su casa que tanto consuelo habían prestado en tan penoso trance. En especial, Johanna se ganó el agradecimiento eterno de Goethe (y su protección social) al agasajar en su casa al escritor y a la mujer con la que había contraído matrimonio en esos aciagos días (para dar ejemplo de «respeto a las leyes», había justificado él), Christiane Vulpius, una muchacha de muy humilde origen que había sido su amante y pública pareja durante veinte años y con quien había tenido un hijo. La buena sociedad de Weimar enarcó las cejas ante tan inconveniente matrimonio y los más empingorotados le hicieron el vacío; Johanna, no. Podemos pensar que el interés, es decir, las ventajas que obtendría de la amistad con el escritor, tuvieron su importancia en su decisión… pero ¿por qué ser menos generoso con ella que esta con Christiane? Es cierto que, con gracia, la misma Johanna le expuso a su hijo en carta que «si Goethe le ha otorgado su nombre, bien podemos los demás ofrecerle una taza de té».
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Es indudable que Johanna Schopenhauer no fue un ángel, pero sí una mujer que, sin la menor intención de ser pionera de nada, marcó claramente la línea de su libertad personal, en la que no permitió que se entrometiera nadie (y menos su arisco y criticón hijo); que, cuando el destino la puso a prueba, supo estar a la altura; que tuvo dones para el trato con los demás y supo hacer la vida más agradable a quienes la rodeaban. Que tuvo sin duda ínfulas de grandeza (nada más llegar a Weimar desempolvó un viejo título honorífico de su marido, concedido por el rey de Polonia, el de «consejero áulico», y por él fue llamada en la ciudad) tanto como genuinas inquietudes artísticas (inicialmente quiso dedicarse a la pintura: es posible que solo accidentalmente advirtiera que sus habilidades residían en la viveza de su escritura, a la que acabaría consagrando hacia finales de la segunda década del siglo). En fin, Johanna Schopenhauer fue una criatura feliz, alegre, dispuesta a no dejar de beber nunca más del cáliz de la libertad que tantos años le costó alcanzar.
Todo ello se trasluce no en sus obras literarias —que yo sepa, muy difíciles de encontrar hoy en España— sino en sus cartas, vivas, chispeantes, reveladoras. Están agrupadas dentro de un libro delicioso publicado hace ya casi dos décadas por Valdemar, magnífica casa editorial que se asocia a la literatura de género (sobre todo fantástico) pero que, entre sus múltiples inquietudes, ha dedicado una amplia atención a la filosofía alemana (Schopenhauer y Nietzsche sobre todo, pero también algún autor más olvidado, como Stirner). Se trata de Epistolario de Weimar, una selección de cartas de los dos Schopenhauer y de Goethe en los que se registran las relaciones de los tres en esos años. Su compilador, traductor y comentarista, Luis Fernando Moreno Claros, publicaría más tarde, ahora en Acantilado, un libro muy similar, pero extendido al resto de los años y entornos de la vida del filósofo, titulado Conversaciones con Arthur Schopenhauer.
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El Epistolario es el que nos interesa para registrar la evolución de la relación entre madre e hijo. Se inicia en septiembre de 1806, con la primera misiva que Johanna le envía y que nos revela que no tuvo fuerzas para despedirse físicamente, marchándose antes de que Arthur despertara. La famosa carta (fechada el 18 de octubre de ese año) en que narra la odisea de Weimar es, ciertamente, un documento no solo de notable fuerza documental sino expresiva: su capacidad para reproducir todo el horror que un civil puede sentir al descubrir que la guerra llega a la puerta de su casa es extraordinaria. La misma Johanna indica a Arthur que debe enseñársela a sus amigos de Hamburgo: poco a poco, el escrito fue adquiriendo una notable fama y viviendo una vida propia que le ha permitido llegar hasta nuestros días. No hay motivos para dudar que el buen papel que en él se asigna no sea cierto: no solo es plausible sino que, además, reconoce los episodios de valor de cuantos la rodean, de los criados a su propia hija Adele, cuya inocencia infantil pidiendo que la dejaran dormir desarmó a los soldados que estaban armando un jaleo fenomenal en su casa, consiguiendo que se marcharan.
En cualquier caso, Johanna no duda en proclamar, jubilosa, la buena reputación que le valió su actuación. La seguridad en sí misma se multiplica en las cartas siguientes: habla de la animación de su círculo, de su corte; de la simpatía con que fue recibida por la anciana duquesa; de su papel en el asunto de la esposa de Goethe; de la frecuentación de la casa por los más importantes hombres de la cultura de Weimar. Su estilo es ágil, ligero, gracioso: esto hace que se le perdone incluso cuando no puede (ni quiere) ocultar su muy sensualista egoísmo con respecto a los demás. Menciona, por ejemplo, que la joven y prometedora pintora Caroline Bardua está pintándolas a ella y a su hija, y cómo luego todos insisten en el magnífico parecido de su retrato; en cambio, «Adele no ha quedado bien». En la correspondencia, no puede evitar que se le escape algún reproche al enclaustrador marido: afirma que el temperamento caviloso y melancólico de Arthur (que a ella le disgusta mucho) es una triste herencia del padre. No cabe duda: Johanna se consideró a sí misma siempre joven; y a su hijo, viejo.
Entretanto, en Hamburgo, y como luego el mismo filósofo contará en el curriculum vitae que enviará en 1819 a la Universidad de Berlín para solicitar la venia docendi, Arthur languidece, incapaz de cobrar el menor interés por lo que hace, viendo cómo empieza a pasar de la edad en que un joven se entrega a su periodo de formación. Seguramente, envidiando la animosa vida de su madre, plena de la libertad que él ansía, incluso del estímulo intelectual.
Finalmente, Johanna entiende que se le está haciendo una petición de auxilio. Arthur le envía una carta que exhala un profundo dolor existencial; Johanna tarda todo un mes en contestar (incluso le envía unas breves líneas pidiéndole paciencia, pues una respuesta como la que se le demanda debe ser meditada). Sabe bien lo que implica la liberación del hijo: tener muy cerca a ese joven sombrío y crítico, tan poco alegre, tan excesivamente ceñudo. La madre, sin embargo, vence a la cortesana. Su respuesta, aun dando considerables circunvalaciones, ofrece a Arthur lo que éste desea: la exención de la promesa dada al padre, que lo está matando, y la posibilidad de que comience a preparar sus estudios para el ingreso en la universidad. Johanna tiene incluso la honestidad de incluir en su carta las líneas que le había pedido a uno de sus amigos, el escritor Fernow, pues este también había emprendido estudios a una edad más tardía de lo usual: en él le anima a que siga por entero su verdadera vocación, pues las posibilidades de éxito son indudables, señalándole, eso sí, que la entrega debe ser ahora absoluta. En el curriculum, Schopenhauer reconocerá que en cuanto leyó este escrito se deshizo en un torrente de lágrimas: había encontrado el impulso que necesitaba para justificarse a sí mismo.
Es, por tanto, a la madre de la que luego tanto renegó a quien el filósofo (y por tanto, la historia de la creación artística) debe el final de su encadenamiento. El trato que luego le dio, intolerante con respecto a cualquier liberalidad de su conducta, conculcador de la ingenua alegría que Johanna necesitaba en su vida cotidiana, es clara expresión de la paradoja que envuelve a tantos hombres que luego reivindican el abandono de las convenciones. Johanna, es evidente, debía sospechar lo que le esperaba —y es que su venerado padre ya le había escrito siendo adolescente: «quisiera que aprendieras a hacerte agradable a las personas»—, y es por eso que el entorno académico que eligió para su hijo no fue en la misma Weimar, sino en Gotha, ciudad universitaria cercana pero a la suficiente distancia. Sin embargo, el carácter del muchacho ya lo metió en el primer apuro: unos versos satíricos contra un profesor acabaron pronto con su estancia allí. Arthur marchó a Weimar.
Eso sí, Johanna no lo acogió en su propia casa. Amparándose en la necesaria independencia del muchacho, pero sin negar su propia tranquilidad —«eres pesado e insoportable, y considero harto penoso convivir contigo», le escribe sin el menor remilgo—, le alquila un par de habitaciones en casa de un fabricante de corbatas y le estipula claramente el tiempo que pueden compartir: dos horas todas las comidas y el par de tardes en que tiene lugar su tertulia. Arthur hablaría siempre mal de esos años, resaltando el «filiteísmo» de ese círculo. Es evidente que en ello mucho tiene que ver lo que jamás mencionó explícitamente: la humillación de que su madre no lo admitiera en la vida en común. Es más, en el curriculum no solo otorga toda la responsabilidad de su liberación a la carta de Fernow, sino que refiere que vivió en casa de uno de sus profesores, omitiendo la verdadera naturaleza de su alejamiento. ¿Cómo reconocer una situación que no podía sino avergonzarlo?
También es evidente lo mucho que debió de dolerle a alguien, aun joven y en proceso de formación, tan consciente de sus propios valores, el hecho de que nadie le hiciera el menor caso en esas reuniones: demasiado joven como para que en él se vieran otros méritos que la circunstancia de ser hijo de la anfitriona y demasiado hosco y antipático como para brillar en sociedad. Ni siquiera Goethe le prestó atención por entonces, aunque, años después, cuando leyó su escrito de doctorado, lo trató con cordialidad y respeto, e incluso trató de convertirlo en su discípulo en una de las cuestiones que entonces lo ocupaban, una «revolucionaria» teoría de los colores que, según él, superaba a la de Newton. Obvio es señalar que esa relación entre el escritor consagrado y el aspirante a la consagración no podía prosperar: el choque de egos era muy grande, y el Epistolario revela también la impaciente (y rabiosa) contención a que Schopenhauer se vio obligado para no montar en cólera cuando advirtió que Goethe, con buenas palabras pero ninguna acción positiva, terminaba por darle largas una y otra vez.
La ironía es que, por opuestos que fueran sus caracteres, madre e hijo no eran tan distintos en la necesidad de reconocimiento social que precisaban. La famosa misantropía de Schopenhauer (es bien conocido que afirmaba preferir a su perro que a sus conciudadanos de Francfort, la ciudad donde pasaría los últimos treinta años de su vida), en buena medida, acabó siendo producto de la frustración ante la falta de reconocimiento de su obra, que lo obligó a contentarse con la vida tranquila, y anónima, que le permitió la renta bien gestionada de la herencia de su padre.
El arreglo urdido por la madre duró los casi dos años de formación del muchacho para obtener el ingreso en la universidad: cursó estudios primero en Gotinga y luego en Berlín. En esos años debieron de verse poco, y tampoco el Epistolario registra apenas comunicaciones. Ahora bien, a finales de 1813 regresa a Weimar, esta vez a la casa materna. Ya no es un muchacho tímido, sino un doctor en filosofía que pontifica sobre todo y sobre todos, que se coarta menos que nunca con sus críticas y reproches acerca de cuanto ve. En especial hay algo que no le gusta nada: la madre tiene una amistad que a él se le antoja demasiado íntima con un joven literato, Georg Müller, y sospecha que es su amante. Parece ser que la relación entre ambos era más inocente, entre la amistad intelectual y la veneración platónica, pero en cualquier caso es llamativo que alguien que tan poco caso hizo nunca de las convenciones sociales y morales decidiera actuar así con su madre, comportándose como el clásico hijo «filisteo» que le reprocha a su progenitora que no se limite a guardar la debida memoria al padre ausente. Arthur trajo al hogar, además, a un amigo que coreaba sus invectivas contra su madre y su entorno. Las escenas penosas fueron haciéndose cada vez más frecuentes, sobre todo entre Arthur y Müller, hasta llegar al punto de ruptura.
El Epistolario conserva la terrible carta del 17 de mayo de 1814 en que Johanna conmina a su hijo, literalmente, a abandonar su casa. Con palabras muy duras, le reprocha su comportamiento desdeñoso hacia ella, su desprecio, el mal humor continuo y las palabras agrias contra todo aquello que valora. Sabe que la ruptura es definitiva, y argumenta que «no queda otro remedio si es que quiero vivir y proteger mi salud». No volverían a verse, aunque todavía se cruzarían muy agrias comunicaciones, por ejemplo debido al lamentable asunto financiero que estuvo a punto de arruinarlos a todos. Las agrias palabras que Arthur dirigió a su madre (injuriándola a propósito de la falta de respeto guardada a la memoria del padre) le costaría entonces una nueva ruptura, ahora con su hermana Adele.
Arthur también daría su versión del final de las relaciones con posterioridad, sin referirse a Müller sino al desprecio mostrado hacia él por su madre. Por entonces, Johanna ya había iniciado su carrera literaria, que la convertiría en el decenio de los años veinte en la escritora más famosa de Alemania. En su magnífica biografía de Schopenhauer, Rüdiger Safranski refiere uno de los últimos enfrentamientos que hubo entre ellos durante su convivencia en Weimar, tristemente significativo de su imposibilidad de acuerdo en cualquier campo. Al tener en sus manos la tesis impresa del hijo y leer su título, De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Johanna, con ingenuo desconcierto o con consciente sarcasmo, exclamó que debía de tratarse de «algo para boticarios». «Será leído todavía cuando no quede en el trastero ni uno solo de tus escritos», replicó el ofendido Arthur. La respuesta de la madre fue también memorable: «De los tuyos estará por estrenar toda la edición».
Ambos tenían razón. Johanna Schopenhauer hoy es solo recordada como madre de Arthur; pero la primera edición de la obra que el hijo creía que pondría su nombre en todo lo alto del firmamento intelectual quedó en su mayoría sin vender y acabó saldándose como papel defectuoso. Ella murió en 1838, plena de reconocimiento tras una vida en la madurez donde consiguió todo lo que le fue negado en los años de juventud, y su única mancha —de la que es probable que tan optimista señora se recuperara más pronto que tarde— fue el enfrentamiento con su hijo varón. Él murió en 1860, también pleno y feliz, e irónicamente por las mismas razones: por haber alcanzado, tarde pero a tiempo de disfrutarlo, del reconocimiento y la admiración de todos.
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José Miguel García de Fórmica – Corsi
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Para seguir leyendo [y, en el mejor de los casos, aprendiendo]:
— Epistolario de Weimar, edición de Luis Fernando Moreno Claros. Valdemar, 1999
— Conversaciones con Arthur Schopenhauer, edición de Luis Fernando Moreno Claros. Acantilado, 2016
— Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, de Rüdiger Safranski. Tusquets, 2008
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