Si un día de verano un viajero
Semejante a la noche
Homero
Aquella mañana de agosto de 1563, el joven magistrado Étienne de la Boëtie atravesaba los viñedos de Burdeos como se atraviesa un sueño. Febril y enfermo, con la lucidez que da el cansancio, por su cuerpo galopaba un presagio de muerte. Lo que nos amenaza nos constituye. Parecida exaltación le visitaría unos días después, ya agonizante, cuando le confesó a su gran amigo Michel de Montaigne que había tenido “grandes y admirables visiones, infinitas, indescriptibles”. Pensar en el infinito destruye cualquier otro pensamiento, pero Montaigne acogió tan desaforadas palabras tiernamente conmovido. ¿Por qué no aceptar que quizás Étienne había recibido esa mirada interior de la que S. Agustín hablaba, como dádiva de un desdichado cielo.
Sea como fuere, Montaigne advirtió que la amistad con Étienne había constituido “la más dulce compañía y sociedad sin la cual la existencia es sólo humo y noche oscura y tediosa”. Por la abierta ventana del aposento, entraba un aire compasivo, balsámico. Olía a madera, a cereza… Sobre una mesa, junto a un plato con alimentos apenas tocados, se destacaba un pequeño escrito juvenil de Étienne, Discurso de la servidumbre voluntaria o el Contra uno, encendido alegato contra la tiranía y en defensa de la libertad humana. Pidió que le leyeran, mientras lo seguía con trémulos labios en un murmullo salmodiado. “ No deseo sino comprender cómo puede ocurrir que tantos hombres, aldeas, ciudades, naciones, sufran un tirano solo, que no tiene más poder que su causar daño… ver un millón de millones de hombres servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no constreñidos por una fuerza muy grande, sino encantados y prendados por el solo nombre de UNO”.
Pareció caer en delirio, maldecir e increpar entre sudores a un gran tirano que sojuzga a los pueblos con la ignorancia y el miedo. Que bestializa a sus súbditos con diversiones y utiliza la devoción y la religión para legitimar sus aberraciones. “Porque los pueblos recelan de quienes les aman, y son ingenuos con los que les engañan. Y es maravilloso que se dejen conducir con tal que se les halague. Tales son los encantos de la servidumbre, el precio de su libertad y los instrumentos de su tiranía”.

Albrecht Dürer – Ritter, Tod und Teufel
Pero poco importa lo que profiera un cuerpo moribundo. Digas lo que digas de Dios, dirás mentira. Y si en el peligro está la salvación, por qué no dejar que el pensamiento vuele por el mundo como un ave solitaria para regresar a la misericordia de los hombres. Como en tumulto, se amontonaban en la mente de Montaigne recuerdos de su joven amigo: su pasión por los clásicos, la delicadeza inflamada de sus sonetos amorosos, su admiración por las virtudes cívicas de la República romana, su vida austera y morigerada, los inocentes consejos que le daba para huir de la disipación y practicar la continencia, el afán compartido de paz y concordia para los pueblos y la amistad y la tolerancia como alimento del Estado.
De repente, el pobre Étienne salió de su letargo, balbuciendo quedamente, como si pisara la hierba donde yace un pájaro muerto: “Los hombres nacen bajo el yugo, y después, nutridos y educados en la servidumbre, se contentan con vivir como han nacido, no piensan jamás en tener otro derecho ni otro bien…considerando como natural la situación de su nacimiento”.
El que aprende a morir aprende a no servir, pensó Montaigne. Y esto también es costumbre. El 18 de agosto de 1563 moría Étienne de la Boëtie, asistido por su mujer, Michel de Montaigne, el silencio de unas rosas y, probablemente, por su propia alma confortada.

Albrecht Dürer – Der heilige Hieronymus im Gehäus
Años después, retirado en su castillo de la Guyena, Montaigne escribía sus Ensayos evocando la muerte de su amigo. La escritura es ausencia, pero permite con la memoria de la palabra recuperar el pasado. Porque sólo comprendemos la vida hacia atrás. Reconocer, nunca conocer, su rostro, igual que un ciego tocando una cara. No quería rendirse a la tristeza, pecado que los estoicos prohibían a los sabios, pero ¿cómo contar sin aflicción aquella muerte si le seguía quemando?: “leves, las penas se cantan, grandes se callan”, clamaba el estoico Séneca. Quizás la imagen del cuerpo consumido de Étienne sea esa gran razón que nunca engaña.
Con las primeras nieves del invierno, tuvo una amarga sensación de lejanía o de pérdida, de que tal vez la vida esté tejida con hilos de locura. ¿Podrá alguna disciplina serena e íntima atender a tanta herida como nos rodea? ¿Será acaso la filosofía el único remedio para aprender a vivir o morir? “Dice Cicerón que el filosofar no es otra cosa que prepararse a morir; y esto es porque el estudio y la contemplación separan algo nuestra alma de nosotros y la ocupan aparte del cuerpo, lo que supone en cierto modo aprendizaje o parecido con la muerte; o bien, porque toda la sabiduría y el discernimiento del mundo se reduce al fin a este punto, a enseñarnos a no temer el morir”.

Michelangelo Merisi, detto il Caravaggio – San Girolamo
Sí, humildemente sabemos que vivir es estar solos ante la muerte, y que un cuerpo enfermo puede albergar la nostalgia de la más poderosa sabiduría. Y la filosofía, esperar que llegue esa mirada que escucha la luz esencial de la vida. Acaso un dolor necesario, la costumbre de estar pensando mientras alguien se muere a nuestro lado.
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Héloïse et Abélard – Mausolée- Cimetière du Père Lachaise

Héloïse et Abélard – Tombe – Cimetière du Père Lachaise
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Luis Carlos Yepes Fernández