Acerca de la «Nueva Filosofía» y la cuestión de su autoría: el caso de Luisa Oliva Sabuco Cózar, conocida como Oliva Sabuco de Nantes Barrera – I – José Biedma López

Acerca de la Nueva Filosofía y la cuestión de su autoría: el caso de Luisa Oliva Sabuco Cózar, conocida como Oliva Sabuco de Nantes Barrera – I
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Dolores y Amores entendidos en la Nueva Filosofía de Oliva Sabuco [1]
Satisfaciendo la graciosa petición al rey Felipe II firmada por la alcacereña doña Oliva Sabuco, Eduardo Ruiz Jarén, caballero de excelente prosapia, favorece a nuestra filósofa en su aventura literaria, defendiendo a capa y pluma la femenina autoría de la Nueva Filosofía…
«En esta sierra tan cercana de los cerros de Ubeda, por donde el corazón desde su inocente lejanía advierte las alturas de Puente de Génave»… Así comienza Domingo Henares la descripción del título de la edición príncipe de «Nueva filosofía de la natvraleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos: la qual mejora la vida y salud humana. Compuesta por doña Oliua Sabuco».
Atesoro en mi biblioteca el ejemplar que el estudioso dedicó a su maestro Antonio Campayo, porque «toda palabra que escribo es suya, cualquier noble pensamiento vuelve al sitio de donde nunca debería haber salido» (El bachiller Sabuco en la filosofía médica del Renacimiento español, Albacete, 1976).
El interés, tanto histórico como literario o filosófico, así como la actualidad de una parte considerable de la Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre... están fuera de duda, y eso soslayando la disputa de si la obra fue compuesta por el padre o por la hija, por Miguel o por Oliva, o por ambos, que también podría haber sucedido algo así, aunque la hipótesis no haya merecido la consideración de ninguno de sus estudiosos…
La cuestión de la autoría de la obra es ineludible, aunque tenga una relevancia más erudita y política, que educativa o filosófica. La verdad es que la duda sobre si la Nueva Filosofía fue compuesta por Miguel Sabuco o por su hija Oliva Sabuco es tan vieja como, seguramente, insuperable. El contenido de esta obra es singular, y especialísimas fueron las circunstancias en que vio la luz. En 1587, el mismo año en que la obra aparecía en Madrid bajo el nombre de doña Oliva, Miguel Sabuco Álvarez, bachiller (por la universidad de Alcalá) y boticario, extendía solemnes documentos privados en que hacía constar ser él, y no su hija Luisa Oliva, el verdadero y único autor de la obra. En una carta de poder otorgada a su primogénito Alonso para que publique la obra en Portugal -bajo el nombre de Miguel Sabuco-, dice haber puesto por autora a su hija «por darle honra, y no el provecho ni interés». Pero tal edición portuguesa no vio la luz hasta 1622, en Braga, y bajo el nombre de Oliva Sabuco, la cual, según el editor, ya por entonces habría fallecido.
Conservamos también una escritura de 10 de septiembre de 1587 que compromete a Alonso y su mujer, Ana Espinosa, a pagar al bachiller 120 ducados por los gastos que le ocasionó aquel inútil viaje a Portugal. La suegra de Alonso, Elvira Cobo, avala el pago de dicha deuda. Todo esto es, ciertamente, muy extraño…
En 1588, en su testamento, don Miguel vuelve a insistir… «yo compuse un libro yntitulado Nueva Filosofía» y amenaza nada menos que con maldecir a su hija si reclama los beneficios económicos de su venta. Sin embargo, y a pesar de exigir para sí tan duramente los derechos del libro, una segunda edición se imprime en Madrid, el mismo año, a nombre de su hija. No tenemos ni idea de cuándo murió el padre. Un Miguel Sabuco, que podía ser M. Sabuco Álvarez o M. Sabuco Vandelvira o M. Sabuco Peñarrubia, pues los tales coexistían en Alcaraz, fue nombrado letrado de la ciudad en 1590, de donde Benjamín Marco deduce que el bachiller estaba vivo en esa fecha…
Los problemas y disputas familiares que manifiestan esos documentos privados firmados por el bachiller Sabuco revelan fastidiosas disputas familiares, en que se barajaban rencores e intereses. La explicación -que no la justificación- hay que buscarla seguramente en el segundo matrimonio de Miguel Sabuco (hacia 1583), o en el pleito por la dote de Luisa Oliva, que se le antojó al bachiller excesiva, o en el hecho de que el padre «mejorase» en su testamento al hijo habido en su segundo matrimonio con Ana García, al que bautizaron también Miguel. Tal vez el padre favoreciese en su testamento al hermanastro de Oliva por su tierna edad, o por la pobreza de su segunda esposa. De todo ello resultaría distanciamiento o enemistad entre padre e hija, que pudo ser tanto más dolorosa o violenta cuanto más íntimos hubiesen sido los lazos afectivos, morales e intelectuales que les habrían unido con anterioridad.
La madre de doña Oliva se llamaba Francisca Cózar, y doña Oliva fue la quinta en nacer de este primer matrimonio de Miguel Sabuco Álvarez. La madre dio a luz ocho hijos, aunque la mayoría murieron niños, como entonces sucedía. Doña Luisa de Oliva Sabuco de Nantes y Barrera no tomó, pues, el apellido de su madre, sino de dos madrinas (¿nobles?): Bárbara Barrera y Bernardina de Nantes, según costumbre.
¿Fue Oliva testigo infantil y juvenil de las tertulias sostenidas por su padre en la rebotica de Alcaraz, con los pocos pero talentosos intelectuales de la comarca? ¿Fue discípula del famoso humanista Pedro Simón Abril, que reivindicaba el uso científico del español pero que aceptaba el magisterio de Galeno, cosa que no hace el autor de la Nueva Filosofía? ¿Conoció Oliva al genial arquitecto y paisano Andrés de Vandelvira? ¿Participó en aquellas discusiones? ¿Pudo redactar doña Oliva esta obra haciéndose eco de cuanto oía allí, ayudada por su padre? ¿Fue un motivo publicitario lo que impulsó a Miguel a poner la obra bajo la autoría de su hija, reservándose descubrir la superchería para más tarde? ¿Fue el miedo a la Inquisición? ¿Qué honra podría granjearle una obra crítica, un tratado de medicina enciclopédico, escrito por alguien que afirmaba no haber estudiado nunca medicina? ¿Qué fama podía obtener de una teoría fisiológica contraria a la doctrina de Galeno, una obra que sólo podía conseguir eco entre doctos? ¿Se atribuyó don Miguel la autoría de la obra -como quiere pensar la investigadora Rosalía Romero- para proteger a su hija de un posible proceso inquisitorial? ¿O fue tal vez un tardío regalo de bodas del que luego se arrepintió?
Todo estas preguntas promueven interesantes especulaciones o tal vez curiosas hipótesis, más ociosas y eruditas que relevantes para la filosofía o la ciencia. Porque… ¿Qué más da? Como dicen los italianos: si no es verdad, no importa, ¡es un buen hallazgo! La polémica sobre si Miguel u Oliva, Oliva o Miguel, son los autores -o coautores- de la Nueva Filosofía… partía de prejuicios hoy superados, al menos entre la gente civilizada. ¡Hubo quien puso en duda la autoría legal de la obra porque dudaba de la capacidad femenina para la ciencia pura! Y hubo quien la afirmó dogmáticamente, sólo por halagar la vanidad femenina. Que las mujeres tienen capacidad para la teoría y la investigación científica nos parece hoy tan obvio como su probada competencia política, algunas mujeres resultaron brillantes en estos campos incluso en épocas en que lo tenían «muy crudo», cuando se les dejó o cuando, a costa de enormes sacrificios, pues solían asumir las principales responsabilidades de la crianza, consiguieron suficiente energía y tiempo para cultivarlos.
Otra cuestión -más sutil- es decidir si el saber tecno-científico sería lo que es de haber sido elaborado por mujeres y no por varones, o determinar hacia dónde hubiese apuntado -o cosido- si hubiese sido obra de ambos sexos, como empieza a suceder ahora. Lo que insinúo es que la justa y necesaria igualdad de derechos y obligaciones civiles y políticas en absoluto debe servir para ocultarnos o hacernos insensibles las valiosas diferencias entre el cerebro masculino y el femenino. Evidentemente, nuestros sistemas neurovegetativos y hormonales son distintos, es diferente el modo femenino y masculino de actuar, el de estar y ser en el mundo, el de apropiárselo o representarse en él. Igualdad no significa identidad. Dichas diferencias nos enriquecen, son fuentes de maravilla y misterio, de belleza, de complementariedad y de amor.
Parece revelador que una obra de filosofía médica, psicológica y moral, firmada por una mujer defienda precisamente la profunda relación entre salud corporal y armonía emotiva, o que una fémina combata el enojo, la ira y la tristeza, buscando anclar -como el gigante Anteo y para su salvación- un pie del ser humano en la música y la amable conversación, y otro en las faenas necesarias para la vida y en la vida al amparo del murmullo de los árboles, el canto de los pájaros y el limpio aire del campo.
Sin duda, la autoría resultó verosímil en aquel tiempo. Recientemente, Mary Ellen Waithe ha fortalecido la autoría femenina de la Nueva Filosofía aduciendo que no tenemos ninguna prueba de que algún contemporáneo o autoridad de la época creyesen las reclamaciones suscritas por el bachiller Sabuco. El argumento no es definitivo, pero apoya la credibilidad de una doña Oliva autodidacta con capacidades intelectuales excepcionales, mucho más si tenemos en cuenta como explica muy bien el profesor Eduardo Ruiz Jarén- la posición secundaria y opresiva que ocupaba la mujer en aquella época, y de la que se hacen cómplices varones tan perspicaces como Fray Luis (al que no por ello se deja de citar en la Nueva Filosofía) o Juan Luis Vives, fundador de la psicología moderna. En cualquier caso, si la gente no hubiese creído que Oliva fuese capaz de escribir la Nueva Filosofía, no tiene sentido que el bachiller Sabuco redactara una «scriptura» ante el escribano Villarreal atribuyéndose la autoría. Las mujeres comenzaron a cobrar en el Renacimiento un merecido protagonismo, anticipador de la revolución que se opera en la actualidad.
No ayuda a descubrir la verdad histórica que la maternidad libresca de Oliva haya sido discutida desde posiciones machistas. Y sin embargo rara vez se ha dicho que doña Oliva tuvo que concebir y escribir una tratado tan original como enciclopédico antes de los veinticinco años, habiéndose casado con dieciocho, y sin formación universitaria. Pero el hecho de que el argumento de su sexo no sirva para negar su genialidad y verosímil autoría, naturalmente tampoco es suficiente prueba a favor de la misma, ni refuta definitivamente a quienes sospechan la del bachiller Sabuco por motivos no sexistas, quien sí tenía formación universitaria, ¡aunque tampoco fuese la especializada de un médico!
Exaltados en la defensa de doña Oliva se han mostrado varones muy ilustres… Lope de Vega llamó a doña Oliva «décima Musa»; Joseph Quer, «heroica matrona»; «omnisciente», la apoda otro autor; y «honor de España», «insigne doctriz», «esplendor y orgullo de su sexo»… Todas estas glorificaciones me parecen más bien hijas del paternalismo masculino que ajustados reconocimientos científicos, literarios o filosóficos.
Que no fuese escritora, como aseguró dogmáticamente el archivero J. Marco Hidalgo, es algo imposible de confirmar. Así que, ¿por qué no dejar las cosas como públicamente sucedieron, como legalmente son? A fin de cuentas, en ningún documento público se confirma la autoría de Miguel Sabuco o se cancela la de doña Oliva.
A mi juicio, uno de los argumentos más persuasivos que pudieran esgrimirse a favor de la autoría femenina de la obra, o de la parte escrita en castellano de la obra -la más interesante- estaría en el estudio psicológico del significante que organiza la escritura, lo que podríamos llamar el punto de vista femenino, el timbre femenino de la voz que oímos. Confieso que releyendo sus páginas lo he sentido, por ejemplo, en el título IX del Coloquio del conocimiento de sí mismo, titulado «Del afecto de amor y deseo…». Tal estudio sería muy interesante incluso si al final nos llevara a afirmar que es imposible, en una obra teórica, determinar una diferencia sexual de puntos de vista inequívoca, que no existe una perspectiva teórica masculina diversa por completo de una perspectiva teórica femenina, sino que lo propio de la teoría es precisamente la universalización del punto de vista, más allá de las diferencias sexuales o «de género».
En el título citado, por ejemplo, primero se resumen los tópicos sobre el amor en la prosa concisa y fresca que caracteriza la obra:
«El amor ciega, convierte al amante en la cosa amada, lo feo hace hermoso y lo falto perfecto, todo lo allana y pone igual; lo dificultoso hace fácil, alivia todo trabajo, da salud cuando lo amado se goza. También mata en dos maneras: o perdiendo lo que se ama, o no pudiendo alcanzar lo que se ama y desea.
En la primera manera es tan común, que se ve cada día la mujer que bien amaba a su marido, que perdió, a pocos días morir, que contar las que hemos visto sería ocupar papel…»
Leemos aquí cómo el paradigma de amante que se escoge no es masculino, sino el de «la mujer que bien amaba a su marido»… Pero ¿por qué no podría estar Miguel recordando con nostalgia el amor que le profesó su primera mujer, con la que dispuso en testamento que descansasen sus restos mortales?
Más adelante, tras exponer de qué manera la pasión amorosa puede embeber en su objeto tanto las potencias del alma del apasionado, que no tomen gusto en otra cosa, «ni en comer, ni en beber, ni conversación», sembrándose así discordia entre el alma y el cuerpo y estorbando así las necesarias operaciones de éste, los pastores filósofos pasan a ocuparse de los remedios del mal de amores. Antonio, el más listo, y cuyo nombre tal vez aluda a la obra de Gómez Pereira (Antoniana Margarita, 1555)) propone como el primero de estos remedios «saber y conocer al enemigo que mata», o sea, la naturaleza misma del afecto, para no dejarse enfermar por él. El segundo remedio es, antes de perder lo amado, usar la prevención diciendo:
«Si yo perdiese esto que tanto amo, ¿sería yo tan apocado y pusilánime que perdiese la vida también por ello, como las otras mujeres tontas que no sabían ni conocían estos enemigos del género humano?»
Ahora está mucho más claro que la persona que escribe se siente mujer, pues se compara con otras mujeres de menos talento.
Sigue anotando el remedio para cuando amamos lo que no podemos alcanzar, como alguien que nos desdeña o un artista de cine célebre, entonces…
«… está claro y común el remedio, que es buscar y tomar otros amores, que un clavo con otro se saca; y lo que tiñe la mora otra verde la descolora; y el saber también de este afecto que mata le aprovechará mucho para desechar aquel amor, y es eficacísimo remedio que le quiten la esperanza de alcanzar aquello que ama quien puede quitarlo. Lo que mueve el amor del hombre es toda perfección de naturaleza, y especial la sabiduría, eutrapelia, música, semejanza, hermosura, deleite, y esta perfección llaman un no sé qué, no sé de qué manera.«
El mismo «no sé qué» del amor inefable aparece también en las conversaciones entre el Alma y el Esposo del gran poeta místico, Juan de la Cruz, que fallecerá en Úbeda cuatro años después de la aparición de la Nueva Filosofía.
La obra de Oliva Sabuco es una joya de nuestro patrimonio cultural, una prueba entre otras de que la filosofía y la ciencia moderna tuvieron raíces hispanas, pero además, como confirma el fino y útil trabajo de mi estimable colega Eduardo Ruiz Jarén, aún puede servir de lección moral en un tiempo como el nuestro, en que los seres humanos sufren a menudo estrés, agobio y depresión, enfermando por motivos psicológicos y morales.
Su castellano tiene la frescura de lo genuino: asistimos nada más y nada menos que al nacimiento del español como lengua científica. Leer a Oliva es como ver surgir una mariposa multicolor, todavía ataviada con dorados y metálicos símbolos medievales, de su sosa crisálida antigua. Pasa lo mismo con el Examen de ingenios para las ciencias de Juan Huarte de San Juan (Baeza, 1575), también «médico-filósofo» como Oliva. Aunque la lengua franca de la comunidad científica internacional seguía siendo el latín (que empleó Vives), las lenguas modernas ganaban dignidad literaria, y el español entre ellas como vehículo de comunicación científica, donde más se innovaba, guiando y expresando una razón que se atrevía a desmarcarse del dogma y la autoridad de los antiguos, una razón que se sacudía el miedo a la libertad, que buscaba darse por contenido la experiencia, lejos de la pedantesca y vana especulación o la áspera disputa escolástica, y en contacto directo con lo que el pueblo contaba y hablaba, sus problemas e inquietudes y las necesidades de la vida. ¿No había Erasmo enaltecido la sabiduría popular, y Juan de Mal Lara había fijado por escrito la sabiduría de los refranes («Filosofía vulgar«)?
En segundo lugar, la Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre propone una visión armonista del humano que resalta la íntima unión entre el cuerpo y el alma, entre la materia y el espíritu, entre el conocimiento y las emociones. Doña Oliva subraya de un modo extraordinariamente actual el papel central del cerebro en el sostén de la salud, el rol capital de la imaginación en el juego de las emociones humanas, la relevancia de los sentimientos en la conservación de la salud, así como el peligro de su descontrol (enojo, ira, apasionamientos, manías), que puede llevarnos a la enfermedad y a la muerte.
Doña Oliva revela con todo ello que la salud y la bondad son en el fondo o en su fin -o al menos deberían serlo- una y la misma cosa. Puede que sea la inteligencia quien descubra el principal bien de la vida en los deleites sencillos y los sentimientos serenos, equilibrados, en la amistad, en la actividades al aire libre, en la compostura armónica de las obras cotidianas, pero sólo si se ve libre de dolor, libre de enojos, reales o imaginarios, y si es Amor-entendido, antes que Rastrera-pasión, quien de verdad lo busca.
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José Biedma López
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Nota
- Este texto sirvió como prólogo al libro de Eduardo Ruiz Jarén: Oliva Sabuco. Filosofía, ciencia y mujer en el Renacimiento del sur, Editorial Acodeco, Jaén, 2006. Y luego, en la 2ª edición: Oliva Sabuco: filosofía y salud, Editorial Manuscritos, Madrid, 2008. Sirva esta nota de homenaje al desaparecido autor, filósofo e investigador.
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