Liquen
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Roto en pedazos, troceado, mutilado, sin brazos y sin piernas: es preciso seguir. Esperar que el cuerpo recupere su entereza: eso es detenerse. Esperar que la luz de Dios ilumine otra vez las cosas: eso es pararse, eso no es seguir. Para seguir es preciso no esperar, porque esperar no es seguir, esperar es detenerse. Se sigue cuando no se espera nada. Nada vendrá. Nadie vendrá. Ningún Unigénito; ningún Rescate. Nadie vendrá y nunca vendrá.
Ya nadie pondrá jamás sus ojos sobre nosotros, los párpados goteando arrebato creador (Dios está ebrio, dice «Dionisio», Dios está enajenado). Y eligió al hombre por sí mismo y por él hizo un mundo inédito. Decían que alguien o algo nos soñó una vez por amor o distracción y alzó su voz eternamente enmudecida y dijo: Aquí –a duras penas se soltaban las tinieblas; los valles temblaban todavía en los dolores del parto; las patas quebradizas de los ciervos se abrían paso torpes e inseguras a través de las praderas inmensas– aquí pongo esta mugre, aquí pongo esta escoria.
Así que uno lo asume (tiene que asumirlo; tengo que seguir). Asume que es irremisible, que no hay rastros ni huellas ni escudos de Dios (árboles, plantas, flores, fuentes eran los velos que mostraban-y-ocultaban al Hyperoúsios; las cosas no importaban por sí mismas, pero importaban todavía por ser todavía eso: bisagras, símbolos naturales de lo sobrenatural, sellos finitos de lo infinito, escudos sensibles de lo trans-sensible, cifras del Indescifrable). Asume que no era más que un balbuceo: «aquí, allá, cerca, lejos». Asume la Dolencia Incurable (Cristo-Asclepio ausente) y, como tantas veces, uno se cura al saberlo. Ningún Trans-sensible vierte ya su belleza metafísica sobre cosa alguna (no hay «metafísica de la luz», hay «luz metafísica»). Al romperse, los cristales místicos cumplen cabalmente su función: la abstracción y la nulidad de Dios queda en las cosas, que ya no son por eso ni inmediatas ni dobles: abstractas y nulas son las cosas. Y es preciso atreverse, es preciso seguir; seguir en esto, en nada, seguir con nada, para nada. Porque al añorar el espejo de Dios nos detenemos. Los vidrios de arcoíris se han hecho añicos en los muros de las catedrales. El refugio en lo más alto de la torre ya no está habitado («yo» no estoy en esa acrópolis, no «estoy» en esa habitación). Si Él no tenía nombre ni morada; si era el más extraño, el extraño a todo (el Independiente, el Innombrable, el Exento, el Absoluto), entonces, ahora y aquí (en la sin-morada, en la sin-razón, en la sin-totalidad, en la sin-transcendencia), se cumple por fin el plan de Dios: no hay causa ni explicación, no hay razones ni porqués. Esperábamos, por eso creímos que llegaba, que llegaría, que estaba a punto, algún día, alguna vez… muertos.
Permanecer en la Vía Negativa –la Vía Apofática, la Vía Suprema– aceptando al fin que la mano cortada de cuajo ya no nos sostiene (nos consolaba soñar que nos mecía, que descansábamos en la palma de unas manos tan grandiosas). Continuar en la lucha suprema (imposible hablar, imposible callarse) y en la interminable reducción (nos hacemos Cristo en la Afasia, en la Apoplejía). Los gritos teológicos obstruían el silencio (el mundo es ruido, bullicio, escándalo); el canto no alcanzaba al Innombrable (blasfemias eran los cantos). Así que ya no solo no se dice no y no y no, sino que se deja incluso de decir «no». El cuadro supremo contiene un marco que no contiene nada.
Pero el árbol de la procrastinación sigue en pie en mitad del escenario (más delgado, en los huesos, más deprimente que nunca). Ahí está la larguísima sombra de Dios. Ahí está otra vez la cifra de la que depende todo: nos colgaremos del árbol si no viene: y no viene en el primer acto, y no viene en el segundo, ya no vendrá; y con todo uno espera, uno espera y no viene y no se acepta que no viene.
En la vidriera acribillada por las balas de Dios; en la madera enferma y carcomida por la Naturaleza, uno aprende a hacerse liquen, o sea, aprende a seguir –es posible seguir–. La madera del árbol no se tala: se pulveriza. El «de repente» era esto: aprender de pronto cuán estúpido era aquel temor a partirse en dos cuando no es pensable partirse en dos ni en tres ni en cuatro. Partirse en partes no es posible, si lo pensamos bien (¿qué ser-en-partes se partiría?). Si lo pensamos bien, lo que sucede al final es que uno se pulveriza como el árbol en el lecho del bosque nulo y sin más se desintegra, se borra en el polvo homogéneo, infinito; desaparece en la arena informe, infinitesimal. El cadáver calcinado se confundió con la ceniza de los cigarrillos y con la basura del suelo y fue barrido al final de la noche y se arrojó al desagüe. Esta es la muerte no negada. Esto es la asunción.
El liquen no tiene casa ni morada permanente. El liquen es apto para posarse en la podredumbre un momento y luego seguir. Seguir de podredumbre en podredumbre; seguir creciendo en los ecosistemas más hostiles a la vida; seguir y seguir en el desierto más árido, en el frío más extremo. Porque cualquier podredumbre es buena y así se cumple el viejo encargo divino: no estar en ningún sitio, estar en cualquier sitio. Nosotros somos tránsfugas, somos proscritos; nosotros estamos pero no estamos aquí.
El retorno no conduce a Dios porque el ansiolítico no es Dios (no es Bondad, no es Verdad). El ansiolítico es liquen. El liquen se alimenta del más muerto, el más podrido, el más infecto de los árboles. Y el descanso era esto. El fin de la ansiedad era esto (la salvación, la solución). Al no esperar, uno ya no desespera. El mundo desalojado y despreciado es la calma, es la paz, es la tranquilidad necesaria para seguir. Porque este anti-mundo no quiere nada, no aspira a nada, no desea nada. Pobreza, Renuncia, Soledad, dice Eckhart. Ék-stasis, Ab-stancia, Silencio, dice «Dionisio».
Y otra vez la obra deviene exégesis que sigue y sigue y sigue. No de «Biblia» alguna, por supuesto, sino de todas y cada una de las hojas que nos quedan.
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Aida Míguez Barciela