Un escéptico apasionado – A propósito de «Una Ética para el siglo XXI», de Javier Sádaba Garay – Rafael Guardiola Iranzo

Un escéptico apasionado – A propósito de Una Ética para el siglo XXI, de Javier Sádaba Garay
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Un escéptico apasionado – A propósito de Una Ética para el siglo XXI, de Javier Sádaba Garay
En su último libro sobre ética el filósofo vasco Javier Sádaba se ha revelado, nuevamente, como un maestro en generar atmósferas propicias para la reflexión y la confrontación de ideas. Una tarea encomiable en estos tiempos en los que la inmediatez de la noticia y la proliferación de la opinión –que no de la verdad- nos convierte con demasiada frecuencia en lectores de titulares. En su apuesta por la filosofía práctica Sádaba ha renunciado a la estéril búsqueda de culpables y nos ofrece una acertada selección de viejos y nuevos ídolos, como diría Nietzsche, en feliz cópula con la gran madre ética. La cultura, la política, la economía, el feminismo, la religión y la ciencia se dan cita en un texto al alcance del lector no especializado que puede, a su vez, servir de consuelo al especialista.
Cuenta Diógenes Laercio, un misterioso escritor griego que vivió en los primeros años del siglo III, que los Estoicos comparaban la filosofía con un huevo: “La cáscara es la lógica, la clara es la ética, y la yema, justo en el centro, es la física”. Javier Sádaba acarició ya en sus años de formación la textura lisa de la cáscara –especialmente en sus brillantes análisis del lenguaje religioso en el marco de la filosofía analítica y sus comentarios sobre la obra de Wittgenstein, pero se adentró valientemente en el reino de la clara del huevo, entre otras cosas, gracias al magisterio y el talante moral de José Luis López Aranguren, y con las herramientas de la lógica, de la filosofía científica y la sagacidad del teólogo agnóstico –cuando pudo ser Papa si hubiera alargado su estancia en Roma. Desde aquel momento se me antoja que Hume, Russell y Chomsky han podido ser una parte importante de su horizonte intelectual y de su propia presencia mediática. Sigue empeñado en demostrárnoslo. Y como Russell, Sádaba es un escéptico apasionado en busca del máximo de libertad y de justicia, “logrando el mejor modo de vida con uno mismo y con los demás” –el ideal de la “Vida Buena”, según E. Tugendhat.
La ética es imprescindible incluso para los escépticos. Una vez constatamos el carácter estéril de la búsqueda de la certeza en el mundo de los hechos alterados, nacidos de la posverdad, y de la lejanía práctica de las investigaciones metaéticas de las viejas figuras de la filosofía analítica, centradas en el análisis lógico del lenguaje moral o en las fórmulas obsoletas del emotivismo y el intuicionismo cimentadas en la dicotomía hecho-valor, Sádaba ha emprendido, como en su día también hiciera Javier Muguerza, el camino hacia una nueva razón utópica y dialogante bien pertrechado con las herramientas del “disenso”, actitud ética que muestra abiertamente su indignación frente a las situaciones moralmente insoportables. Todo ello, sin perder de vista que el utilitarismo y el deontologismo, líneas enfrentadas dentro de la filosofía moral posanalítica, siguen siendo los goznes sobre los que pivota la ética contemporánea, aunque extremos insostenibles si abandonamos cada uno a su suerte. Según Sádaba, partidario de su “combinación”, tendríamos que comenzar siendo utilitaristas, valorando la pertinencia de los “resultados” de nuestras acciones buscando “la mayor felicidad para la mayor parte”. Este es el espíritu de las éticas de los ideales de vida como la que nos legara Aristóteles, entre otros, o las modernas éticas centradas en las “virtudes”. Pero deberíamos fijar, a continuación, una sólida barrera, erigida con un núcleo de principios universales para corregir la tendencia del egoísmo a reproducirse hasta el infinito, al considerar a los demás como objetos con los que hay que competir y de los que debemos desconfiar. Los Derechos Humanos que se han formulado desde la histórica Declaración o el mínimo necesario para la convivencia democrática por el que aboga J. Rawls, son la traducción sociopolítica de dicho núcleo. Además, el deontologismo de ascendente kantiano, basado en el fuerte sentimiento “deber”, cuenta con un elenco importante de sentimientos morales –moldeables, al revés de las emociones-, entre los que destacan el “respeto”, “ser equitativo” y la “indignación ante una situación injusta”, una fuente inestimable a la hora de adoptar decisiones en materia moral.
Para el filósofo vasco, los humanos construimos nuestra vida dentro de una cultura determinada gracias a la vida moral, como si de una “obra de arte” se tratase, y nos movemos ordinariamente entre dos extremos: por un lado, viviendo para nosotros mismos, como si no existieran los demás (adoptando una moral mínima de corte utilitarista para salvaguardar la integridad de nuestros intereses), y por otro, dando satisfacción a una tendencia altruista que nos impulsa a hacer todo lo necesario para que todos vivamos mejor y que hace que nos sintamos a gusto con nosotros mismos y con el resto de los humanos. Este último, el de la “alta moralidad”, al menos como ideal –el de la Vida Buena-, debemos tenerlo siempre presente. Así podremos “divinizarnos”, como diría Aristóteles, desarrollando sin titubear los sentimientos de pertenencia a una comunidad moral, esa moral que nos convierte en diestros artistas de nosotros mismos.
En cualquier caso, la ética no sólo debe su carácter central –como la clara del huevo de los estoicos- a sus virtudes teóricas, a su condición de aguda reflexión sobre el comportamiento moral en tanto que dimensión fundamental de la vida humana. También nos proporciona un instrumental muy preciso para la comprensión y el desarrollo de la libertad –tal vez una ilusión necesaria-, para la toma de decisiones tras un proceso de deliberación más o menos exigente. La cáscara lógica prepara el camino y facilita el diálogo racional posterior. Gracias al diálogo podemos conectarnos con el resto del mundo “en todo aquello que es esencial”. Y, afirma Sádaba, “es esencial que no nos engañen, soñar, y en lo posible despertar, con un mundo alternativo”. La enseñanza juega aquí un papel fundamental, desde la primera infancia, como vehículo indispensable para la transmisión de nuestro patrimonio cultural, del que la ética es una parte irrenunciable. De ahí el acierto del autor a la hora de ligar las propuestas especulativas y la argumentación a la ética aplicada, a la ethica utens.
La política se examina, como todo lo demás, a partir de “cada uno de los cuerpos” que habitamos este mundo, con una mirada “libertaria” hastiada de tanta mediocridad, que “defiende la libertad por encima de todo” y pretende alcanzar “una sociedad basada en el apoyo mutuo y la igualdad económica”. Siguiendo al Kant de La Paz perpetua, se trata de ejercer la política sin adoptar el perfil del moralista ni formular catecismos. Mientras que la política al uso es “pura gestión administrativa” y el político un técnico (presuntamente al servicio de sus votantes), Sádaba comparte con Aristóteles la concepción de la política como una preocupación por el bien común enraizada en nuestra propia condición natural. Desde esta perspectiva se ocupa con cierto detenimiento de la desvalorización de las ideologías de nuestro tiempo, de las virtudes de la democracia participativa –y si es directa, mejor-, las miserias de las posiciones totalitarias y la reivindicación de los derechos humanos, dado que el desprecio de estos últimos ya no afecta ahora mismo, en nuestras sociedades industriales avanzadas, tanto a los derechos de tercera generación o de las generaciones futuras como a los más básicos, como la libertad de expresión o la libertad ideológica. El imperio del utilitarismo más zafio marca el estado de anemia moral del presente con su apología del éxito, el individualismo, la eficacia –sin proteger la autonomía moral-, el horizonte obsesivo de la producción y la búsqueda de beneficios. Como colofón, el abstencionista activo Javier Sádaba perfila una propuesta de identidad local vasca en un mundo global, a partir de los tres motores de la identidad cultural: la lengua, la historia y la tradición, y la interacción dialéctica entre lo local y lo global. ¿Cómo se puede llegar a esta sociedad de pueblos dotada con normas internacionales y sustentada en el derecho a la autodeterminación? Sádaba nos deja aquí con la miel en los labios, huérfanos de medidas concretas para acceder a “un mundo en el que cada pueblo de su color al cuadro total de la humanidad”. Tendrá que demostrarnos, tal vez en un nuevo libro, que la suya no es sólo una declaración de buenas intenciones ni una mera simulación idealista.
En materia económica Sádaba confiesa que no está en contra del libre mercado, sino de que “todo se mercantilice”, al igual que Aristóteles no desconfiaba de la economía, sino de la crematística. La ética de la empresa se ha reinventado a partir de los años sesenta en Estados Unidos –treinta años después en España-. Ya no se centra exclusivamente en el beneficio y la búsqueda de ganancias, sino “en una conducta moral y responsable respecto a lo que ofrece en el competitivo marco del mercado”. Porque ha comprobado que “es rentable ser moral”. Pero albergamos la sospecha de que la ética empresarial está fundada en un utilitarismo feroz, lo que nos invita a huir de una resignación inevitable en busca de propuestas que corrijan los excesos del capitalismo. Adam Smith, por ejemplo, afirmaba que junto a la motivación egoísta que nos incita a buscar la ganancia hay otra más profunda: la “simpatía” hacia nuestros semejantes. En esta línea cabe devolver la vertiente moral consustancial a la vida económica gracias al concepto de “ciudadanía”, puesto que en dicho ámbito no somos ni consumidores, ni agentes competitivos, ni seres calculadores, sino ciudadanos: “los individuos y las empresas (…) son, antes de nada, personas implicadas en el bien común de la ciudad y en la promoción de la libertad de cada uno de sus miembros”. Por consiguiente, según Sádaba, la empresa no debe reducir su actuación a compartir con el resto de la sociedad “unos mínimos morales” (pagar a sus empleados de modo razonable, tomar en consideración a los consumidores o redactar códigos deontológicos para la mejora de las condiciones laborales), o a perseguir ciegamente resultados beneficiosos, sino a perfilar su responsabilidad social en función del “respeto a todas personas”, la “solidaridad con los más necesitados”, y una concepción del ser humano que lo reconozca como sujeto y no como un objeto al que hay que vencer.
El valor de la igualdad tiene una presencia indiscutible en el feminismo. Pero también deberá tenerlo el valor de la diferencia, piensa el autor de Una ética para el siglo XXI. Se trata de elaborar una teoría feminista que insista, sobre todo, “en la diferencia en la igualdad”, huyendo de no pocos excesos de la teoría de género. Siguiendo el camino trazado por estudios como los de Carol Gilligan, conviene subrayar la diferencia entre la ética masculina de la justicia –basada en la lógica y las normas- y la ética femenina del cuidado, así como las posibilidades de conciliación entre las virtudes femeninas y las masculinas en el seno de una ética más equilibrada donde se muestren como complementarias. Una de las conquistas inmediatas consiste en que “la mujer enseñe al hombre a ser hombre”.
En otro orden de cosas, Javier Sádaba nos recuerda que las religiones han sido siempre una innegable fuente de moralidad y han nacido simultáneamente en el proceso evolutivo del Homo Sapiens, por lo que no procede obviar su papel en nuestra humana condición. Por otra parte, el enfrentamiento o el maridaje entre religión y moral se dan en un contexto teológico, es decir, en los enunciados sobre Dios y la consideración de Dios como “legislador”. En el diálogo platónico Eutifrón se resume esta tensión: “¿quieren los dioses que se haga algo porque es bueno, o es bueno porque lo quieren los dioses?” Ética y religión no son incompatibles como pensaba Kierkegaard, y se puede adivinar una alianza entre ambas –es lo que sostiene, por ejemplo, el teólogo Manuel Fraijó, y en clave de esperanza- en torno al tema de la muerte. La moral no puede desentrañar con solvencia ni resolver el problema del sentido de la vida y puede ser por ello razonable entablar un diálogo con la teología. La propuesta de Sádaba se distancia en este aspecto de la razón sin temor y sin esperanza de Javier Muguerza, otro de los discípulos del profesor Aranguren. Tal vez por ello el pensamiento agnóstico de Sádaba no sea un pensamiento trágico como el de Muguerza, aunque ambos abracen el carácter utópico de la razón y la visión del humano como un ser de posibilidades.
Una ética para el siglo XXI se cierra con uno de sus capítulos más inspirados: “la ética ante la ciencia del siglo XXI”. No obstante, recomiendo al lector que complete las reflexiones sobre la inteligencia artificial con el capítulo séptimo de libro Porque soy libertario y es probable que se quede “con hambre” en el tema del transhumanismo –tal vez, una nueva religión-. El filósofo moral del siglo XXI se rinde ante la preeminencia de las ciencias de la vida y sus grandes hitos: la bioética, el desarrollo de las neurociencias y el advenimiento del Homo Tecnologicus. En su breve exposición sobre la Bioética, Sádaba nos habla de las dos tendencias que han surgido en ella: una de corte científico, cercana a la biología y al valor de la vida, y otra de tono humanístico, próxima a la medicina y al valor de la salud. Más de cuarenta años lleva Javier Sádaba dándole vueltas al tema de la eutanasia. Después de desenmascarar las falsas imágenes asociadas a la esta evalúa aquí su moralidad. La libertad, la dignidad y el no hacer sufrir pertenecen a ese núcleo común e irrenunciable al que nos referimos cuando hablamos de “ética”, y es tarea de los poderes públicos preservar y promover dichos valores éticos. La eutanasia cumple el requisito de la libertad: soy dueño de mis actos y se deben respetar mis decisiones, como el derecho a mi propia muerte (en caso contrario, perdería mi dignidad como individuo singular así como el respeto que merecen mi integridad física y mi propia imagen). También cumple la exigencia del principal fin de la ética: evitar el sufrimiento. Porque “lo que importa no es la vida sino la calidad de la vida”. Por último, se examinan tres objeciones a la eutanasia. La primera establece que “no todo se puede hacer con uno mismo”. Aquí se confunden la supresión de un bien –la libertad-, con la supresión voluntaria de un mal –el sufrimiento-. La segunda tiene que ver con el “paliativismo”, es decir, con la supuesta eliminación del sufrimiento gracias a los cuidados paliativos, algo que Sádaba pone en duda, ante la imposibilidad de eliminar el dolor en términos psicológicos y la persistencia de la voluntad del paciente en estos casos. La tercera remite al monopolio de la violencia por parte del Estado y al peligro de que se produzcan abusos con la relajación de las leyes. Pero “en una eutanasia regulada nadie se toma la justicia por su mano” y se dispone de condiciones claras para su aplicación y seguimiento: el sufrimiento insoportable, la muerte a corto plazo, la falta de alternativas y que el paciente tenga capacidad de discernimiento, con independencia de su edad.
Como apasionado, Javier Sádaba se atreve en otro lugar a darnos una receta, un consejo para las relaciones amorosas, en las que confluyen la autonomía moral y el perdón: “una sensualidad que abarque el cuerpo entero y un amor que en vez de atar libere son verdaderas promesas de felicidad”. Pues la ética es la moral de las costumbres y no sólo una pulcra reserva de deberes. Asimismo, “el mundo sin humor sería un mundo en tinieblas” y la risa un instrumento de intervención política que da “punzadas contra el Poder”. Por si fuera poco, la pandemia actual ha puesto sobre el tapete la urgencia de hacer una firme defensa de la autonomía moral y política del sujeto frente al autoritarismo, la búsqueda sincera y tenaz del conocimiento, la defensa del ámbito de lo público –en particular, de la sanidad, la educación y la ciencia-, repensar el concepto de “trabajo” y luchar contra la instrumentalización del miedo por parte de los estados y la crisis ecológica global. Una ética para el siglo XXI es un buen pretexto para ponerse en marcha, para explorar los confines de la “Vida Buena”. Y esto lo decimos sin dogmatizar.
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Rafael Guardiola Iranzo
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Nota
Javier Sádaba Garay. Una Ética para el siglo XXI. Editorial Tecnos, Madrid, 2020. ISBN: 978-84-3097-916-5.
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