Palabras, palabras, palabras: la sombra de Montaigne en «Hamlet» – Sebastián Gámez Millán

Palabras, palabras, palabras: la sombra de Montaigne en Hamlet
Nada como el conocimiento apasionado se afana en la minucia, en el obstinado rigor, en la pretendida y nunca conseguida exhaustividad, que siempre es un tanto arbitraria e ilusoria. El gusto reiterado por el detalle casi imperceptible, por el matiz esquivo, sólo puede descender de un conocimiento exquisito, de una sensibilidad capaz de ser afectada hasta por el más mínimo movimiento (he estado a punto de escribir “del espíritu”, y lo hubiera escrito de no ser porque no concibo el espíritu, que actualmente, por el predominio de la jerga tecno-científica, lo denominaríamos “procesos mentales”, como algo separado y al margen de la corporeidad).
No se entiende bien la escritura de un Jorge Luis Borges o un Paul Valéry sin esta insistente pasión por captar lo más delicado e invisible. Ante lentes como las de estos artistas de la palabra cualquier nimiedad adquiere una trascendencia inusitada. Quizás esto explique, en cierto modo, los placeres de la erudición que, parafraseando a Pascal, la razón no entiende, y que a veces, sobrellevados a ciertos límites, desembocan en esterilidad creativa. Válganme estas palabras para aclarar, no sé si justificar, el motivo de las siguientes líneas.
Por la nota 39 del capítulo “El lector simbólico”, de Una historia de la lectura, de Alberto Manguel[1], me consta que George Steiner, en una conferencia celebrada el 23 de Marzo de 1995 en la Bibliothéque Nationale de París, sostuvo que el libro no mencionado con el que Hamlet aparece en la escena segunda del segundo acto es la traducción de Florio de los Essais de Montaigne[2]. Todavía antes, George Steiner se refiere en La cultura y lo humano al empleo que del capítulo XX de los Essais, titulado “Que philosophez c´est apprendre l´art de mourir”, hace Hamlet[3]. Todavía antes, Lampedusa declarará que “una de las cinco firmas de Shakespeare se encuentra en un ejemplar de la traducción inglesa de los Essais de Montaigne. Azar, como suele ocurrir a veces, feliz e iluminador: contamos así con una prueba tangible de que Shakespeare conocía los Essais”[4].
Conjeturamos que Hamlet lleva un libro entre sus manos porque la reina, su madre, advierte: “Pero ved al pobre infeliz, leyendo tristemente”. Es, junto con Alonso Quijano, el paradigma del libro como consuelo, conjetura que pronto adquiere más relieve con esta pregunta de Polonio: “¿Qué estáis leyendo, señor?”, a lo que Hamlet contesta con uno de los versos que en el decurso del tiempo ha pasado a ser uno de los más célebres de Hamlet, y aun de Shakespeare: “Palabras, palabras, palabras…”.
Barrunto que la idea de Steiner es otra respuesta a la pregunta de Polonio: “¿Qué estáis leyendo, señor?” “Los ensayos de Montaigne traducidos por Florio”; por lo demás, desconozco los argumentos que Steiner aduce para iluminar tal hipótesis, pero sé que en “La memoria de Shakespeare”, entre los autores que el poeta frecuentó, se cita el Montaigne de Florio. Borges, lúcido como de costumbre, no dice Montaigne, sino el Montaigne de Florio, a lo que tal vez Montaigne hubiera agregado: siendo un tercio de la palabra de Montaigne, otro tercio de Florio, otro del lector, y el resto de los azares, los humores y las diversas contingencias con las que se tiñe el acto de leer.
No obstante, habiendo leído y releído Hamlet, y volviendo con cierta frecuencia a los ensayos de Montaigne, por esos casi indescifrables azares que se cruzan y entrecruzan en cada vida humana, hasta en el más insignificante de los elementos que pueblan este mundo, me ha parecido observar algunas confluencias de Montaigne en Hamlet que, según intuyo, podrían esclarecer y acaso corroborar aún más la hipótesis de Steiner, en el caso de que estas observaciones no se hubieran detenido en los mismos lugares que éste, cosa que no he podido comprobar, puesto que no he tropezado de momento con dicha conferencia.
Y habiéndome incitado esta vez a la lectura de Montaigne el juicio de que “De la educación a los hijos” es el ensayo más logrado de los Ensayos, me acerqué a esas páginas con la duda de cuánto de cierto podía haber en ese juicio, al menos para mí, ya que todo juicio sobre una lectura acaba inevitablemente en uno, como bien sabía otro excepcional lector de Montaigne, Nietzsche. En el citado ensayo de Montaigne, este señala: “El mundo no es más que pura charla, y cada hombre habla más bien más que menos de lo que debe. Así la mitad del tiempo que vivimos se nos va en palabrería (“De la educación a los hijos”[5], pasaje que, si mi escucha no anda desencaminada, encuentra un eco en el mencionado pasaje de Hamlet: “Palabras, palabras, palabras…”.
Hacia el final, en el penúltimo párrafo, Montaigne escribe: “paréceme también acertado que en las ciudades populosas haya sitios destinados y dispuestos para el espectáculo teatral; pues entiendo que éste es un remedio excelente contra la comisión de acciones culpables y ocultas”[6]. Esta idea es crucial para el desarrollo de la obra de Shakespeare, pues, como es sabido, al príncipe Hamlet se le ocurre invitar al castillo a unos actores para que interpreten una obra ante el rey, la reina y otros, con el fin de que el nuevo rey, que ocupa el lugar de su padre asesinado no solo como rey sino, además, como esposo de su madre, al tiempo que se identifica en el papel de un actor se delate reconociéndose a sí mismo como culpable y traidor, para que así, viendo cómo el veneno de la verdad penetra en el nuevo rey, ya turbado, Hamlet confirme la sospecha que le ha relatado la sombra del fantasma, que no era otro que el espíritu del antiguo rey.
Antes de que el teatro dentro del teatro juegue a que la verdad emerja, él mismo lo anuncia: “Quiero tener pruebas más seguras. ¡El drama es el lazo en que cogeré la conciencia del rey!”. Es posible que la maravillosa idea del teatro como forma de revelar la culpa del culpable mediante la identificación no sea propia de Montaigne, es decir, es posible que esta idea estuviera extendida por la época y ciertos lugares de la Europa de entonces. Johan Huizinga recuerda que “en la pléyade brillante que va de Shakespeare a Racine, pasando por Calderón, el drama dominó el arte poético de la época. Uno tras otro, los poetas compararon al mundo con un escenario donde cada uno desempeña o juega su papel”[7][8].
Si bien estas palabras aluden más bien a la metáfora, ya enquistada en nuestra conciencia, de la vida como una obra representándose, entre esos papeles, el del traidor podría ser un lugar común de la dramaturgia de la época. Sin embargo, tampoco es imposible lo contrario, ya que no será ni el primer ni el único indicio que mostraré y a partir de los cuales trataré de hacer ver la sombra de Montaigne en el príncipe de Dinamarca.
Vayamos con algunos de estos botones de muestra: mientras que Montaigne escribe en “Que filosofar es aprender a morir” que “la vida no es, considerada en sí misma, ni un bien ni un mal; es lo uno o lo otro según nuestras acciones”, Hamlet lo parafrasea: “Nada hay bueno ni malo, si el pensamiento no lo hace tal”. Esta idea se puede rastrear en el estoicismo romano tardío, concretamente en Epicteto.
Hay un diálogo en la escena segunda del tercer acto entre Hamlet, espíritu lúcido y, por lo tanto, poco condescendiente a los halagos, y Horacio, en el que el primero elogia al segundo, pasaje, por cierto, que junto con algunas páginas de Aristóteles, Cicerón y Montaigne, tengo como uno de los más hermosos y penetrantes elogios a la amistad que conozco:
“Desde que mi querida alma fue dueña de escoger y supo distinguir entre los hombres, te marcó a ti con el sello de su elección, porque siempre, desgraciado o feliz, has recibido con igual semblante los favores y reveses de la Fortuna. ¡Dichosos aquellos cuyo temperamento y juicio se hallan tan bien equilibrados, que no son entre los dedos de la fortuna como un caramillo que suena por el punto que a éste se le antoja! ¡Dadme un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo lo colocaré en el centro de mi corazón; como te guardo a ti!”.
Estas encendidas palabras hallan un eco acorde en las escritas por Montaigne algún tiempo antes: “He profesado siempre admiración grande por la maravillosa naturaleza de Alcibíades, que se acomodaba sin violencia alguna a las circunstancias más opuestas, sin que su salud sufriese ni remotamente: tan pronto sobrepujaba la pompa y suntuosidad persas, como la austeridad y frugalidad lacedemonias, como la sobriedad de Esparta, como la voluptuosidad de Jonia” y, tras una cita de Séneca, Montaigne añade haciendo suyas, como en cierto modo hace todo aquel que cita, unas palabras de Horacio en la que resuena aún más nítidamente el espíritu de las palabras del príncipe: “Admiraré a quien no se avergüence de sus andrajos; a quien mude de fortuna sin inmutarse; a quien en la próspera lo mismo que en la adversa guarde la actitud del varón fuerte”. A su vez, el curso de estas ideas puede rastrearse en Ética a Nicómaco, de Aristóteles y en De la amistad, de Cicerón.
Los ecos podrían multiplicarse como la imagen de sí que repite en la ilusoria profundidad del espejo numerosos rostros, pues, ¿y si Shakespeare, consciente de la influencia de Montaigne en él, lo estuviera homenajeando de tal modo? ¿Y si Shakespeare, como creador de Hamlet, hace decir a éste lo que Montaigne, que en cierta manera está en el príncipe, le hubiera dicho a Horacio, el poeta latino? No sabemos si esa fue la intención de Shakespeare[9]; nunca lo sabremos ni acaso podremos corroborarlo con certeza, pero si algún lector de Hamlet puede leer sobre este pasaje en el lugar de Hamlet la voz de Montaigne y en el lugar de Horacio escuchar un elogio, no solo al amigo del príncipe, sino también al otro Horacio, al poeta, ciertamente, tampoco hay manera de refutarlo.
Volvamos a la pregunta que se hizo Denis Diderot: “Pero, ¿quién será el amo? ¿El escritor o el lector?” Y de manera semejante a Borges cuando se preguntaba, afirmando retóricamente, “¿los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?” (literalmente y en todos lo sentidos, habría que matizar, de acuerdo con Rimbaud), nosotros podemos preguntarnos con no menos propiedad si el escritor al que leemos, sea quien sea, no es de algún modo también nosotros. Sólo porque de algún modo es también nosotros existe la hermenéutica (la fusión de horizontes, según Gadamer); sólo porque de algún modo es también nosotros la misma obra no dice lo mismo para cada uno de sus lectores, de sus recreadores.
Ese posible guiño de Shakespeare al llamar a uno de los personajes de la obra Horacio, como el poeta latino, se deja sentir al comienzo de la primera escena del primer acto, justo cuando al entrar la sombra, Marcelo le exclama a Horacio: “Háblale, Horacio, tú que eres hombre de letras”. Recuérdese, además, que poco antes de morir Hamlet, el príncipe le pide a Horacio, tal como si fuera un antiguo vate que cantara las gestas y la verdad de su señor, que describa las razones que le movieron a comportarse tal como se comportó, justificándolo a los ojos de los que ignora.
De esta forma Shakespeare juega con la ambigüedad, los ecos y las resonancias, que en literatura, como es sabido, es sinónimo de riqueza. Y tan solo si el lector es lo suficientemente cómplice y lo bastante atrevido para descender, puede escuchar el rumor de las ondas concéntricas esparcirse en las letras, en el río de la literatura, que fluye con frecuencia ocultando sus afluentes. La literatura, y aun las artes, están repletas de ecos, homenajes velados, botellas arrojadas, voces que resuenan en otras voces. (No deja tampoco de ser curioso que se cite en Hamlet a Séneca, escritor decisivo en Shakespeare, y junto a Plutarco, una de los escritores más queridos por Montaigne.
Tal vez si pudiéramos ser conscientes de cuántos otros y otros respiran en una página, la moderna noción de autor se diluiría o, por lo menos, recobraría otras aristas. Exactamente nunca se lee a un solo autor. Así, cuando nos preguntan: “¿Qué estáis leyendo, señor?” Respondemos con Hamlet: “Palabras, palabras, palabras…”, porque, por grande que sea un autor, se trate de Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare o Goethe, por citar algunos nombres ilustres, no leemos sino la corriente que los atraviesa a cada uno y a cada uno de nosotros.
Al fin y al cabo la trama de Hamlet tampoco era original: la historia de Hamlet se remonta a unas Gestas de los daneses de Saxo Grammaticus, a comienzos del doscientos. Como recuerda su principal crítico, Samuel Johnson, “Shakespeare convirtió en obras de teatro algunas de la vidas de Plutarco cuando North las tradujo”[10]. Las obras de Shakespeare no son originales por los asuntos que aborda; las tramas están extraídas de crónicas, baladas y otras historias. En este sentido no es original, pero la originalidad, sospecho, no tiene tanto que ver con los temas que se abordan como con la forma en que son abordados. He aquí la originalidad de las obras de Shakespeare.
La originalidad de Hamlet, lo que la devuelve continuamente a la escena de nuestros días, hasta el punto de ser una de las obras más representadas de la historia, reside más que en el “qué”, lo que equivale a decir el tema, en el “cómo”, es decir en el estilo. El estilo es, según Lampedusa, “la única droga que embalsama por los siglos de los siglos la momia de las ideas”. Se lee, pues, a todos los escritores que confluyen en un escritor, a todos los que éste leyó y asimiló e incluso algunos que no leyó pero que en cierta manera están en él por veredas insospechadas con las que a veces tropezamos, como me ha sucedido a mí hace un momento recorriendo Hamlet a través de la memoria de Montaigne.
Sebastián Gámez Millán
2 de Julio de 2004.
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Hamlet – Act II Scene 2
[Exeunt Claudius and Gertrude [and Attendants]
POLONIUS Oh give me leave. How does my good Lord Hamlet?
HAMLET Well, God-a-mercy.
POLONIUS Do you know me, my lord?
HAMLET Excellent well, y’are a fishmonger.
POLONIUS Not I my lord.
HAMLET Then I would you were so honest a man.
POLONIUS Honest my lord?
HAMLET Ay sir. To be honest, as this world goes, is to be one man picked out of ten thousand.
POLONIUS That’s very true my lord.
HAMLET For if the sun breed maggots in a dead dog, being a good kissing carrion – Have you a daughter?
POLONIUS I have my lord.
HAMLET Let her not walk i’th’sun. Conception is a blessing, but as your daughter may conceive – Friend, look to’t.
POLONIUS(Aside) How say you by that? Still harping on my daughter. Yet he knew me not at first, a said I was a fishmonger – a is far gone, far gone. And truly, in my youth I suffered much extremity for love, very near this. I’ll speak to him again. – What do you read my lord ?
HAMLET Words, words, words.
POLONIUS What is the matter, my lord?
HAMLET Between who?
POLONIUS I mean the matter that you read, my lord.
HAMLET Slanders sir, for the satirical rogue says here that old men have grey beards, that their faces are wrinkled, their eyes purging thick amber and plumtree gum, and that they have a plentiful lack of wit, together with most weak hams. All which sir, though I most powerfully and potently believe, yet I hold it not honesty to have it thus set down. For yourself sir shall grow old as I am, if like a crab you could go backward. POLONIUS (Aside) Though this be madness, yet there is method in’t. – Will you walk out of the air, my lord ?
HAMLET Into my grave?
POLONIUS Indeed that’s out of the air. (Aside) How pregnant sometimes his replies are ! a happiness that often madness hits on, which reason and sanity could not so prosperously be delivered of. I will leave him, and suddenly contrive the means of meeting between him and my daughter. – My honourable lord, I will most humbly take my leave of you.
HAMLET You cannot sir take from me anything that I will more willingly part withal; except my life, except my life, except my life.
POLONIUS Fare you well my lord.
HAMLET These tedious old fools!
………….
[Hamlet – Act II Scene 2 – Laurence Olivier – 1948]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Grigori Kozintsev – 1964]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Film Director Bill Colleran – Stage Director John Gielgud – 1964]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Franco Zeffirelli – 1990]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Kenneth Branagh – 1996]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Gregory Doran – 2009]
[Hamlet – Act II Scene 2 – Yukio Ninagawa – 2015]
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Notas
[1] Alberto Manguel, Una historia de la lectura. Madrid, Alianza-Germán Sánchez Ruipérez, 1998, p. 375.
[2] En “La memoria de Shakespeare”, el cuento que le da nombre a ese conjunto de piezas, Jorge Luis Borges menciona esta influencia: “A juzgar por su testamento –se refiere, naturalmente, a Shakespeare– no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Coger, Spenser, Christopher Marlowe, La crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North”, La memoria de Shakespeare, recogido en Obras completas II. Barcelona, RBA-Instituto Cervantes, 2005, p. 394.
[3] G. Steiner, “La cultura y lo humano”, reunido en Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, 1994, p. 22.
[4] G. T. Lampedusa, Conversaciones literarias. Invitación a las letras francesas del siglo XVI. Trad. José Ramón Monreal, Barcelona, Bruguera, 1983, pp. 155-157.
[5] He leído y releído a Montaigne en tres ediciones distintas. Estas citas no pertenecen a la edición que goza de mayor prestigio en español, la de Jordi Bayod Brau, que se publicó después de la escritura de estas líneas, sino a una edición que adquirí siendo bastante joven, Montaigne, Ensayos (selección), trad. Constantino Román Salamero, Madrid, Club Internacional del Libro, 1984, p. 130.
[6] Montaigne, 1984, op. cit., p. 141.
[7] J. Huizinga, Homo ludens, trad. Eugenio Imaz, Madrid, Alianza, p. 38
[9] Debido probablemente a lo escurridiza que es la intencionalidad del autor, de un tiempo a esta parte, estoy pensando en ensayos de Roland Barthes y Michel Foucault, pero también de Hans Robert Jauss y la teoría de la recepción, la noción de la intencionalidad ha quedado al margen de consideraciones literarias y artísticas, relegando el papel del autor al de los lectores y las múltiples recepciones posibles (en los casos de Barthes y Foucault, sospecho que uno de los motivos de estos textos era liberar a los lectores de las redes, a veces tiránicas, de los autores, cosa que ya había realizado Denis Diderot cuando en Jacques el fatalista se preguntaba: “Pero, ¿quién es el amo? ¿El escritor o el lector?”). Pero me temo que no se trata aquí de relegar una cuestión por otra; si queremos comprender una obra literaria y/o artística en su debida complejidad y magnitud no podemos eludir la pregunta por la intención del autor, pues por escurridiza y tal vez nunca exacta que nos resulte, no deja de arrojar luz sobre la obra, ya sea por la motivación que le llevó a concebirla, por el proceso de creación o bien por la finalidad, tanto privada como pública, que con ella perseguía. Emilio Lledó ha abordado algunas de estas cuestiones en un certero análisis en el que reivindicaba que “detrás de cada obra está la intención del autor”, El silencio de la escritura. Madrid, Austral, 1999, pp. 71-76, especialmente, a mi juicio, 73 y 74. Me consta que más recientemente lo ha reivindicado Antoine de Compagnon, El demonio de la teoría. La literatura y el sentido común, trad. Manuel Arranz, Barcelona, Acantilado, 2015, pp. 86-98.
[10] Samuel Johnson, Prefacio a Shakespeare, trad. Taller de traducción literaria de la Universidad de la Laguna, Barcelona, Acantilado, 2003, p. 47.