La alegría de ser un árbol – José Olivero Palomeque

La alegría de ser un árbol – José Olivero Palomeque

La alegría de ser un árbol

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La alegría de ser un árbol

Ser amado por todos los seres vivientes de la tierra es mi mejor presentación. Por este motivo, me siento feliz; mucho más teniendo por amigo a tantas personas, a tantos animales y plantas que comparten conmigo mi espacio vital.

Me adapto a todo con alegría, lo mismo que el agua se amolda a la forma de cualquier recipiente, o sigue feliz el cauce que le indica el arroyuelo, o bien se deja abrazar por los límites de una laguna, rodeada de frondosos bosques de pinos olorosos. Curiosamente, todo ser vivo encuentra en mí algo para recrear su vista, satisfacer su cuerpo, enaltecer su espíritu, o disfrutar, simplemente, con la sensibilidad que genera mi mundo de sensaciones.

Unos jóvenes enamorados graban sobre mi recio pellejo sus corazones plenos de gozo; otros, escriben sus nombres en mi robusto pedestal, movidos por el amor que se prometen eterno, como testimonio de este instante de inspiración amorosa; ellos me dicen sus secretos con una voz tenue, como un susurro de brisa primaveral.

Sonrío con satisfacción cuando puedo dar sombra a ancianos y niños a las horas acaloradas del día, sentándose a mis pies para reposar sus cabezas en mi lecho. También me utilizan como instrumento de sus juegos, cuando mi grueso cuerpo sirve de escondrijo a los pequeños. Gozo abiertamente al ver sonreír a los niños con sus espíritus sueltos, jugando, corriendo, saltando y gritando como si fueran cervatillos en libertad.

En la frondosidad de mi copa que dirijo al infinito cielo, azul claro o manchado de nubes espumosas durante el día, o tal vez cuajado de estrellas que penden del espacio como racimos de uvas dispersos durante la noche, un sin fin de cantos y trinos se dejan oír en los múltiples nidos que moran en el espesor de mi ramaje. Como veis, muchas familias de estos seres alados se cobijan en la verde cima de mi cuerpo, creando un paraíso multicolor y sonoro en el espacio que los acoge.

En el suelo, bajo la mirada curiosa del astro solar que nos ilumina, me gusta dibujar la silueta de mi ser, recalcada en ese color terroso que vosotros pisáis, sin daros cuenta que ocupáis el espacio de mi obra maestra.

Una planta trepadora, la hiedra, se desliza lentamente entorno a mi tronco. Se ofrece como adorno permanente, sin necesidad de rogarle ni pedirle, porque ella misma se brinda encantada durante el día, la noche, por el crepúsculo y la aurora.

Cuando llega la primavera, la Naturaleza me regala siempre un nuevo vestido, todo él verde esmeralda. Mi cara se ve cubierta de flores multicolores en contraste con el verde, y en la esplendidez de esta hermosura, mi faz es admirada por niños, jóvenes, mayores y ancianos como un acontecimiento para recrear el alma con este milagro natural. Hasta las abejas, las mariposas y miles de pequeños seres de alas transparentes van a pulular en el corazón de mis flores, para extraer de sus entrañas la savia de la vida.

En verano me cubro de una sabrosa golosina, muy fresca y jugosa; porque sabed que de mi recio pellejo salen frutos carnosos que a todos yo ofrezco. Y cosquillas me hacen cuando pellizcos me dan al arrancarme esos frutos que penden de mis múltiples brazos leñosos, para luego saborear el jugo sacado de mis entrañas.

En otoño, de nuevo estreno vestido, color marrón clarucho. Poco a poco me he convertido en el asombro de quienes aman los contrastes cromáticos de una naturaleza cambiante. Convierten su inspiración romántica en palabras y versos que recitan desde el silencio de sus almas. Pero el viento, en esta época del año, me zarandea con su fuerza, arrancándome trozo a trozo mi hermoso vestido hasta dejarme completamente desnudo. Ahora bien, a mis pies, una alfombra ocre oscuro resplandece cuando los rayos del sol penetran a través de mis brazos desnudos, dejando caer su lluvia dorada en esta hojarasca esparcida a mi alrededor. Los niños disfrutan corriendo por encima de este tapiz natural y sus pisadas hacen resurgir crujidos que son como ayes de alegría por verme entre ellos reunido.

En invierno, la lluvia me envuelve con su cálida y refrescante capa transparente; el frío, la tempestad y el viento mecen y humedecen todo mi ser, acompañándome el trueno y el relámpago con sus destellos ruidosos, asumiendo por mi parte el riesgo de ser alcanzado por el frenético rayo que busca quebrar mi huesudo esqueleto.

Llegado el momento, a los hombres rudos doy trabajo cuando me voy haciendo muy viejo. Con sus útiles mecánicos me desplazan y dejo para siempre el lugar donde he permanecido tanto tiempo. Entonces sí sufro. Todo lo he perdido. Como un ser maltrecho y muerto, me convierten en carbón, mueble o poste desierto. Pero, aunque muerto yo esté, siempre he de darle gracias a la madre Naturaleza, porque en esta postrera situación, aún sigo siendo útil. En la época más fría del año, las caritas de ancianos y niños, también sus manos y sus pies están arrecíos de frío y yo, ¡aún muerto! les doy calor a sus mejillas sonrosadas, a sus manos temblorosas y a sus pies helados por el crudo invierno.

Y todavía más, porque en los corazones de los enamorados, en la mente de los niños, en la boca de hombres y mujeres, en los relatos de los ancianos o en el alma de los pajarillos ¡siempre estaré yo presente como un recuerdo vivo!

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José Olivero Palomeque

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