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Caminar es un placer solitario. Porque nada como la soledad para perderse. O encontrarse. Aunque seguramente para recibir, devuelto, el paisaje. El poeta japonés Matsuo Bashô emprendió en 1689 un azaroso viaje a los confines septentrionales del país, sólo porque le hormigueaba el camino en los pies. Bashô se deja impregnar por fragmentos de lo que ve para devolverlos hechos poesía. A menos que traslade su mundo interior a lo que observa y sus versos sean el resultado del va y viene, como ocurre en los últimos que escribió antes de que le sorprendiera la muerte mientras caminaba:
De viaje enfermo,
mis sueños van vagando
por un erial
Petrarca también acostumbraba a caminar. Dejó por escrito su mayor desafío, una proeza ya montañera y extemporánea –por aquel entonces sólo subían al monte los cabreros-, el ascenso al monte Ventoux. No fue solo pero casi, porque descartó a sus amigos –demasiado bullangueros- para elegir a su hermano pequeño. Las fatigas del ascenso le hacen pensar en el camino de la perfección moral:
Entonces, contento, habiendo contemplado bastante la montaña, volví hacia mí mismo los ojos interiores, y a partir de ese momento nadie me oyó hablar hasta que llegamos al pie.
Pero los escritores han preferido otros caminares inventando uno muy especial, el paseo. Precisamente a la vez que surge el marco donde realizarlo. Sobre Baudelaire recae el mérito de haberse convertido en el primer paseante. Porque es quien se fijó por primera vez en las posibilidades que ofrecía aquel fenómeno nuevo, la ciudad moderna. Así que Baudelaire se vuelve ojos y registra esquinas, sombras, gentes. Para encontrar esplín. El de París, concretamente. Una ciudad en cuyas calles coexisten, a la vez, soledad y apretujamiento. Porque no son más que un estado de ánimo:
“No todo el mundo puede darse un baño de multitudes: saborear la muchedumbre es todo un arte. (…) Gentío y soledad: términos equivalentes e intercambiables para el poeta activo y fecundo. (…) El paseante solitario y pensativo alcanza una rara embriaguez de esta comunión universal”
(El esplín de París, 1852-1867).
Detrás de Baudelaire, explorando avenidas y pasajes vinieron Walter Benjamin, Leon-Paul Fargue –Peatón de París- y Louis Aragon. El primero subsume a los otros dos al darles cabida en sus reflexiones. Como también deja que entre –todavía con mayor amplitud- el propio Baudelaire. De hecho se convierte en una suerte de recogedor del testigo que habría dejado éste caído en alguna acera. Pero mientras el poeta experto en flores del mal y embaldosados rotos vive las consecuencias de la era industrial, Walter Benjamin quiere explicársela buscándole las causas y sospechando los alcances. Por eso se ofrece como un explorador exhaustivo de los pasajes parisinos, aquellos costillares de hierro y cristal que, a la manera de fósiles, llevan escritos la época y su tegumento fabril. Benjamin los recorre también como si fueran peceras del sueño, al mismo tiempo que pisa unas calles espesas como palimpsestos para ir leyéndoles las capas: historia en polvo y alquitrán.
Pertenece a esa estirpe de paseantes, con Baudelaire, Fargue o Aragon, que se encierra en una palabra que contiene los bulevares, el alumbrado de gas, las hojas del otoño y las esquinas con paneles publicitarios, el flâneur. Que no es más que el especialista en divagar con el tiempo mientras cae dentro de sí al pisar la pavimentación:
“La calle –asegura Benjamin- conduce al flâneur a un tiempo desaparecido. Para él todas las calles descienden, si no hasta las madres, en todo caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más fascinante cuanto que no es su propio pasado privado. Con todo, la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia”
(Libro de los pasajes, 1927-40)
Infinitas, tanto como los recorridos, son las reflexiones de Benjamin surgidas al calor de la ciudad o sobre una ciudad que no es sino la expresión del s. XX asentada sobre las múltiples huellas de un s. XIX que se ha ido destiñendo en paredes, pavimentos y alcantarillas.
Claro que, una vez construida la ciudad, se extiende a su alrededor una tierra de nadie, híbrida y cambiante, los arrabales. Uno de los que más los transitó, o por lo menos con mayor provecho, fue Robert Walser. Y dejó escritas unas páginas inequívocas bajo el rotundo título de El paseo (1917). Hacia el final del mismo, en una zona despoblada en la que crece un bosquecillo, se tumba a descansar:
“Contemplando la tierra, el aire y el cielo, me vino el doloroso e irremisible pensamiento de que era un pobre preso entre el cielo y la tierra, que todos los humanos éramos de este modo míseros presos, que sólo había para todos un tenebroso camino, hacia el hoyo, hacia la tierra, que no había otro camino al otro mundo más que el que pasaba por la tumba”
El paseo era la vida con su inequívoco término. Atrás queda la mañana juvenil y soleada impresa en una sombrerería: “Las plumas, cintas, flores y frutas artificiales en los lindos y donosos sombreros me resultaban casi tan atrayentes y evocadoras como la Naturaleza misma, que con su verde natural, con sus colores naturales, enmarcaba y encerraba con delicadeza los colores artificiales y las fantásticas formas de la moda”. Walser se vuelve hacia sí para dejar una observación desconcertante: “Si no estoy enfermo, sino sano y despierto, lo que espero y de lo que no quiero dudar, llegué, siguiendo mi camino confortablemente, ante una peluquería rural de cuyo contenido y titular, sin embargo, me parece, no tengo motivos para ocuparme, ya que opino que aún no es imprescindible cortarme el pelo, lo que quizá estuviera bien y sería divertido”
Y, entonces, parece que está hablando Montaigne. Michel de Montaigne en persona. “Nunca estamos en nuestro propio terreno, nos encontramos siempre más allá”, asegura el autor de Los ensayos, hablando de los individuos como si hablara de una calle. O de un paseo. Lo suyo no fue caminar sino el caballo:
“Soy incapaz de soportar durante mucho tiempo ni los carruajes ni las literas ni los barcos –y me costaba más soportarlos cuando era joven-; y detesto cualquier vehículo que no sea el caballo, tanto en la ciudad como en el campo”
En otro lugar, hablando del poder de la sugestión, trae a plaza los beneficios del caminar refiriendo a tal menester lo sucedido a un príncipe aquejado de gota que, al tener conocimiento de los milagros que obra un monje sabio en casos como el suyo, decide emprender una larga caminata hasta el lugar donde vive el sanador: “El príncipe realizó un largo viaje para ir a su encuentro, y, por la fuerza de su aprehensión, persuadió a sus piernas y las adormeció durante algunas horas, de manera que le rindieron el servicio que se habían olvidado de prestarle desde mucho antes”. En una palabra, caminar curó al ocioso, por más que Montaigne no se entretenga en recomendar el ejercicio como terapia. Por lo menos en ese pasaje, porque, desde luego, abomina de la ociosidad y, desde la vejez, alaba el ejercicio al menos por procuración: “Platón ordena a los ancianos asistir a los ejercicios, danzas y juegos de la juventud para que se regocijen por medio de otros de la agilidad y de la belleza corporales que ya no tienen y para que rememoren la gracia y el favor de aquella edad vigorosa”.
Cuando hable de la torre –su famosa torre- donde vive retirado y estudia, después de describir el recinto y acariciar con la mirada sus amados libros, apostilla: “Todo lugar de retiro necesita un espacio donde pasear, un paseo. Mis pensamientos se duermen si los dejo sentados. Mi espíritu no funciona si las piernas no lo ponen en marcha. Quienes estudian sin libros obran de igual manera” Sólo que con libros, que es como vive Montaigne –“Je ne voyage sans livres ni en paix ni en guerre”– vivir –leer- es pasear. O viceversa.
Qué duda cabe de que Montaigne hubiera sido un gran flâneur, de haber tenido dónde serlo. A menos que lo fuese pero por unas entrañas de lo humano que recorre como si fueran calles. De ahí que no resulte muy difícil acompañarle. Caminar con Montaigne es acceder a polvorientos pasajes donde el yo se mira en el escaparate de una tienda de aparatos ortopédicos, sólo porque allí encuentra piezas de su propio cuerpo, de no ser que sean de su propia alma, como los animales disecados, los libros de viejo, los carteles medio arrancados y ese perfume de orines. Montaigne invita a que el paseante se contemple en el agua temblorosa de los charcos que refleja también girones de un cielo nublado sólo para que se ejercite en el hablar y pueda balbucir fragmentos de lo que le habita. Caminar con Montaigne es encontrar la propia sombra. Y todos aquellos substratos que han ido apilándose para volverse calle.
Del mismo modo que Benjamin lee en el pavimento la paleontología de la modernidad, Montaigne es la brea en que se funde la sabiduría del mundo antiguo. Por eso, caminar con él equivale a traerla entera hacia cualquier cruce de peatones. Sólo que no se puede caminar con Montaigne sin verse compelido a traducir su trama urbana al s. XXI. De ahí que los apuntes de mi libro-barrio, Montaigne o la Bola del Mundo, recojan lo que algunos estudiosos de hoy estaban viendo en el urbanismo del viejo sabio bordelés. Es lo que suele ocurrir cuando se camina con un maestro. Cuenta menos –en su espíritu- lo que haya dicho, que aquello que remueve en el discípulo, independientemente del tiempo y el espacio. Porque, además de desearlo, enseña a cómo hacerlo: “Ante la incertidumbre y perplejidad que nos procura la impotencia para ver y elegir lo más conveniente, dadas las dificultades que entrañan los distintos accidentes y circunstancias de cada cosa, a mi juicio lo más seguro, si otra consideración no nos incita, es refugiarse en la opción en la que haya más honestidad y justicia. Y puesto que se duda sobre el camino más corto mejor es seguir el más recto”. Montaigne, peatón de la vida.
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Javier Mina
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Nota
Javier Mina. Montaigne y la Bola del Mundo. Editorial Berenice [Grupo Almuzara], Córdoba, 2013. ISBN: 978 8415441274.