Baladas de la novia muerta
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Baladas de la novia muerta
I
Buscando un lugar
Al cabo de unos días, de pronto pensó -le sorprendía no haberlo previsto antes- que debía encontrar a toda costa un alojamiento ceca de la Clínica, puesto que el trayecto de metro desde su casa a la Clínica resultaba demasiado largo. Quería estar más cerca por si le avisaban por la noche.
Era una Clínica en la que no podías quedarte a dormir junto al enfermo porque sólo había un sofá para sentarse. Además, no estaba permitido. Sin embargo, en casos de gravedad, la doctora, una persona muy agradable, autorizaba que pudieras pasar la noche en la Clínica. Una vez lo intentó, pero era imposible descansar sentado en aquel sofá, y se necesitaban fuerzas para enfrentarse al día siguiente a las pisadas de la muerte que rondaba por allí.
Así pues, se dispuso a buscar un lugar: un albergue, una pensión, un hostal o un hotel, cualquier lugar que estuviera cerca de la Clínica, lo más cerca posible. Preguntó a algunos vecinos y tenderos del barrio, pero no sabían de ningún alojamiento. Aquel era un barrio familiar, trabajador, nada turístico, y sería difícil encontrar alojamiento, le dijeron. Consultó internet, pero los datos que recibía le confundían más. No conocía el barrio y mucho menos los nombres de las calles, excepto dos de ellas: la calle del poeta Fernando Pessoa, donde estaba la Clínica, y, un poco más allá, la calle de Joan Comorera, el fundador del partido político PSUC.
Siguió caminando por las calles, más perdido y fatigado que otros días, hasta que descubrió un gran cartel que anunciaba “Residencia”. No parecía, por el aspecto, una residencia de ancianos. Se acercó a la puerta y cuando iba a pulsar el timbre vio una placa metálica que anunciaba: “Residencia para personas en riesgo de exclusión social”. Desesperado, estuvo a punto de llamar. En aquellos momentos él también se sentía marginado, un excluido de la tierra y del mundo, excluido de todas las casas, también de la suya, y excluido, sobre todo, del futuro. Con la sola presencia de la muerte revoloteando a su lado, como un pájaro carroñero. Pero al final no se atrevió a pulsar el timbre, y regresó a la Clínica, arrastrando los pies.
Deambuló unos instantes por el pasillo de la Clínica antes de entrar en la habitación, sin saber aún qué haría la próxima noche, qué podría hacer para estar lo más cerca posible y, al mismo tiempo, poder descansar un poco. Porque hoy, irse a casa al anochecer, como lo había hecho en noches anteriores, hoy, sería imposible, las pisadas mortíferas rondaban por los pasillos de la Clínica. Hoy, esta noche, había aún una mayor distancia entre su casa y la Clínica, un distancia insalvable: no podía irse, y el peso de la muerte resonaba fuerte en el suelo.
Confuso, volvió a la habitación, que estaba a media luz. Ella estaba esperándole con los ojos muy abiertos. como aconsejándole que no deambulara más buscando un lugar nocturno para alojarse. Ya sabía que siempre estaría a su lado, cerca de ella, aunque hubiera sido siempre un tipo raro, de lo más angustiado e inadaptado, como su amigo el James Dean del barrio, el rebelde con causa, ¿recuerdas?, bromeó, haciendo un esfuerzo.
Ya no era necesario, pues, buscar otro lugar. Él se acercó, le dio un beso y le cerró los ojos.
II
Sesenta y cinco metros cuadrados de ausencia
La ausencia se extiende por toda la casa. Sesenta y cinco metros cuadrados de ausencia.
Antes, a él le gustaba imaginar que vivía solo y hacía con su vida las cosas más absurdas, provocando las aventuras más peligrosas y extravagantes, sin tener que dar explicaciones a nadie. Solo, hacía lo que quería, libre de cualquier compromiso. Solo, sin nadie, sin presencias, ni ausencias. Sin palabras, sin preguntas.
Pero ahora, que está solo, no sabe qué hacer con su vida. Anda extraviado y no sabe dónde refugiarse. No sabe qué hacer con las palabras. Ahora no es una aventura imaginaria del desierto o de la ciudad maldita, ahora está condenadamente solo, en el desierto real de su casa, y no sabe qué hacer con la vida, con su vida.
Sesenta y cinco metros cuadrados de ausencia, de silencio. El dolor serpentea por todos los rincones. Sube y baja por las puertas y paredes que dividen los sesenta y cinco metros cuadrados.
Con una soledad de sesenta y cinco metros cuadrados. Ausencia, soledad, silencio, uno a uno y todos a la vez, cubren los sesenta y cinco metros cuadrados, por abajo, por arriba, por los lados. Revolotean por el piso, se encaraman hasta el techo, siguen revoloteando alrededor de lámparas y muebles, rompen bombillas, abren y cierran libros y, finalmente, salen por el balcón y por la ventana.
Pero no se alejan, sino que se derraman, se desbordan, extienden al exterior los sesenta y cinco metros cuadrados que ocupa la ausencia, alargándola cada vez más.
Tal como te ocurre al salir de casa y bajar por la escalera, con esa ausencia a cuestas que se va extendiendo a medida que avanzas por calles y plazas. Sin destino. Ausencia desmedida en busca del otro lado, de la línea desconocida del punto final.
Igual que tú, regresará a casa la ausencia. y entrará por cualquier parte, por cualquier resquicio del balcón o la ventana, o aprovechando cualquier resquebrajadura de las paredes.
Adondequiera que vayas, irá la ausencia. Cada paso, es otro paso de ausencia.
Va y viene, sale y regresa siempre contigo, como los espíritus, pronunciando el nombre de la novia muerta.
No eres más que ausencia.
Sesenta y cinco metros cuadrados de ausencia, extendiéndose sin medida más allá, al otro lado del silencio.
III
Una bolsa perdida
Hoy, domingo, en el kiosco de flores del Cementerio marino, él no ha comprado ni claveles rojos ni violetas. Hoy tenían la “rosa blanca vestida” (el vestido se compone de unas ramitas floreadas y un pedazo de red de jardín como envoltorio de la rosa, con un lacito, formando así el ramo de una “rosa blanca vestida”). Al dejar la flor en el vaso de la puerta de cristal del nicho, he notado a faltar un peso ligero en el hombro derecho: había perdido, por el camino, seguramente en el autobús, la bolsa de ropa que siempre llevaba colgada del hombro. No contenía ningún juego de llaves, ni cartera ni documentos ni dinero, excepto un botellín con un resto de gel higienizante para lavarse las manos como prevención contra el virus. Y otro botellín, trascendental, de cava y una copa de plástico para brindar con la novia muerta. Esta vez llevaba sólo una copa y era de plástico, de peso ligero. De haber llevado, como antes, las dos copas de cristal, más el botellín de cava, hubiera habido un mayor peso en la bolsa y habría notado al instante su pérdida.
Así, pues, aquel domingo no hubo brindis. Después de saludar amorosamente a la novia muerta y colocar la rosa blanca, ha salido precipitado de la Isla II del Camposanto, en busca de algún rastro de la bolsa. Incluso, por si acaso, a regresado a casa con el mismo número del Autobús, el 59 (aunque no era el mismo vehículo). Se lo ha comentado al conductor para saber si se sería posible hallar la bolsa en la oficina de Objetos Perdidos. El conductor le ha respondido que era mejor que llamara al 010 para informarse.
Al llegar a casa, no ha llamado. No valía la pena.
Brindarán otro día, con bolsa nueva, botellín de cava y dos copas de cristal, todo nuevo, para añadir fiesta y peso a la bolsa.
Más tarde, ya vendrá la tristeza al ojo derecho.
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Albert Tugues
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