El hombre imperfecto
[Capítulos I – III]
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Capítulo I
Si conozco los detalles de esta historia es porque Ella misma me los relató. Sólo algunos, porque otros tuve el privilegio de vivirlos en primera persona.
Ella siempre me decía que la memoria sólo es una función del cerebro que nos permite recuperar aquello que hemos codificado y almacenado previamente. Para una mente como la suya quizás, para una mente como la mía, en absoluto.
Para mí, los recuerdos son una mezcla de hechos más inventados que reales, una mezcla de imágenes, sonidos, sensaciones y mucha imaginación. En cualquier caso, creo que Ella recordaba mucho más de lo que me contó. Si me ocultó ciertos detalles, tendría sus razones.
A las cinco en punto sonó la alarma programada en su móvil. Recogió su mesa, y le indicó a su secretaria por el comunicador que esa tarde no recibiría más llamadas ni atendería a ningún cliente. Tomó el ascensor y bajo al sótano, donde estaba aparcado su coche automático. A esa hora, las oficinas todavía estaban llenas de trabajadores como atestiguaba la cantidad de vehículos que había en el garaje.
Normalmente abandonaba el edificio bastante más tarde pero ese día era especial. Tenía concertada una cita en el departamento de ginecología del hospital. Esperaba un bebé. Nadie de su entorno más cercano lo sabía. Ella misma se había encargado de que así fuese. Sólo su esposo y por su puesto su ginecólogo estaban al corriente. A pesar de haber sido un embarazo muy deseado, habían decidido que la noticia no trascendiese hasta que el nacimiento fuese un hecho consumado. Supongo que también en eso, Ella tendría sus razones.
Se encontraba en el segundo mes de gestación y hasta el momento todo se había desarrollado sin el menor contratiempo. Era una cita rutinaria en la que le mostrarían las primeras ecografías, los resultados de los primeros análisis, las primeras recomendaciones. Aún siendo primeriza, no había experimentado ninguna de las molestias típicas que acompañaban a un embarazo. Si las cifras hormonales no hubiesen estado alteradas, nada habría indicado que al cabo de siete meses fuese a dar a luz a su primer hijo.
La consulta del doctor Santos se encontraba muy cerca de su lugar de trabajo. Apenas un par de kilómetros hacia el noreste por la autopista de circunvalación que rodeaba el polígono empresarial donde Ella tenía ubicada su oficina. A pesar de la cercanía y de haber calculado con un amplio margen de error el tiempo que le llevaría recorrer dicha distancia, el intenso tráfico fue el responsable de que llegase a su cita con el tiempo justo. Ella, que hacía gala de una exquisita puntualidad, y de tener cualquier situación bajo control, no podía permitir por nada del mundo que algo tan nimio como un embotellamiento pudiese alterar su ordenada existencia.
La clínica contaba con los más modernos y sofisticados avances tecnológicos en reproducción asistida. Hoy en día, nadie en su sano juicio hubiese cometido el error de quedar embarazada por métodos naturales. En primer lugar porque era ilegal y en segundo lugar porque hubiese sido de una irresponsabilidad monstruosa. Corrían rumores de mujeres que habían sido fecundadas sin ser inseminadas artificialmente, pero eso sólo podían ser leyendas urbanas.
Por supuesto, Ella no era ninguna insensata. Había formalizado todos los requisitos legales, había cumplido todos los protocolos, había seguido todas las indicaciones, todas las pautas y todos los consejos que le habían sugerido. Por eso, todo estaba saliendo según lo previsto. Por eso, a pesar de la ligera ansiedad que le había producido la posibilidad de llegar tarde a su cita, se sentó en la cómoda butaca que le indicó la enfermera y esperó pacientemente a que el doctor la recibiese.
La clínica formaba parte de un complejo hospitalario de carácter privado considerado a la vanguardia de la medicina moderna. En particular, destacaban los departamentos de ginecología y obstetricia y de terapias antiaging. Su estatus en la empresa le permitía disfrutar de un seguro médico con todas las prestaciones, incluido el costoso paquete adicional de reproducción in vitro.
El control de la natalidad era una cuestión de estado y estaba regulado de forma muy estricta. Muy pocas personas podían permitirse el lujo de tener descendencia debido a los elevadísimos costes médicos asociados. Sólo los muy ricos o los que gozaban del privilegio de haber firmado en sus contratos laborales una póliza médica completa. Algunas beneficiarias de dichas pólizas vendían a precios indecentes el derecho a ser madre. Sin embargo, tal era el deseo de Ella por concebir, que no hubiese cedido esa prerrogativa absolutamente por nada del mundo.
Rafael Santos era un eminente ginecólogo y un viejo amigo de la familia. Para Ella algo más que un viejo amigo. Hacía tantos años que se conocían que apenas recordaba los detalles concretos de su antigua relación. Es como si hubiesen transcurrido varias existencias desde entonces. Nunca me quiso dar detalles que aquella vieja historia y yo tampoco insistí. Lo que sí me relató es que confiaba plenamente en él, como profesional y como amigo, como médico y como antiguo amante.
En cuanto Ella vio la expresión de su rostro fue consciente de que algo iba mal. Se levantó, la abrazó con cariño y la miró con sus ojos de un azul acuoso sin parpadear. Alto, enjuto y de apariencia juvenil, su bata de un blanco perfecto contrastaba con su magnífico bronceado natural.
—Siéntate por favor —le indicó acercándole una silla y recogiéndole el abrigo.
—Gracias —respondió Ella ante sus muestras de amabilidad.
—Estás estupenda, —dijo con una sonrisa— ¿Has tenido algún síntoma, alguna molestia?
—No, nada. Estoy perfectamente, como siempre.
—¿Has tomado alguna medicación últimamente?
—Por supuesto que no —respondió con un nudo en la boca del estómago—. He seguido tus indicaciones al pie de la letra.
—Lo sé, lo sé, pero es que en los análisis —titubeó—, hay algo que no termina de encajar.
—Quizás sería conveniente repetirlos para estar seguros —sugirió Ella.
—Ya lo hemos hecho y los resultados han confirmado el primer diagnóstico. Es todo algo confuso. Por eso me gustaría hacerte unas pruebas más completas y específicas.
—La verdad Rafael, dime la verdad —imploró Ella—. Si la vida de mi hijo corre peligro quiero saberlo.
—No, el bebé está bien y su vida no corre peligro. Pero el embrión presenta ciertas anomalías que pueden ocasionarle problemas en el futuro.
—¿Qué tipo de problemas?, —su nerviosismo ya era manifiesto—. Esta clínica es puntera en inseminación artificial. No puede ser nada que no podáis solucionar —remarcó con un tono ya manifiestamente agresivo.
—No somos dioses, pero haremos todo lo que nos permita la ciencia e incluso más —respondió en tono conciliador—. Sabes que este niño es muy especial para mí. Igual que tú. El problema es que no responde a ninguna terapia génica. Pero encontraremos la razón del porqué y lo solucionaremos.
—¿Hay precedentes clínicos?
—Me temo que sí —confirmó con una expresión de tristeza que no le pasó desapercibida a Ella.
—Me gustaría leer el informe, si es posible —solicitó con un deje de ansiedad.
—Por supuesto, he preparado un resumen no demasiado técnico para lo leas con calma y lo comentes con tu esposo. Tienes una copia en tu nube.
—Gracias, pero preferiría revisarlo ahora contigo.
El informe era claro y conciso y no contenía términos médicos que Ella no pudiese entender. Casi hubiese preferido que Santos hubiese utilizado un vocabulario más específico de su profesión médica para que la noticia no le hubiese golpeado con la crudeza de la dolorosa comprensión. Si su hijo sobrevivía al parto iba a sufrir una pluripatología severa que le afectaría a múltiples órganos y que le condenaría a padecer una enfermedad degenerativa sin solución.
Durante unos tensos minutos, Ella permaneció en silencio, intentando asimilar la trágica evidencia.
—Como has podido leer en el informe —intervino Santos—, tu hijo sufre una patología degenerativa que podría derivar en la aparición de ciertas enfermedades. Algunas cursarán con seguridad y otras quizás nunca las padezca. A priori solo podemos afirmar que la probabilidad de que se manifiesten es muy alta. Pero si se le trata con los fármacos adecuados, podremos minimizar el riesgo de forma considerable.
—¿Puedes ser un poco más concreto? —preguntó Ella, blanca como la pared.
—Siento reconocer que el abanico es muy amplio. Desde las cardiovasculares hasta diferentes tipos de cáncer, pasando por la diabetes, la hipertensión, problemas oculares, enfermedades de la piel y en el peor de los escenarios, una variedad de enfermedades neurodegenerativas.
—Supongo que se producirá un paulatino deterioro de todos los órganos y de la mayoría de las funciones internas —razono Ella.
—En efecto —confirmó Santos—, es un proceso lento pero inexorable. En algún momento de su evolución, disminuirá la cantidad de sangre que fluya hacia el corazón, hígado y riñones con la consiguiente disminución de la capacidad del cuerpo para metabolizar los compuestos farmacológicos y eliminar toxinas. Y también, disminuirá la capacidad pulmonar y la tolerancia a la glucosa.
—Imagino que los cambios físicos internos, poco a poco, se irán haciendo visibles —afirmó Ella con angustia.
—Mucho me temo que sí. Es seguro que perderá visión y capacidad auditiva. La primera señal de alarma será cuando su ojo comience a enfocar con dificultad los objetos cercanos. Es posible, que incluso pueda sufrir opacidad del cristalino o degeneración macular. En cualquier caso, lo que más llamará la atención serán sus problemas dermatológicos. Los cambios en el tejido conectivo reducirán la resistencia y la elasticidad de la piel, lo que le dará un aspecto correoso y ajado. Sin duda, descenderá notablemente la producción de colágeno y elastina lo que le conducirá a un descolgamiento por efecto de la gravedad. Y a partir de ese momento, cuenta con que la epidermis comenzará a adelgazar, de modo que parecerá más fina, más pálida y traslúcida. Además, su piel se cubrirá de grandes manchas pigmentadas y la capa de grasa subcutánea, que facilita el aislamiento y la amortiguación también se adelgazará, incrementando el riesgo de lesionar la piel y reduciendo la capacidad de mantener la temperatura corporal, lo que le puede ocasionar úlceras que curen con dificultad. Los vasos sanguíneos de la dermis se le volverán más frágiles, lo cual a su vez provocará que sufra equimosis y sangrado debajo de la piel. Y por si fuera poco, las glándulas sebáceas producirán menos aceite lo que hará que le sea más difícil mantener la humedad causando sequedad y prurito.
—Supongo que en estas condiciones, será inevitable que sufra dolor.
—Se podrá paliar en parte con analgésicos, pero nada podrá evitar la degeneración de los cartílagos de las articulaciones y la pérdida de calcio de los huesos que los volverá frágiles aumentando el riesgo de fracturas.
—Y en el peor de los casos, ¿hasta dónde podríamos llegar?
—En el peor de los casos —aseguró Santos—, podría producirse una obstrucción o rotura de algún vaso sanguíneo del cerebro que le provocaría pérdida de la sensibilidad, dificultad para hablar u otros problemas neurológicos. El problema es que como sufre una pluripatología, es muy probable que no solo padezca más de una enfermedad a la vez, sino que cada enfermedad pueda influir en las otras muy negativamente. Por ejemplo, una depresión le podría empeorar una posible demencia y una diabetes le podría agravar cualquier otra infección.
—Y por último la muerte —sentenció Ella.
—Sí, al final la muerte —confirmó Santos—. Cuando las alteraciones acumuladas por las sustancias tóxicas de las reacciones químicas que no podemos controlar produzcan tal deterioro celular que órganos vitales dejen de funcionar, me temo que se producirá el colapso multiorgánico y la inevitable muerte de tu futuro hijo.
—Entiendo que no me das opción a ser optimista.
—Te equivocas, todavía podemos salvarle —dijo el doctor Santos apretando cariñosamente sus manos—. Dame un mes, por favor, e intentaremos una nueva terapia génica en la que estamos trabajando. Si al cabo de un mes no hemos conseguido nada, tu esposo y tú tendréis que tomar una difícil decisión. O seguir y asumir los riesgos y las consecuencias o poner fin al embarazo. De todas formas, antes de tomar una decisión irrevocable, me gustaría que buscases otra opinión. Nada me haría más feliz que haber cometido un error en el diagnóstico.
—Desgraciadamente, eres demasiado bueno para haberte equivocado —dijo Ella con una mueca de sonrisa—. Pero como siempre, seguiré tus consejos. Buscaré otra opinión y te daré tu mes de confianza. Pero tanto tú como yo —dijo con amargura— sabemos que no nos queda mucho margen a la esperanza.
Cuando salió de la consulta estaba profundamente hundida y abatida, confusa, casi noqueada. No podía entender que si se habían seguido todas las normas del protocolo de inseminación tan estrictamente y con tanto celo, hubiera podido desencadenarse una secuencia de fallos tan endiablada que acabase en la tragedia que estaba a punto de comenzar.
En un momento, su mundo organizado, estructurado y acomodado se había vuelto del revés. Tenía que serenarse y pensar con frialdad. Me confesó que por un momento sintió pánico, un miedo atroz a que todo se desmoronase a su alrededor, a que la burbuja perfecta, ordenada y controlada que había construido entorno a Ella a lo largo de muchos años, se derrumbará en un instante de infinito desaliento y desesperanza.
Inspiró profundamente y se tranquilizó. Subió al coche e indicó al ordenador que la condujese a casa. Su esposo estaba de viaje por razones de trabajo y no regresaría en un par de días, lo que le daría un margen de tiempo de 48 horas para decidir lo que debía y lo que quería hacer. Era consciente de que casi nunca se hermanaban ambas acciones por lo que la decisión sería muy difícil, como ya Santos le había vaticinado.
Lo primero era pedir una segunda opinión. Rafael le había dado el nombre de un par de colegas, grandes expertos en reprogramar células madre fetales y en programas de reproducción asistida. A uno de ellos, al doctor Montes, ya le había consultado y le había enviado los datos de forma absolutamente confidencial. Aunque coincidía totalmente en su diagnóstico, le había prometido investigar el caso con prioridad absoluta. Desgraciadamente, no era el primer feto con semejantes anomalías pero sí el primero con el que él se hubiera encontrado, que respondiese tan mal a la reprogramación epigenética.
El segundo colega, el doctor Herrera, era un viejo amigo con el que había trabajado antaño en el estudio de los intrones regulados por bacterias. Santos, en un momento de su carrera profesional, se había decantado por la ginecología clínica y la reproducción asistida, mientras que Herrera había seguido investigando en el fascinante y complejo mundo del bacterioma.
Acordaron que si a Ella le parecía bien, esa misma noche se pondría en contacto con su viejo mentor y le enviaría toda la documentación para que se pusiese cuanto antes a buscar una solución al despiadado final que aguardaba a su hijo. Primero intentarían una terapia con células in vitro, y si funcionaba, pasarían a inoculársela al feto. Pero el tiempo corría en su contra, de hecho era su principal enemigo. Si en un mes no habían encontrado una cura o al menos un tratamiento paliativo, tendrían que replantearse la dolorosa resolución de interrumpir el desarrollo del embarazo.
De momento, poco podía hacer salvo permanecer calmada, no sucumbir al desánimo y seguir las indicaciones de los expertos. Lo que tenía claro, es que no estaba dispuesta a permanecer de brazos cruzados. Por lo que, en aquella larga noche insomne que sucedió a la tarde de la devastadora noticia, trazó un plan para los próximos meses, analizando todos los escenarios posibles.
Lo primero que haría sería tomarse unos meses de descanso. Le correspondía un periodo sabático del que no había disfrutado todavía. No llamaría la atención que quisiese hacerlo en este momento pues ya hacía mucho tiempo que no disfrutaba de unas largas vacaciones. De esta forma, podría hacerse todas las pruebas necesarias sin preguntas indiscretas. Y si a pesar de no hallar una cura, determinaba seguir adelante con la gestación, nadie sabría que había dado a luz a un bebé con un futuro tan sombrío.
Capítulo II
Una semana después de la visita a la clínica de su viejo y querido amigo Rafael Santos, ya había sido sometida a una batería adicional de pruebas y estaba a la espera de los resultados que le confirmasen o rebatiesen el fatídico diagnóstico.
Tras el shock inicial, intentaba mostrarse optimista y esperanzada porque sabía que los tres científicos iban a volcarse en cuerpo y alma para encontrar una solución. En parte por razones personales y afectivas como en el caso de Santos y en parte por razones de prestigio profesional y de puro interés médico y científico.
Herrera se había mostrado especialmente interesado. Más allá de lo que se debería esperar de la ayuda que prestaría un viejo profesor a su antiguo discípulo, más allá del altruismo que emana del puro placer que resulta de resolver un caso complejo y más allá de la corriente de empatía que surgió de forma natural entre Ella y el doctor.
Se había encargado, personalmente, de supervisar la toma de muestras y le había prometido mantenerla al corriente de todo, sin engaños, sin falsas promesas y sin confusas garantías.
A sus familiares, amigos y compañeros de trabajo les había contado un burdo cuento, un embuste, lo que Ella llamaba una estrategia de despiste. Afortunadamente nadie había hecho preguntas incómodas y todos habían aceptado como verdad incuestionable la historia de su repentino viaje para dentro de tres semanas.
Porque tanto si decidía poner fin al embarazo como si decidía seguir adelante, nadie de su entorno debía saber nunca que había sido madre.
Como se temía, su esposo asimiló bastante mal, por decirlo de una forma suave, la noticia de que el bebé presentara graves problemas de salud.
Al momento inicial de desconcierto, de turbación y de sorpresa le siguió un fuerte arrebato de ira. Toda la rabia la canalizó contra la clínica del doctor Santos, al que inculpó, junto a su equipo, de toda la responsabilidad y de todos los problemas que tendría que padecer su hijo. Y todo, según él, derivado de una mala praxis y de una falta absoluta de profesionalidad.
Estaba decidido a poner una demanda judicial sin ni siquiera esperar a que las últimas pruebas ratificasen el diagnóstico inicial, sin esperar el mes prometido de margen para que pudiesen encontrar una terapia que curase o al menos paliase la aniquiladora enfermedad.
Durante las tres eternas semanas que precedieron a la cita con Santos y Herrera, por la que conocerían definitivamente el dictamen final, no dejaron de evaluar y de analizar todas las posibles opciones y sus funestas consecuencias.
Gracias a la paciencia, calma y comprensión que mostró Ella con su esposo, consiguió que su agresividad inicial se fuese suavizando y que al menos aceptase concederle el plazo del mes y no comenzar un contencioso hasta no conocer la gravedad del problema.
Sin embargo, Ella intuía que su aparente tranquilidad y entereza eran sólo una pantalla, y que en cualquier momento su postiza resignación podía saltar en mil pedazos.
Porque no solo estaba en juego el futuro de su hijo sino también el futuro de la relación entre ambos. Porque el bebé era el vínculo que les unía, quizás el único nexo que podía mantener su relación a flote. Porque si el bebé moría, nadie, ni siquiera ellos mismos, darían un céntimo porque su matrimonio no se fuese a pique.
En la sociedad en la que vivían, las parejas sólo se casaban oficialmente cuando deseaban formalizar su unión con la finalizar de ser padres. Si no, la mayoría simplemente se iban a vivir juntos y convivían durante un tiempo, mucho o poco, hasta que el hastío, el cansancio, la falta de proyectos en común, el deseo de vivir una nueva vida o simplemente el deterioro natural del paso de los años les llevaba a romper y permanecer solos una temporada o a comenzar de nuevo con otra pareja.
Ella le había conocido en una fiesta del trabajo. Sus jefes habían organizado una velada en una sala de fiestas para celebrar una fusión con otra empresa de la competencia a la que habían comprado, o más bien fagocitado. Las acciones habían subido indecentemente y querían celebrarlo por todo lo alto.
Su esposo había trabajado para ellos aunque hacía ya muchos años que se había marchado para empezar una andadura en solitario. No le guardaban rencor por haber desertado, sino todo lo contrario. Era lo natural. Lo que se esperaba de un ejecutivo agresivo y con ambición.
De hecho, durante los últimos años habían mantenido relaciones comerciales y era uno de sus mejores clientes. Les convenía tenerlo satisfecho porque podía abrirles la puerta a sustanciosos contratos con la empresa con la que colaboraba actualmente.
Por tanto, el día que se conocieron no eran simples compañeros de oficina, sino un cliente y su futura abogada. Todavía no les habían presentado aunque su nombre ya constaba en el expediente en el que Ella trabajaba.
Se fijó en Él de una forma descarada. Y paradójicamente, se comportó como no era lo habitual en Ella. Insolente y atrevida, imprudente y temeraria.
Alto, atractivo, de facciones angulosas. A pesar de su cabello negro, su aspecto tenía ciertos rasgos nórdicos. Sus ojos claros eran pequeños, alegres, con un tinte desvergonzado. Se gustaron al momento. Y al poco tiempo se dieron cuenta de que no solo se atraían físicamente sino que curiosamente compartían un profundo deseo común, el deseo de ser padres.
No esperaron mucho. Dos meses después ya vivían bajo el mismo techo. Y un año después ya pensaban en formar matrimonio y en concebir un hijo.
Pero antes de tomar la irrevocable decisión se prepararon a conciencia. Irrevocable, porque si finalmente concebían un bebé, el divorcio estaría absolutamente prohibido hasta que su hijo alcanzase la mayoría de edad.
Los contratos de matrimonio, que se firmaban ante notario, era de dos tipos dependiendo de si las parejas se inscribían en el programa estatal de natalidad o no.
En el segundo caso, el divorcio era legal y podía ejecutarse en cualquier momento. Bastaba con que uno de los cónyuges lo solicitase. Porque la vida era demasiada larga para que el vínculo no se pudiera cortar. Pero si se formalizaba la inscripción, quedaban atados por una cadena legal que los mantendría unidos hasta que el hijo estuviese emancipado y se convirtiese en un individuo autónomo en la sociedad.
Pero era tal su deseo y obsesión por convertirse en padres cuanto antes, que no había grilletes que les pudiesen amedrentar ni mucho menos hacer cambiar de opinión.
Así que lo primero que hicieron fue inscribirse en un programa estatal de compatibilidad genética y psicológica. La mayoría de las parejas lo hacían, aunque no quisieran ser padres y su relación tuviera fecha de caducidad. Pero si pensaban concebir un hijo, era absolutamente obligatorio.
Por eso, ni lo dudaron, y a los dieciséis meses de haberse conocido en aquella loca fiesta, ya habían concertado una cita con un tutor personalizado, que a su vez les asignó varios asesores para los aspectos biológicos y otros tantos asesores para los aspectos puramente psicológicos.
Nada se dejó al azar. Nada podía fallar.
Su genoma resultó ser totalmente compatible. Sus células germinales fueron seleccionadas y tratadas con las terapias genéticas más avanzadas.
Hicieron los cursos prescritos sobre cómo convertirse en unos buenos padres. Hasta estudiaron el decálogo de padres perfectos. Demuéstrale lo mucho que le quieres era el primero. Acepta a tu hijo tal y como es, el sexto.
Y así, dos años después de aquel improbable encuentro, comenzaron los preparativos en la prestigiosa clínica de su viejo amigo el doctor Santos.
Aquellas citas, a petición expresa de Ella, se realizaron con la mayor discreción, en el más absoluto anonimato. Es como si de alguna forma hubiese intuido que algo se iba a torcer, que algo iba a salir dolorosamente mal.
Ni siquiera su familia más cercana ni sus amigos más íntimos podían sospechar que se estuviera sometiendo a ciclos de fertilidad. Apenas una ligera hinchazón atestiguaba el cóctel de hormonas que le suministraban.
Como era de esperar, el embrión implantó sin problemas. No sintió ninguna molestia, ninguna sensación de que estuviese embarazada. Si no le hubiesen comunicado desde la clínica la buena nueva, no se habría percatado de que una nueva vida crecía en su interior.
Curiosamente, la noticia la pilló por sorpresa, a pesar de que sabía que nada podría detener el proceso una vez puesto en marcha. Al menos en teoría. Pero esa ínfima posibilidad teórica no se tuvo en cuenta, ni por parte del doctor Santos ni por su esposo ni por Ella. Por eso, aquel día en que Santos le dio la esperada noticia, según me relató Ella con nostalgia, fue sin duda el día más feliz de su vida.
No solo para Ella. Su esposo también estaba radiante, pletórico, inmensamente feliz. Aunque ni Ella misma sabía cuál era el origen de su profundo deseo de ser madre, intuía que la dicha y alegría que mostraba su marido se debía menos a razones emocionales y más a razones económicas y de prestigio social. Sin embargo, aunque así fuese, no lo consideraba un obstáculo para su proyecto en común.
Poco le importaban a Ella los oscuros motivos de su empeño por ser padre, lo realmente esencial era saber que cumpliría a la perfección con su sueño y con su plan.
Capítulo III
Cuanto más se acercaba la fecha límite para conocer el estado y la evolución del feto, más nervioso e irascible se mostraba su esposo. Y Ella, más preocupada e intranquila.
Habían analizado todas las alternativas y sus posibles consecuencias. Aunque sinceramente no confiaban en absoluto en que los doctores consiguiesen salvar a su pequeño, Ella todavía se negaba a descartar esa posibilidad.
Lo más difícil era decidir qué camino tomar si fallaba la terapia genética. A Él le preocupaban los posibles efectos colaterales de índole económica y de prestigio social si optaban finalmente por tomar una decisión irreversible. A Ella que nunca podría ser madre. Porque si en algo estaban de acuerdo, es en que si abortaba no les permitirían volver a engendrar.
La ley era muy clara al respecto. Un aborto, tanto provocado como natural, inhabilitaba legalmente para someterse a un nuevo ciclo de fertilidad. Y por supuesto, era absolutamente impensable la posibilidad de tener un hijo sin el estricto control estatal, porque además de ser muy peligroso para la salud de la madre y del niño, era completamente ilegal.
Era tal el férreo control que imponía el estado en cuestiones de natalidad, que las penas impuestas a los que violaran las leyes eran de una dureza cruelmente desproporcionada.
Sin embargo, la mañana de la cita en la clínica Ella recordaba haber estado extrañamente relajada, en paz consigo misma. Había decidido que fuese cual fuese el diagnóstico, antepondría a cualquier razón de índole moral, económica o social, evitar por encima de todo el sufrimiento de su hijo.
Las caras de tristeza y derrota de Herrera y de Santos no dejaban lugar a la duda. Los análisis confirmaban el primer informe.
En estas últimas semanas se habían convertido, muy a su pesar, en expertos en biología molecular y genética avanzada. No les costó mucho trabajo entender los tecnicismos que utilizaron los doctores para comunicarles que inexplicablemente, las células de su organismo no habían respondido a la reprogramación y que degenerarían hasta la muerte en un proceso que ya se había puesto en marcha.
—Si ya ha comenzado el proceso —quiso confirmar Ella—, pronto empezarán los primeros síntomas.
—No, paradójicamente durante sus primeros años de vida parecerá normal, nadie sospechará lo que le espera, afortunadamente ni él mismo —respondió tajantemente Santos.
—No entiendo cómo pueden estar tan seguros, si ni siquiera han podido prever que el feto tendría anomalías hasta que ya ha sido demasiado tarde —le cortó su esposo con gran agresividad—. Para mí sólo hay una solución a este problema y ya se pueden imaginar cuál es.
—Si me decido por la interrupción del embarazo, ¿cuánto tiempo me queda?
—Una semana, máximo diez días —respondió Herrera—. Si al final decides abortar debe hacerse cuanto antes, por tu seguridad. Cuanto más tiempo pase mayor será el riesgo de que puedas sufrir alguna secuela por el contacto con el feto. Sinceramente —reconoció— no comprendemos lo que ha ocurrido. Estamos muy desconcertados. En este momento no se puede descartar ninguna complicación.
—Por supuesto, —intervino Santos dirigiéndose a su esposo— sea cual sea la decisión final, les indemnizaremos adecuadamente.
—Léalo con calma —añadió Herrera, entregándole un dossier que extrajo de un cajón del escritorio—. Mejor en papel, que no circule por la red. Imagino que usted estará de acuerdo con nosotros en que la confidencialidad es una prioridad absoluta. Estamos dispuestos a negociar cualquier cláusula con la que no esté conforme.
—No dude que lo revisaré a conciencia —contestó en el mismo tono beligerante que había mostrado en toda la entrevista —. Y sí, hay algo en lo que estamos de acuerdo. Todo este infame asunto debe permanecer en el más absoluto secreto.
Cuando salieron de la clínica la decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás. Por muy dolorosa que fuese la resolución, la sentencia era irrevocable. No podía imaginarse el dolor físico y psíquico al que estaría condenando a su hijo si tomaba la determinación de seguir adelante. Poco le importaban a Ella los pormenores de la indemnización. Las cuestiones económicas le resultaban, en ese momento, absolutamente indiferentes.
Concertó una nueva cita clínica para una semana después. Le hubiera gustado haber puesto final a tan doloroso trance en ese mismo instante, pero Santos le explicó que debía hacerse una prueba previa antes de pasar por quirófano. Concretaron finalmente, el jueves a las cinco de la tarde.
Su esposo, sin embargo, leyó como le había sugerido Herrera todos los puntos del informe de la demanda con exquisita atención. Se le resarciría económicamente con gran generosidad de todos los posibles daños y perjuicios que hubiera podido sufrir como consecuencia de la pérdida de su hijo.
Como si se tratase de un vulgar incumplimiento de contrato, la clínica le devolvería todo el dinero entregado por el tratamiento realizado, más una cantidad en concepto de compensación. Tan sumamente elevada que casi resultaba obscena.
No obstante, no quedó del todo satisfecho y no descartó la posibilidad de embarcarse en un futuro litigio con la clínica. Su carrera profesional dependía de forma directa del estatus que hubiese podido alcanzar de haber tenido descendencia. Y ninguna cantidad, por muy espléndida que fuese, podría cambiar ese hecho.
Aquel fatídico jueves, Ella se levantó al alba. Su nerviosismo le impedía permanecer un segundo más en la cama. Cuando llamaron a la puerta, hacia las ocho de la mañana, se encontraba sola en casa.
Se presentó como un agente de la empresa de seguros del holding al que pertenecía la clínica. Apenas comprobó las credenciales que le mostró. Alto, moreno, de aspecto corriente, su traje oscuro y anodino y sus formas estudiadas no le hicieron dudar en ningún instante de que no dijese la verdad.
Le explicó, con una extraña sonrisa, que tenía una propuesta que no podría rechazar. Sabían que su esposo estaba pensando demandarles y no podían permitir que se dañase la imagen de la empresa. Sobre todo, en un momento en el que la multinacional se estaba expandiendo con grandes beneficios. Además, razonó, no sería justo que un caso aislado perjudicase su enorme prestigio conseguido tras siglos de duro trabajo y de dedicación científica.
Su voz era melosa, envolvente, casi hipnótica. Ella le dejó hablar sin interrumpirle sin saber muy bien a dónde quería llegar. Por eso, cuando finalmente le propuso que no abortase y que diese a su hijo en adopción, Ella quedó bloqueada, noqueada, sin expresar ninguna reacción.
El supuesto agente de seguros continuó explicándole, con su voz pegajosa, las condiciones del contrato que tendría que firmar. Le aseguró que mantendrían las condiciones económicas concertadas anteriormente ya aprobadas.
Solo tenía que dar su consentimiento por escrito e inmediatamente la conducirían a una de sus clínicas privadas fuera del casco urbano donde permanecería hasta dar a luz. Ellos, por supuesto, correrían con todos los gastos. No tendría que preocuparse por nada.
—Creo que debería consultarlo con mi esposo —consiguió articular Ella.
—Le aseguro que su esposo estará totalmente de acuerdo —le respondió con una mueca de ironía—, hemos preparado el contrato para que así sea.
El desconocido tenía razón. El estatus truncado que él pretendía alcanzar con la paternidad era el principal argumento para la demanda. Le ofrecían el puesto al que él aspiraba. Y también, como por arte de magia, la posibilidad de borrar de los archivos oficiales el hecho de que ya hubiese accedido a un programa de fertilidad. Le prometían borrón y cuenta nueva. Le permitirían tener otro hijo con otra pareja compatible. Una segunda oportunidad que no podría rechazar.
La decisión la tomó sin pensar. Fue un impulso visceral. En un instante desaparecieron todos los argumentos racionales que la habían llevado a querer abortar. Y así, con el corazón y no con la razón, firmó dando su consentimiento a todas las cláusulas del contrato.
Años después, Ella me confesó que sintió miedo y vértigo al pensar en quiénes podrían estar detrás de toda la trama. En un primer momento, incluso pensó en su viejo amigo Santos; idea que descartó inmediatamente. Pues era obvio que gente muy poderosa había gastado mucho dinero y muchos recursos para que su hijo viviera. Quizás, como le había dicho el desconocido con su sórdida ironía, debería creer en el ángel de la guarda.
Ella podía entender el deseo obsesivo de una pareja por ser padres, pero no a toda costa. Los misteriosos padres habían pagado una fortuna a pesar de que su hijo no viviría eternamente. Si como era de suponer, tenían acceso al informe médico, habrían comprendido al igual que Ella, que el niño no tenía ningún futuro.
En una sociedad, en la que gracias a los avances en biología molecular, salvo accidente, suicidio o asesinato, los humanos podían considerarse pseudoinmortales, en un mundo de semidioses, no había cabida para alguien efímero y perecedero.
Ella solo había puesto dos condiciones, a las que inexplicablemente, sus misteriosos benefactores habían accedido. La primera, seguir en contacto con él y poderle ver al menos una vez al año. Y la segunda, elegir su nombre.
Le llamó Víctor, el vencedor. Supongo que porque aquel día vencí mi primera batalla en mi particular guerra contra la muerte.
Durante años me hicieron creer y creí, que era un enfermo terminal, un error de laboratorio, un engendro. Hasta que descubrí, que era un ser humano estándar, un hombre normal y no un hombre imperfecto. Hasta que descubrí, que en aquel mundo utópico de deidades, solo dispondría, al igual que mis lejanos antepasados, de no más de cien años para, haciendo honor a mi nombre, intentar vencer el atávico miedo a la enfermedad y al dolor. A la muerte y al olvido.
***
Ana Rodríguez Monzón