«Candide», de Leonard Bernstein – o la desinformación – [Reflexiones politológicas] – Cucho Valcárcel
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Candide, de Leonard Bernstein – o la desinformación – [Reflexiones politológicas]
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Candide, de Leonard Bernstein – o la desinformación – [Reflexiones politológicas]
Candide fue compuesta, inicialmente, como un divertimento de teatro musical; como opereta, a partir de un libreto de Lilian Hellman –y con textos cantables de Richard Wilbur– basado en la obra que escribió, doscientos años antes, Voltaire (alias de François Marie Arouet). Fue presentada en el Martin Beck Theater de Broadway en 1 de diciembre de 1956. Permaneció «en cartel» durante 73 representaciones. A partir de entonces, Bernstein comenzó a revisar la obra, y estaría embebido en ese asunto durante treinta años, culminando, dicho estar, en la ópera que dirigió y grabó en Londres poco antes de fallecer.
¿Por qué hay que oír –y escuchar y ver– Candide?
Porque esta obra resume sonoramente las peripecias de Cándido, en un ejercicio sintético habilidoso; porque muestra un lenguaje sonoro propio, que identifica al autor; porque provoca reflexión; y porque ha trascendido en el tiempo, ya que, más de sesenta años después de su creación, vuelve a interpretarse en el mundo occidental. En este año de 2018, se conmemora el centenario del nacimiento de su autor: Leonard Bernstein.
De esta ópera, la parte que más veces se interpreta, en versión de concierto, es su obertura. ¿Qué es una obertura? Una obertura es la apertura, la «puerta que da acceso» a una peripecia musical; la que abre un suceso, en este caso, escénico. Suele contener una parte de los motivos y temas que podremos oír y desarrollar en los episodios. Pero la obertura es, también, un elemento que puede configurarse como algo autónomo y no perteneciente a un corpus mayor. De hecho, la obertura ha ido evolucionando con el discurrir de los siglos, y pudimos distinguir entre oberturas «a la francesa», «a la italiana» u otras. Antaño, se trataba sólo de un aviso, de una llamada de atención –conocida, en algún caso, como toccata–, para indicar que comenzaba el espectáculo; una especie de prólogo; una fantasía, una introducción antes de que el telón fuera levantado. Es en Venecia, y también con Claudio Monteverdi, donde encontramos un punto de partida, que luego Jean-Baptiste Lully, en la segunda mitad del siglo XVII, desarrolló en la Francia de Luis XIV –el rey bailarín–, y que sería adoptada en Inglaterra y en los reinos alemanes. A partir del siglo XIX, y con Charles Gounod, encontramos la obertura dramática como resumen de la peripecia escénica. La obertura «extendida» dará lugar a un prólogo de corte wagneriano (Das Rheingold –El oro del Rin–) de más de dos horas de duración –¡menuda «obertura»!–. Sin embargo, la ópera italiana del siglo XIX, prácticamente, la hace desaparecer. La obertura de Cándido sólo dura cuatro minutos.
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La Candide Overture fue interpretada, por primera vez en concierto, por la Orquesta Filarmónica de Nueva York, en 27 de enero de 1957. Pero, antes –en agosto de 1955–, el proceso de creación de Candide había llevado a Bernstein a compaginar ésta con la gestación de West Side Story. En dicho sentido, podemos decir que se trata de obras gemelas, o, al menos, mellizas, pues nacieron al mismo tiempo. El escrutador mundo del Arte musical –de la música seria, culta o académica, si se quiere– no entendía qué hacía Bernstein prestándose a proyectos pensados para las masas; para un teatro de Broadway. Esta Obertura es una ensalada de melodías y temas variados, como The Best of All Possible Worlds, que canta el personaje del Dr. Pangloss; o como el dúo Oh Happy We, cantado, en su boda, por los personajes de Cándido y de Cunegonda; y como el aria Glitter and Be Gay, cantada, virtuosamente, por el personaje de Cunegonda.
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Candide, ou l’optimisme, fue publicada en 1759. Puede considerarse la primera obra de filosofía realista. Demos un apunte sobre el argumento:
En Westfalia, hubo un castillo en el que vivió el barón de Thunder-ten-tronckh, y un joven chaval en el que la naturaleza había depositado las costumbres más delicadas y amables; un espíritu simple, razón por la que fue llamado Cándido. Suponían que era hijo de la hermana del barón y de un honesto y buen gentilhombre. Su profesor era el Dr. Pangloss, a la sazón instructor de mentes incipientes, y que sostenía que vivimos en “el mejor de todos los mundos posibles”. El pequeño Cándido escuchaba las lecciones del Dr. Pangloss sobre metafísica, teología y cosmología con todo el buen hacer de alguien de su edad y de su carácter.
Pangloss probaba que no había un efecto sin causa y que, en el mejor de los mundos posibles, el castillo del barón era el más bello de todos los castillos, y, la señora, la mejor de las baronesas posibles. Las cosas no podían ser de otra manera, porque todo estaba hecho para un fin: la nariz había sido hecha para sostener las gafas; las piedras habían sido formadas para hacer los castillos.
Cándido escuchaba atento y creía inocentemente. Encontraba a mademoiselle Cunegonda extremadamente bella. El maestro Pangloss era el más grande filósofo de la provincia, y, por consiguiente, de toda la Tierra –silogismo simétrico: si A es igual a B, por consiguiente, B es igual a A–. En el pequeño bosque, que llamaban “parque”, Cunegonda –que estaba muy capacitada para las ciencias–, observaba las experiencias de Pangloss, y veía con claridad la razón y suficiencia del doctor, o sea los efectos y las causas.
Cunegonda, se encontró con Cándido, “por casualidad”, en el castillo, y se ruborizó; Cándido se ruborizó también, y le habló sin saber qué decir. Después de la cena, se vieron en una reja. Cunegonda dejó caer su pañuelo; Cándido lo recogió y ella le apretó, inocentemente, la mano; el joven hombre besó, también inocentemente, la mano de la joven doncella; con una vivacidad, una sensibilidad y un gracejo muy particulares. Y sus bocas se encontraron, y sus ojos se inflamaron, y sus rodillas temblaron. Monsieur el barón de Thunder-ten-tronckh pasó por la reja, y vieron esta causa y este efecto; etcéteras. Y todo ocurrió en el más bello y en el más agradable de los castillos posibles. Así las cosas, Cándido y Cunegonda se casaron.
En otro momento de la obra, Martín dirá a Cándido que, en Francia, la principal ocupación es el amor; la segunda es murmurar, y la tercera es decir necedades. París es el lugar en que todo el mundo busca el placer y nadie lo encuentra; y un foro de canallas. Cándido ve, todo, de otro modo. ¿Con qué fin ha sido creado este mundo? Para hacernos rabiar, dirá Martín. Cándido no da crédito. Para Cándido, el trabajo ennoblece a las personas; para Martín, trabajamos sin reflexionar; sólo es el medio de hacer de la vida algo soportable.
¿No nos sucede lo mismo que a Cándido, en cuanto a la consideración que de las redes sociales tenemos y sobre la «maravilla» que ha supuesto Internet para nuestra comunicación y para nuestro desenvolvimiento, así como para nuestra comodidad y hasta para nuestra autoestima, gracias a lo famosos y gustados y queridos que nos sentimos?
Desinformación y despolitización. Siguiendo algunas ideas de Fernando Velasco, de José Ángel González y de Santiago Montesinos –miembros de la Cátedra de Inteligencia y Servicios democráticos, de la URJC–, os hablaré de desinformación, y lo relacionaré con Cándido.
La desinformación sirve para sacar ventaja a lo hora de tomar una decisión, y para condicionar las decisiones de los ciudadanos –unos Cándidos cualesquiera–. Suelen tomarse decisiones sin tener mucha información. Para no caer en el error de Cándido, quizá deberíamos distinguir entre «opinión» y «conocimiento», ¿no? Las opiniones y las decisiones nos parece que deberían partir del conocimiento, y no de la desinformación. Las nuevas tecnologías fabrican información falsa. No nos referimos a las noticias falsas (fake news), sino a la desinformación. Cándido es un desinformado porque posee una información que es falsa y que ha sido elaborada, estratégicamente, para condicionar sus opiniones y sus decisiones. ¿Todavía piensan las gentes, de las regiones democratizadas del planeta, que sus votaciones electorales no han sido condicionadas por un diseño estratégico de desinformación? ¡Qué candidez! Los sistemas democráticos están en peligro, pues se hallan en las redes sociales. Unas redes sociales que se han convertido en sistemas de dominación y sin legitimidad –aunque «legitimadas» por quienes ceden sus datos–, o sea lo mismo que en el caso de las dictaduras. Hasta los gobiernos se encuentran atrapados, y han llegado tarde a tomar medidas. Quizá pensaron que Internet sería gobernable, pero es imposible. Grandes multinacionales, y otros agentes y grupos de presión, con su fiscalidad en paraísos, construyen informaciones falsas.
Pero es cierto que hay gobiernos que han sabido utilizar las redes sociales para, sin disparar un tiro y sin poner soldados sobre el terreno, determinar el devenir de sus enemigos. Y es que una sociedad se puede atacar sólo con desinformación –no es necesario dar nombres, ¿verdad?– Y… ¿a quién podremos reclamar, por habernos fiado de nuestra ingenua confianza? ¿Dónde encontramos ese ejército? ¿Exigiremos a las granjas trolleras que nos devuelvan nuestros datos personales, nuestros números de cuenta corriente, cuando han sido las mismas instituciones estatales las que nos han exigido darles esos datos a través de los sistemas electrónicos de Internet? ¿Cómo saldrán de esta trampa (red) los gobiernos de los sistemas democráticos? Cándido es poco cándido a nuestro lado. Las nuevas tecnologías están fabricando información falsa y distorsionan intencionadamente la realidad (posverdad). Otra posibilidad es que, si, como Cándido, no queremos cambiar el estado de cosas,… cambiemos de conversación.
Antes del año 2004, éramos «obtenedores» de la información, pues la conseguíamos por nuestros propios medios; con nuestros recursos personales. En la actualidad, la información no se obtiene, sino que se recibe, a través de las redes sociales tecnológico-electrónicas. La información se diseña, y no para un grupo, sino para cada individuo; para cada consumidor. Nuestras elecciones «en cascada» aportan información a las multinacionales tecnológicas, que se encargan del diseño de la publicidad específica para nuestro perfil, pues les hemos dicho lo que nos gusta y lo que no nos gusta, cada vez que hacemos un “clic”. En otro tiempo, las grandes corporaciones tenían dificultades para averiguar algo sobre nuestras vidas; ahora, los datos se los regalamos nosotros. Hoy, es más fácil dedicarse a la mercadotecnia. Y los datos ¡se pueden comprar!
La información difundida en redes sociales tiene como objetivo desinformar a los cándidos de hoy –que son una mayoría, consumidora de herramientas electrónicas–. La desinformación se “cocina” con mucha antelación y tiene una estrategia detrás. Hoy, ningún gobierno puede soportar las redes sociales; cualquier Gobierno «se va» por Twitter. Ya existen generaciones de ciudadanos que han nacido en una red más grande que la tejida por el Dr. Pangloss para Cándido. En esa red, los jóvenes tienen certificado de nacimiento, y la opción de inventarse otra vida (perfil), ¡y hasta falsa! Los mismos gobiernos saben dónde nos encontramos en cada momento, y lo que hacemos. El teléfono portátil –mal llamado “móvil”– lo movemos nosotros; va siempre con nosotros; vive con nosotros; pero es nuestro enemigo, pues siempre nos delata, aunque consideremos que es lo contrario: un amigo; como Cándido consideraría al Dr. Pangloss.
La amenaza de la desinformación es crítica, frente a una amenaza de una noticia falsa, que es moderada; o frente a la de la propaganda, que puede llegar a ser una amenaza sólo severa. Y esto sucede porque en las redes sociales la información raramente se examina. Cándido no examina nada de lo que le dice Pangloss; se lo cree.
La diferencia entre Cándido y nosotros es que él tenía tiempo para el análisis, aunque no se dedicó a ello; nosotros, ni siquiera contamos con el tiempo, pues no nos ofrecen espacios para el silencio, para la serenidad, para una reflexión que contraste las fuentes, ya que todo está saturado de informaciones que nos obligan a adoptar una postura, aunque ésta sea irreflexiva; dar una opinión rápida –aunque no la tengamos formada–. No hay ventanas para la reflexión: debemos manifestar si algo nos gusta o no; sin matices ni respiros. Éste es el mundo que hemos dejado a nuestros hijos, a nuestros descendientes, a nuestros nativos digitales; un mundo de esclavos; más, incluso, que Cándido, al que le dijeron que existía aquello del «libre albedrío». Hemos llegado tarde. Nuestros hijos y jóvenes ya no nos creerán cuando intentemos convencerles de lo nefasto de su deambular siempre conectados, o, como ellos dicen, “comunicados”. Las neurociencias saben que esto es irremediable. Michael Gazzaniga nos lo confirma en su obra ¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro. ¿Por qué no hicimos algo a tiempo? Hemos extendido nuestra candidez a los nuevos Cándidos: los nativos digitales.
Parece que el objetivo de la desinformación es fragmentar los sistemas que llamamos «democráticos». La verificación de la información, además de tiempo, requiere de una alta cualificación, y supone múltiples dificultades, sobre todo para alguien como Cándido, que piensa que vive en el mejor de los mundos posibles. Esta idea, le deja inmóvil; un pasivo receptor de ofertas ¿Cómo va a querer, Cándido, abandonar el mejor de los mundos? Tampoco nuestros jóvenes quieren abandonar ese mundo paralelo, aunque irreal, que llaman “virtual” sin serlo en un sentido etimológico –pues lo «virtual» sería algo virtuoso y «de verdad»–. Lo triste es que sufrirán por ello, pues esos mundos no tienen nada que ver con la cotidianidad del espacio físico en que suceden las vidas. Al reducir el espacio de tiempo entre el estímulo y la respuesta, están vulnerando nuestra capacidad para analizar.
Cándido carece de pensamiento crítico, como los nazis –personas cultas en una gran mayoría de casos–, que cultivaban una cultura que no era crítica y, por eso, no supieron enfrentarse a la barbarie que, pasivamente, estaban alimentando (banalidad del mal, que definió Hanna Arendt). Juan Mayorga dice que es necesario que la cultura, además de ser cultura, sea crítica, para acabar con la barbarie. ¿Qué criticismo nos ofrecen las redes sociales? Ninguno. Los nazis podían escuchar a Wagner por la mañana y asesinar personas por la tarde. Eran personas cultas, pero carentes de pensamiento crítico. Es decir que eran como Cándido. Un cándido es un seguidor (follower) de un individuo influyente (influencer), y los seguidores pueden comprarse en el mercado a razón de 0,68 € cada uno. Si uno tiene dinero, puede tener muchos Cándidos detrás. Como Cándido está desinformado, está manipulado. El objetivo de la desinformación es la manipulación de la opinión pública. Nos dirán –sin decirnos– qué votaremos en las próximas elecciones; USArán nuestros votos para lograr sus objetivos empresariales.
La desinformación es una estrategia, y se produce creando una narrativa. Primero, diseñan una narrativa con hechos falsos: vivimos en el mejor de todos los mundos posibles (The Best of All Possible Worlds), y, luego, pasan a la desinformación; y vuelta a empezar, creando una nueva narrativa. Como vemos, Voltaire se adelantó a nuestro tiempo. Como dice Santiago Montesinos, “Al-Qaeda es un nombre inventado por nosotros, que les gustó”. También dice Montesinos que “una información se construye con muchas evidencias –así actúa Pangloss–; un hecho se construye con muchas informaciones. Sin embargo, la desinformación es construida a partir de, sólo, una evidencia”, cuando “una evidencia es una anécdota sin valor estadístico”.
En el año 2005, nos recordaron que la desinhibición “virtual” voluntaria jamás se produciría en el espacio físico. ¿Cuántas personas dirían «a la cara» lo que dicen a través de Twitter? Necesitamos mentir entre tres y veinte veces al día, porque sería terrible que todo el mundo se dijera lo que piensa. Pero eso es una cosa y otra es fabricar “verdades”, o sea desinformar.
La causa «exceso de confianza» produce el efecto «desinformación». Es lo que le pasa a Cándido, que confía en cualquiera, y, por eso, vive desinformado y manipulado. Manipular y desinformar es más barato que enviar soldados, y, así, no hay que lanzar/tirar ni un misil. Además, no hay a quien reclamar. Evgeny Morozov muestra, en su libro titulado The Net Delusion (El desengaño de internet), que los Estados crean portales para despolitizar a la juventud (futuros electores), y que no puedes ser «un poquito libre» en Internet. La política es víctima y verdugo de la desinformación.
Quizá habría importado que Pangloss enseñara a Cándido el análisis y la verificación de las fuentes, encontrando los sesgos que nos conducen a conclusiones erróneas. Cándido no debate con Pangloss, cuando el debate podría favorecer el desarrollo de un pensamiento crítico. Pangloss engaña –o/y se engaña– con argumentos de autoridad (ad uerecundiam). Cándido no valida las fuentes. En tiempos venideros, quizá será un problema no poder distinguir lo que es verdad de lo que no, pues la verdad ya no tiene nada que ver con los hechos. Dicen que en el año 2022 se consumirá más información falsa que cierta.
Cándido aprendió a estar en un mundo virtual, pero vivía en un mundo físico real con códigos y valores muy distintos a los suyos. Dar sentido al mundo real y físico con filtros mentales y emocionales del mundo virtual es un peligro para aquél que utiliza dichos «filtros» virtuales. Cuanto más joven se es, mayor es el peligro. Además, los cerebros humanos no terminan de formarse hasta que cumplimos los diecinueve o veinte años de edad. Más cuando hoy, los niños y las niñas, acceden a un aparato de virtualidad extendida artificial antes de los catorce años de edad. Como Cándido, podemos vivir mundos y realidades paralelos, pues Internet nos lo permite.
La obra de Voltaire denuncia la estulticia y la tontería. Es más fácil el acceso y cultivo de la tontería que el de la inteligencia, porque la tontería no tiene límites. Quizá sin gracia, podríamos decir: estoy en Internet, luego existo. Y las nuevas tecnologías nos matan de gusto, porque nos seducen, más que reprimirnos. Es como la comida basura, que está muy rica. Y es que “no toda la educación es necesariamente buena”.
Con Internet, no tenemos, ya, ni derecho al olvido: una vez hayamos muerto, hasta nuestros familiares podrán disponer de nuestros datos y de nuestra intimidad. Parafraseando a Milan Kundera, podrán traicionar nuestros testamentos; ¡qué bonito! Internet es el nuevo sistema de dominación politológico: ¿dónde hallar frenos y contrapesos para tal bestia Kraken? Aparte, como decía Jeffrey Rosen, “Internet se convertirá, cada vez más, en un desierto artístico dominado por aficionados”.
La democratización del uso de los medios tecnológicos –que permite poner al alcance de cualquier persona las herramientas de última generación–, podrá ser, también, la puerta de expansión de las dictaduras; y, citando al profesor John Gray, de la London School of Economics, “el retorno a la era imperial”.
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Leonard Bernstein fue pianista y profesor. Nació en Lawrence, Massachussets, y comenzó sus estudios de piano a los diez años de edad. Se graduó en Harvard en 1939. Como director de orquesta, fue asistente de Serge Koussevitzky en Tanglewood. Pero fue en 1944 cuando su carrera cambió, al ser llamado para sustituir a Bruno Walter en Carnegie Hall, obteniendo un gran reconocimiento en EEUU. Después, dirigiría la Orquesta de la Ciudad de Nueva York. Desde 1958, y hasta 1969, fue director musical y director jefe de la Filarmónica de Nueva York.
Como compositor, ha creado ballets: Fancy Free (1944); óperas y otros musicales escénicos: On the Town (1944), Trouble in Tahiti (1952), Wonderful Town (1953), Candide (1956), West Side Story (1957), A Quiet Place (1983); obras de concierto: Chichester Psalms (1965), Danzas sinfónicas de West Side Story (1961); y tres sinfonías, de entre las que destacamos su Sinfonía nº 2 “The Age of Anxiety” (1949). Compuso música cinematográfica para el film, de Elia Kazan, On the waterfront (1954). Además, en 1971, Jackie Kennedy le encargó el que sería su gran oratorio escénico Mass, para la inauguración del John F. Kennedy Fine Arts Center de Washington.
No debemos olvidar que Bernstein siempre estuvo muy interesado en una pedagogía de la Música, como demuestra que fuera uno de los pioneros, en ello, a través de los conciertos didácticos con la Orquesta Sinfónica de Nueva York –de niño, había asistido a los conciertos populares Boston Pops que dirigía Arthur Fiedler, así como a los de la Orquesta Sinfónica de Boston dirigida por Serge Koussevitzky–. Quedan, para la posteridad, sus aportaciones televisivas, con el fin de acercar, a un público no cultivado, el Arte musical occidental.
En el caso de su creación artística, el problema fundamental está en ser capaces de “trazar la fina línea entre la ópera y [el teatro] de Broadway; entre el realismo y la poesía; entre la danza y el baile; entre la abstracción y la representación. La línea está ahí, pero es muy delgada”, como pensaba el propio Bernstein en 1956. Según entendemos, de lo que dice David Patrick Stearns en su artículo titulado «Between Broadway and the Opera House», para el teatro musical comercial americano, como un hecho creciente, una grabación con un reparto de cantantes de ópera de primera fila, era, quizá, menos una anomalía que algo inevitable. Tanto Candide como West Side Story fueron producidas por teatros de ópera y opereta durante años. En dicho sentido, conviene recordar que la obra Sweeney Todd, de Stephen Sondheim, hizo su debut operístico en 1984, sólo cinco años después de haber sido estrenada en Broadway. En realidad, la fina línea entre la ópera y Broadway se debe a West Side Story. Otras obras, como Porgy and Bess, de George Gershwin, fueron adaptadas a la ópera después de décadas de popularidad. Pero fue West Side Story la obra que rompió, de algún modo, con el pasado brillante de Broadway. Algo parecido ocurrió con la ópera Carmen, de George Bizet, cuando la crítica preguntó por qué dicho prodigio y talento teatral había sido puesto al servicio de una reputación de mal gusto. Conviene recordar que los tempranos experimentos teatrales de Francis Poulenc, Igor Stravinsky y Kurt Weill, o las aportaciones de un teatro no lineal de Robert Wilson, o de las obras iconográficas y estáticas de Philip Glass, fueron aceptados en los escenarios de ópera. Por ejemplo, West Side Story supuso para Broadway una exigencia desmesurada, en cuanto a las demandas vocales de los dos personajes protagonistas, que solo podían hallarse rara vez fuera de la esfera de la ópera. Pero en lo que difiere más obviamente, de lo que tradicionalmente ha sido la ópera, es en la yuxtaposición de estilos de canto serios y populares. Aquí, hallamos la dicotomía entre «ilustración» y «primitivismo». En otro orden, y en un plano técnico, podemos ver que no hay una continuidad en el canto, pues se produce alternancia sistemática entre partes cantadas y habladas, lo que se acerca más a un género como la zarzuela, por ejemplo. Sí podemos reconocer un papel psicológico de la música y una construcción armónica por inestables intervalos de cuartas aumentadas –inexistentes en el musical popular hasta entonces–. Pero el propio Bernstein nos saca de dudas, pues, para él, una obra como West Side Story no fue una ópera.
No olvidemos que resulta paradójico –o no, si pensamos en los intereses con criterios económicos de los mass media– que, al pensar en el legado musical de Bernstein, haya sido recordado, y mucho, por sus Candide y West Side Story. Otra cuestión es analizar las partituras, para darnos cuenta de que estamos ante unas obras artísticas peculiares, que, aunque complacientes con los oídos profanos –también lo fue, en parte, la Sinfonía en Do de Igor Stravinsky, muy pensada para un público serio norteamericano que no había recibido bien la creación de Arnold Schönberg y de los compositores de la Segunda Escuela de Viena, y ni siquiera la de los propios norteamericanos Charles Ives, Conlon Nancarrow o Elliott Carter, por citar a algunos–, también eran complacientes con estructuras cerebrales sónicas del entorno de la música tonal (propia de tonaloyentes).
Sin embargo, esta música de Bernstein es sorprendente en sus «hechuras». El análisis formal, estético, estilístico, contrapuntístico y armónico no deja lugar a dudas: estamos ante una creación «con mucho oficio» y gran ingenio. Nadie que se dedicara a las músicas populares podría construirlo, muy probablemente, con la racionalidad de Bernstein. Tampoco podemos olvidar cómo Béla Bartók y Zoltan Kódaly hacían guiños a las músicas tradicionales húngaras; o Maurice Ravel y Claude Debussy a las músicas tradicionales españolas. El oficio de Bernstein es el de un gran compositor. Para algunos críticos, el colmo del «desatino» fue el jazz. Bernstein no venía de ese mundo, del que sí procedía George Gershwin, por ejemplo. Tampoco, en ese sentido, es Bernstein un compositor de clubes nocturnos; de tríos be bop o de big bands; supera partituras del llamado jazz sinfónico de Gershwin. Y, con todo y con eso, la sombra de Kurt Weill rondaba, cual espectro, por aquellos lares visitados por Bernstein. Un Kurt Weill «americanizado», y coincidente con el estreno de Trouble in Tahiti de Bernstein, a través de su Dreigroschenoper (La ópera de cuatro cuartos); un Kurt Weill que fue el autor del musical Street Scene, que tuvieron la desfachatez de definir como “Ópera” (American Opera), y que en nuestra contemporaneidad contó con el lamentable auspicio de su escenificación gracias a Joan Matabosch –a la sazón, director artístico del Teatro Real de Madrid–, en la celebración que, exagerando un poco, diremos que nos parece un tanto «apocalíptica» –operísticamente hablando–, por los 200 años de vida de la fábrica madrileña de óperas. Este “americanismo” de Matabosch quiere justificarse en su artículo “¿Ópera o musical? Sencillamente, una obra maestra”, recogido en el programa de mano de Street Scene. El mismo “americanismo” franquista de cuando la Fundación Ford insuflaba cuartos en la Sociedad de Estudios, con vistas a evitar que, tras la muerte del dictador, la intelectualidad española (los Julián Marías y etcéteras) se alineara con la URSS. En fin, una alfombra roja más a la invasión yanqui.
Por tanto, no se trata de una composición «al uso», si pensamos en la tradición del teatro musical de Broadway, pues las referencias populares de este último entran en contradicción con las grandes formas tradicionales del pensamiento musical centroeuropeo. También observamos, en ocasiones, un politonalismo cuya «cromatización» fuerza, en extremo, la tonalidad. No era pensable, entonces, que el musical americano aceptara formas tan racionales, matemáticas y abstractas como las citadas; ni mucho menos que pudiera forzarse tanto el sistema tonal. Sirva como recordatorio que este asunto no es algo nuevo, ya que fue Richard Wagner el que en 1857, con Tristán e Isolda, inició el camino de la disolución del lenguaje tonal, al expandir y casi agotar dicho sistema, y cuya saturación –en la que participarían Arnold Schönberg en 1899 con su Noche transfigurada, Richard Strauss en 1909 con su ópera Elektra, el mismo Schönberg con Gurre-Lieder en 1913, entre otros– quedaría manifestada en 1911 en el Tratado de Armonía de Schönberg, con lo que se vio obligado, este último, a abandonar el lenguaje jerárquico de la tonalidad y a recurrir a un sistema más «democrático», como fue el dodecafonismo, y como única salida para seguir creando obras de Arte musical.
Quizá, tampoco debemos olvidar que Leonard Bernstein fue pionero en utilizar la reciente televisión, para acercar al gran público los recitales pedagógicos sobre obras del Arte musical, en los años cincuentas del siglo XX. En el fondo, Bernstein, nos parece que fue un reinventor de los llamados “conciertos pedagógicos”.
Casi sin quererlo, estaba educando los oídos de un pueblo profano para con el Arte musical. Quizá, por todo lo expuesto, es por lo que, años más tarde, en 1984, Bernstein decidiera dejar constancia de su procedencia estética y cultural, y grabara, con músicos “serios”, con cantantes de ópera, la que, hasta la fecha, nos parece la gran versión musical, y original, de West Side Story: con Kiri Te Kanawa, José Carreras, Tatiana Troyanos, Kurt Ollmann, Marilyn Horne, etc. Pero nunca diremos que se trata de obras magnas; eso, no.
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Cándido no aprendió que el mundo se sustenta en mentiras y en unas pocas «verdades». Cándido es crédulo; pertenece a una sociedad de creyentes –o sea dispuesta a dar por válido cualquier comentario sin verificar–, integrada por «opinadores» que saben de todo y tienen opinión sobre todo. Una sociedad que no admite que alguien reconozca que, sobre tal o cual asunto, no tiene una opinión formada.
Si la libertad –la tuya y la de los demás– es, para ti, un valor que cultivar en la vida, quizá Internet y sus redes sociales no sean tu hogar. Pero si eres como Cándido, en las redes sociales encontrarás un lugar en el que no ser «un poquito libre». Parece que la única libertad que hay ahora es la libertad vigilada. Quizá tengamos menos privacidad que hace veinte años. Mientras mantengas la cabeza inclinada, puedes pedir lo que quieras a las multinacionales tecnológicas. La información de calidad va a costar, cada vez, más. Sin información no hay libertad. Cándido no es libre.
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¿Podríamos ampliar, aún, la información que os hemos dado? Sí: completando el acercamiento a Candide, ou l’optimisme, nos parece muy oportuno que pudierais ver la obra dramática La disputa, de Jean-François Prévand, dirigida por Josep Maria Flotats e interpretada por Flotats y por Pere Ponce. Un encuentro entre Voltaire (Flotats) y Rousseau (Ponce), que nos permite entender al filósofo que procuró hacer más sensatos a los seres humanos, pero que, al no conseguirlo, decidió vivir lejos de ellos. Y, sobre Bernstein, podemos recordar –como hizo José Luis García del Busto– que la última vez que estuvo en Madrid fue en 30 de octubre de 1984, dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena en el Teatro Real. Más: ¿sabíais que Internet surgió de un programa militar? ARPANET: la red ARPA (Advanced Research Projects Agency). “En el año 1969, surge el origen de la red informática de comunicación Internet, conocida como «red de redes», a partir de un programa de seguridad que impulsó el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica, y con el fin de proteger datos de sus instituciones militares y de sus universidades. Para evitar que un ataque nuclear pudiera aislar la comunicación entre dichos centros, el Advanced Research Projects Agency (ARPA), una agencia del Pentágono, desarrolló la red Arpanet basada en el protocolo de intercambio de paquetes de información. En 1972, representantes de varios países formaron el Inter Network Working Group (INWG) con el fin de establecer un protocolo común, que condujo a la actual red de Internet”. Hoy, el 86% de los españoles no sabe distinguir una noticia real de un bulo; los medios de comunicación no están colaborando para filtrar noticias falsas, porque compiten por los «clicks». Nos parece que el «empoderamiento» ciudadano se sustenta en la soberbia. Vuelve el mito de Narciso –si es que alguna vez nos dejó–, pero, ahora, con reflejos virtuales; con espejos más grandes; más cóncavos y más convexos –¿qué pensaría Max Estrella?–. Sin globalización y sin tecnologías de última generación quizá no se darían estas circunstancias. Con cada «click» hay gente que gana dinero. Vivimos en un entorno líquido, inestable, incómodo, sobreinformado, intoxicado y, a su nivel, muy parecido al que se describe en Candide de Voltaire. Quizá es un nuevo esperpento.
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[Este artículo fue publicado originalmente, sin las imágenes que lo ilustran, en 2018 en https://conciertos-clasica-madrid.com/]
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Cucho Valcárcel
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