Cuento largo – V [Milagros] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – V [Milagros] – Un relato de Gema García Hormigos

Cuento largo – V [Milagros] [Relato]

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Julio Romero de Torres – Nieves [1919 – Colección particular]

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Milagros

Igual que la guerra llega, la guerra pasa. Al  final los soldados, curados de la cagalera, llegaron al mar y allí rompieron el territorio enemigo en dos, como una cuña. La guerra acabó a los pocos meses y el pueblo volvió a sumirse en el abandono habitual. De sus dos compañeros, la peste se marchó para siempre pero el hambre y la represión persistieron durante la larga posguerra.

La funesta consecuencia de que el con icto acabara era que ya no había uniformes que coser. La familia se quedó sin ingresos, abocada a su extinción. El pueblo, innecesario ya como lugar de paso, sufrió el desabastecimiento y el mercado negro.

En medio de este desbarajuste sucedió algo insólito. Facia enfermó. Mientras su cuerpo había mostrado una entereza superior a la del resto de los mortales su alma no pudo perdonarse la muerte del boticario.

—¿Pero qué le duele?— preguntaba Milagros, al borde de la cama.

—Lo que fue. Lo que no fue— respondía su madre. Martina y Honorina comprendían, viéndolo desde lejos, y recordando sus propios amores interrumpidos, el olor del río y del monte.

—¿Pero dónde tiene el dolor? ¿En el pecho?— preguntaba Milagros, que nunca había visto a Facia guardando cama.

—Aquí, dentro— respondía Martina madre, señalando a la cabeza.

Ella ya había visto la melancolía en su familia pues todas las mujeres la habían sufrido en mayor o menor grado. El tiempo era su único aliado, así que decidieron exponer a Facia a la misma cura de los tiempos de la peste. Se la hizo sudar colocando piedras calientes bajo su colchón, se la lavó con agua perfumada y Milagros la consiguió un licor de cerezas que la dejó dormida varios días. Nadie fue capaz de encontrar sus dientes de leche para completar el tratamiento y ésto era porque, según Martina madre, Facia había nacido con su dentadura de adulta. Contra todo pronóstico, Facia era una enferma malísima y no se dejaba ayudar. Sacó todo su carácter de mula e insultaba con improperios que había aprendido entre los soldados. Daba patadas y gritaba que la dejaran en paz. Solo a veces toleraba que Honorina la cantara por las noches.

Sebastián reconocía sus exabruptos y su cabezonería como propios y supo que lo que necesitaba era salir de la casa, como él antes, cuando vivían en la  nca. Así que, haciendo oídos sordos de la prohibición que tenían las mujeres acerca del exterior, se la llevó, agarrada a su brazo, a a ver el río y el castillo, donde quedaban los restos del hospital de campaña. Sebastián cometió la torpeza de pasar por la botica y ahí Facia se convirtió en un mar de insultos y de reproches contra sí misma. Esa noche en la cena tiró la aguada sopa de cebolla volcando el plato sobre la mesa. Dijo que ya había limpiado bastante mierda como para comer mierda también.

—Esto es la maldición. Nunca seremos felices. Y no me digáis que no lo habéis pensado. Ahogado, fusilado, envenenado. Sin un hombre no encontraremos la felicidad—dijo Facia, con un punto de amargura.— Pero, ¿qué felicidad hay en pasar de una casa a otra?

—Solo nos quedas tú, Milagros. Ojalá tú tengas mejor suerte—continuó Martina madre, sin hacer caso a Facia.

—¿Qué más da? ¡¡¡Estamos muertas!!! ¿Es que no os dais cuenta?—gritó Facia.

En el momento justo en que Milagros iba a expresar por primera vez lo que opinaba de la maldición, se vio interrumpida por una algarabía festiva que venía de la calle. Facia y Milagros corrieron a las ventanas mientras que Martina madre aprovechó para recoger la sopa derramada, con un recuerdo antiguo mordiéndole el corazón.

Un montón de chiquillos voceaban con excitación. Un ruido inhumano, que tampoco era propio de un animal o una máquina conocida, sobresalía entre el griterío. Cuál fue su sorpresa cuando las hermanas descubrieron un armazón de metal con ruedas, parado en la puerta de la casa. Impelidas por un deseo irrefrenable se abalanzaron sobre la multitud buscando el origen del estruendo.

—¡Es un coche!—acertó Milagros, que había visto un dibujo en los libros de Honorina.

Pero la mayor sorpresa todavía estaba por llegar. Con estupor vieron que una puertecilla se abría y, entre los niños, salía un hombre. ¡Era Pepe! El hijo del Marqués, con su boca torcida y su pinta de haberse caído de un guindo, pero un hombre hecho y derecho. Parecía imposible, pues se comentaba en el pueblo que el Marqués se había exiliado con su hijo y no pensaba volver.

—¿Qué hace usted aquí?— preguntó Facia. —Mi padre murió durante la guerra.

—Mis respetos— dijeron las dos, a coro.—Todos hemos sufrido, como ya sabrá.

—Vengo a pedirles que vuelvan a la  nca. Está muy abandonada. Nadie se quiso hacer cargo. Es mucho trabajo. Ahora es mía y tengo intención de vivir en el pueblo permanentemente.

Sebastián, que había espiado la escena desde dentro, salió entonces y aunque parecía dispuesto a regañar a sus hijas, dijo, dirigiéndose a Pepe:

—Cuente con ello, hijo— dándole un cálido apretón de manos.

En una hora hicieron la mudanza, y en plena noche. Con la ayuda de Pepe, volvieron a la casa de los guardeses, que no había sufrido tanto como esperaba Sebastián. Alguna teja. Encalar. Pintar. La cara de Sebastián se iluminaba con todo el trabajo por hacer. Martina madre vio su plancha de hierro y se le escapó una lágrima, pero cuando vio la artesa de la matanza, arrumbada en un rincón, comenzó a llorar y no pudo parar de hipar en toda la madrugada.

—Nos fuimos jóvenes y hemos vuelto ancianos, marido— le dijo cariñosamente a Sebastián.

—Siempre hemos sido viejos, mujer. Qué más da un poco más. —Pero ahora estoy seca. No podemos volver a empezar.

—Por la Virgen, no. Ni siquiera ahora nos saldrían varones.

Todos empezaron a descargar su equipaje, como en un sueño, pero Pepe se lo impidió.

—No, no. No me han entendido ustedes. Quiero que Milagros sea mi mujer, y ustedes mi familia. Quiero que vivan en la casa principal.

Todos contuvieron la respiración, y solo se oyó un hipido de Martina madre. Sebastián intervino porque eran demasiadas emociones en unas horas

—Creo que hoy todos descansaremos aquí. Mañana le daré una respuesta.

Fue una noche toledana. Facia hambrienta, dembulando en busca un hatillo con queso que había apañado con las prisas en una cesta que no aparecía. Martina madre descompuesta, limpiando la artesa.

Honorina, vagando por las habitaciones, insomne, ligera como si fuese un gas, recitando un poema que solo conocía ella. Martina la bella medio ciega tocando las paredes para hacerse una idea de las nuevas dimensiones de la casa, pues ahora ella era más alta, aunque ya no crecería más.

Sebastián y Milagros, mano a mano, sentados a la mesa. El padre y la hija que nunca había querido. La única que ahora le servía. Sebastián preocupado por perder la oportunidad del paraíso, Milagros preocupada por causar la muerte de Pepe, por el que sentía de repente un gran cariño, porque, como ella, sabía lo que era sentirse peor que los demás. La conversación no encontraba las palabras.

—Padre, retire la maldición— dijo Milagros en un tono en el que solo Facia se habría dirigido a él.

—¿De verdad crees en esos cuentos? —Tres de tres, padre. Mis hermanas…

—Si es eso… ¡la retiro! Y ahora… ¡A la cama todas!¡Me cago en Dios!— tronó Sebastián, dando el asunto por zanjado.

A la mañana siguiente, Milagros y Pepe se comprometieron y el enlace se celebró a los pocos días en la iglesia del pueblo. La boda fue un acontecimiento, pues la leyenda de las cuatro hermanas había renacido tras la guerra. Tuvo que suspenderse y celebrarse en la casa del Marqués. Sus baulastradas naranjas se llenaron de guirnaldas de  ores y Martina madre se esforzó para tener todo a punto, aunque ya no contaba con la ayuda de sus hijas.

Por su parte Milagros se dio cuenta que no necesitaba ser la más guapa, ni siquiera buena o fuerte, bastaba simplemente con ser una mezcla moderada de todo eso y no compararse con las demás.

Pepe llevó a Milagros a ver el mar, en una corta luna de miel, que Milagros pasó obsesionada con que Pepe no cogiera frío, no tropezara al caminar y no comiera nada líquido. De vuelta a la  nca encontraron que cada hermana había hecho posesión de una habitación propia. Una casa que a fuerza de estar tantos años cerrada parecía llena de fantasmas, no se extrañó de las nuevas tres visitas.

Martina la bella escogió una habitación con una luz dorada que le permitía dedicarse a lo que más le gustaba, que era cultivar su portentosa belleza, que cada día crecía.

Honorina abrió su libreta, la de Malaquías, y copió los versos en cuadernos infinitos. También compuso sus propios versos y los cantaba algunas noches recorriendo los pasillos de la casa.

Facia, por último, salió a galopar en un caballo negro, a la hora en que sopla el viento de la tarde.

Se levantó la prohibición de salir de casa pues carecía de sentido y Martina la guapa, Honorina la buena y Facia la fuerte se casaron y tuvieron sus propios hijos. O no. Lo cierto es que por cien años el hambre, la guerra y la peste se olvidaron de aquel remoto lugar.

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Gema García Hormigos

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