Dickens en Italia – Fuensanta Niñirola

Dickens en Italia – Fuensanta Niñirola

Dickens en Italia

 

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En el prólogo, el propio Dickens nos advierte de lo que vamos a leer: «apuntes leves, meros reflejos en el agua». No encontraremos análisis políticos, disertaciones sobre arte, historia y cultura en general. Tampoco nos informa de sí mismo y de sus acompañantes, salvo en una primera descripción hilarante sobre la llegada del carruaje al Hôtel de l’Ecu d’Or, y la expectación ante los viajeros conforme descienden del vehículo: la esposa, su hermana, dos niños y dos niñas, dos niñeras, y finalmente, el autor.

Dickens realiza este viaje por Italia a lo largo del año 1844. Muestra en todo momento una curiosidad sin límites, una capacidad de observación enorme, y anota todo lo que le llama la atención, que a veces son gestos, ropas, comportamientos, voces, paisajes, clima, edificios, costumbres, fiestas,…además de trasmitirnos las sensaciones que le producen en su ánimo.

Narra rápidamente el trayecto durante el cual cruza Francia camino de Italia, en pleno verano; pero se detiene sobre todo en Avignon, donde visita el Palacio de los Papas, en ese momento convertido en cárcel y cuartel militar. Le impresiona enormemente la visión de los calabozos y sobre todo la sala de tortura de la Inquisición (la Salle de la Question). Pero casi le impresiona más la vieja bruja gesticulante que le sirve de guía y que con sus comentarios traza una vívida imagen de lo que allí sucedía.

En Marsella embarcan para Génova, y la descripción de la ciudad portuaria, cuna de grandes navegantes, se abre ante sus ojos, generosa en contrastes, pintoresca y magnífica, aunque la primera impresión es algo depresiva: «la vista (desde su ventana) es una delicia, pero por el día hay que mantener cerradas a cal y canto las ventanas, o los mosquitos te llevan directo al suicidio. De las moscas mejor no hablar. De las pulgas: su tamaño es un prodigio» de los gatos que mantienen a raya a las ratas; las lagartijas, escorpiones, escarabajos y ranas, mejor no explayarse, pero lo dice. Las edificaciones le resultan chocantes, la suciedad en general, también. Pero eso es algo a lo que se acostumbrará después. Los juegos populares, como los bolos y un juego parecido al de los chinos, y sobre todo, la avidez con la que se entregan a ello los jugadores. Largas descripciones de palacios de la Strada Nuova y la Balbi, arquitectónicas y luego, del uso que los italianos le dan a esos palazzi. Los teatros, la cantidad de iglesias, de sacerdotes, frailes, jesuitas, etc., es otra cosa que le resulta llamativa: es su primera visita a Italia. Los cementerios y enterramientos también es algo que a lo largo de todo el viaje recabará su atención, y en general, todo el mundo cultural católico, que él, como anglicano, encontraba curioso.

Parma, Módena y Bolonia son las siguientes ciudades que visita. Le es extraño «caminar por estos lugares que están en una siesta continua al sol», donde la pereza impera. «Siento que me estoy empezando a oxidar», nos dice. Describe minuciosamente los paisajes de viñedos, las pequeñas ciudades, las dos famosas torres inclinadas en pleno centro de Bolonia. De allí –la estancia fue de paso― llega a Ferrara, que le causa una desagradable impresión: solitaria, despoblada y desierta, con su enorme castillo ―donde decapitaron a la Parisina (Malatesta) y su amante―en el centro de la ciudad. La casa de Ariosto y la prisión de Tasso son sus visitas.

De allí pasa a territorio austriaco y dedica un delicioso capítulo que titula Un sueño italiano, planteado como una onírica visita a Venecia. La llegada, de noche y en barca, deja en él una profunda huella, la llama «ciudad fantasmal», navegando por sus canales silenciosos y oscuros lentamente, viendo surgir palazzi e iglesias, brotando del agua; la Catedral de San Marcos y el Campanile son los edificios que más le impresionan de todo su viaje, quizás por ese aire tan oriental de la catedral véneta.

«Allí, en la errática confusión de mi sueño, vi al viejo Shylock […], alguien que parecía ser Desdémona se asomaba a una celosía […] el espíritu de Shakespeare flotaba sobre las aguas, pululando por la ciudad».

Regresa hacia Milán, pasando por Verona y Mantua. De Verona tiene amables comentarios de su anfiteatro, así como de la casa y tumba de Julieta. Mantua la recorre pronto, no le gusta especialmente, y sigue viaje rápido. Milán le parece una estupenda ciudad, que también abandona pronto. Tras los lagos, Suiza, después Francia, en un retorno a Inglaterra por breve tiempo.

Tras una corta estancia en Inglaterra se dirige a Roma, pasando por Pisa y Siena y visitando, completamente subyugado, las canteras de mármol de Carrara. Lo que le extraña y gusta de Pisa es que el conjunto arquitectónico (catedral, torre y baptisterio) esté aislado en medio de la campiña. Y la enormidad de mendigos que llenaban las calles de Pisa. En general, los mendigos es otra de las impresiones fuertes de su viaje. Cuando llega a Nápoles es el “acabose” : los mendigos institucionalizados, casi podríamos decir, los lazzaroni.

La primera impresión de Roma es que le recuerda a Londres. Quizás la cúpula de San Pedro evoca en él el recuerdo de Saint Paul’s . Pero esa imagen pasa pronto y Dickens sufre de golpe el síndrome de Stendhal, al ver el Coliseo, el Foro, «un desierto de decadencia, sombrío y desolado más allá de toda expresión» o al mirar la cúpula de San Pedro desde dentro de la basílica, aunque no le parece «religiosamente impresionante ni emotiva». De Roma casi le atraen más las manifestaciones populares, el desfile de Carnaval, el Moccoletti, las celebraciones de Semana Santa que observa con curiosidad, y el bambino milagroso, la impactante iglesia Sto. Stefano Rotondo, las catacumbas, la via Apia, presencia una ejecución pública con guillotina,…Visita Tívoli, Villa d’Este, el templo de la Sabina,…

Nápoles pone la puntilla a este viaje maravilloso. La enloquecida y caótica ciudad, llena de lazzaroni, gente ruidosa y gesticulante, calles sucias y peligrosas, iglesias, palacios, la ópera,…todo ello vigilado por la sombra del Vesubio humeante. No puede irse sin subir al monte sagrado, acercarse lo más posible al fuego eterno que ruge en su interior. El relato de esa excursión, como las de Pompeya y Herculano, no tiene desperdicio. Retorna por Florencia, cuya plaza y Palazzo Vecchio, plenos de magnificencia y señorío, le dejan profundamente impresionado.

En suma, un delicioso relato pleno de interés, de humor, de reflexiones curiosas, de emotividad, que comprenderá inmediatamente cualquiera que haya visitado esos lugares y por el contrario, quien no lo haya hecho, se sentirá motivado a viajar para verlo. Buena edición, portada muy bien elegida.

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Fuensanta Niñirola

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Nota

  1. Charles Dickens. Estampas de Italia. Traducción de Jorge Cano y Celia Recarey. Nórdica Libros, 2012. ISBN: 978.84-1556-422-5.