El catalejo del boticario
[Poema]
***
A los quieren saber un poco más,
según fuentes confidenciales de los hijos ilegítimos,
esculpe nuestras cartas la maza del cantero,
baraja nuestros números el azar de un dado
y pisamos los mapas de las pieles de un dingo.
En la esquina de abril,
de las anegadas cubiertas emergen
el aliento y el duelo
de una nueva vida, traspasada e incrédula;
una escultura de agua en madera,
una tribu de brazos sonrientes,
un teatro de mástiles encadenados_
_con las uñas arrancadas
de los que crecieron en inclusas
y anclaron los hitos de las rutas solares,
de los que saben que es una verdad a medias que el sol se esconda por isla Terceira.
Y porque las maderas burlan la astucia del agua
_germinan astillas,
como camadas de perros ungidos en hisopo;
y los hilos de bronce agitan las copas,
y los panes de vino las casas impacientes,
y las estelas malvas el infinito número
en la estación de las lluvias.
Cabalgar sin grilletes los cinco senderos
y las grutas ignotas del jardín disparatado,
de auroras pervertidas y gigantes engullidos,
de surtidores tétricos y materias transparentes,
y tomar en préstamo los adverbios de la noche
a los no satisfechos de amor;
y sus danzas aztecas,
a los que acunan con camastros
los bemoles de araña de las hojas de Indra.
Regresar con la herida de combate
del que recorre con pies
quebrados
los mechones del soneto y sus labios que se menguan,
cuando dormitan en los surcos arrugados de un papel de estraza.
Caldear la trastienda de los panes clandestinos.
Yo negocio
las tramas, los pactos, las rupturas, el secreto de familia,
el enigma, Edelmira proscrita,
y las proles guarecidas en toquillas, como alas seniles,
que truncan
el fogonazo de odio
de un cambio anunciado en la dirección del viento.
Estampar un minuto con tinta indeleble
para que las palabras escarpadas del aire derriben las farolas,
y un escalofrío de azufre queme el antebrazo
y beba sorbos amargos de cafeína oxidada,
__para que el leopardo muerda mi piel con su beso de erizo,
y tiriten las quimeras de los dedos perennes;
para regresar al catalejo del boticario,
y avistar las pardelas en manada
y sus fugas de tempero;
para que sepáis que me devoraron los lobos,
y que soy un pedazo de alborozo para los ruiseñores,
y un festín de néctar para los lirios;
para que las nubes grises que cobijan las sienes
no olviden tus templos expiados
sin límites.
Nos traen los hilos desnudos a los muertos,
nos comen las sepulturas,
nos desahucian los muebles los féretros suicidas,
_nos invitan al festín
de los huesos rebelados.
¿Qué damos de cenar a los corazones consumidos?
Que dejen morir a la adelfa que nunca marchita,
busca un premio de benjuí y canela,
y un otoño absoluto.
Y cuando los aires desatendidos de la urbe
asaltan las formas del incienso, extasiadas,
traen el hálito
y el duelo
de unos versos que os quieren hablar.
Porque lo que se ha olvidado
se repliega al compás de un nocturno_
hacia el rincón despoblado de la amnesia,
hacia los muros que chirrían de hambre
como expresiones que sacian la boca de una termita invisible.
Pintar las paredes de la habitación azul
cada noche,
con las luces inflamadas, en blanco,
como las noches blancas
en las grutas arañadas de los cerros de Asgard.
Se vuelve carne el temblor en la nube.
El fuego del hechizo y el conjuro en la habitación azul.
Es hora de dormir. À demain.
***
Carmen Cebrián Bueno