El «locus horridus» en las pinturas de Marcelo Bordese – María Eugenia Piñero

El «locus horridus» en las pinturas de Marcelo Bordese – María Eugenia Piñero

El locus horridus en las pinturas de Marcelo Bordese

 

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Pero ¿por qué no podría ser sólo (o en parte) el pensamiento el que, realmente, me impresiona? ¿No hay acaso imágenes terribles? El pensamiento de que el pastel con los botones sirvió alguna vez para elegir la víctima a sacrificar ¿no podría hacerme temblar? ¿No tiene el pensamiento algo de horrible?

 

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Marcelo Bordese – Leda [170 x 120 – 2003]

 

Tal vez nos resulte imposible pensar la historia de la humanidad al margen de la crueldad (Grausamkeit). Allí comienzan los mitos de Occidente. No se trata de un regreso al pasado ni el olvido de las fuentes primigenias, sino de descubrir a través de las figuras modernas de la crueldad y lo monstruoso la estructura que yace en la constitución del hombre, y que es propiamente humana. En este sentido, la palabra “crueldad” tiene una tradición que se extiende desde una práctica filológica- de su etimología latina o en sus semánticas más variadas-, al uso de sentido común, de la calle, de lo cotidiano, y cuya aplicación se da en el vínculo con el otro, como en su relación más íntima.
En ambas tradiciones, se reconoce cierto repertorio de conductas tipificadas como crueles o monstruosas por su naturaleza violenta y destructiva-con sangre o sin ella-. Y esta simbólica conductual nos conduce a la pregunta de por qué nos comportamos como lo hacemos, cuál es el origen de ese comportamiento. A lo largo de la historia diferentes pensadores han buscado respuesta a ello, llegando a forjarse una idea sobre la familiaridad de la noción de crueldad con otro conjunto de conceptos afines o derivados de ella. Encontramos que, en virtud de explicar las conductas o acciones humanas, éstas no podían sino responder conforme o con fines a “hacer el bien o el mal”. Deuda, culpa, fatum, castigo, son conceptos que forman parte de ese mapa conceptual que hay que volver a tramar, si lo que se quiere dar a conocer es la frecuencia con que el hombre ha caído en la cuenta de que el ser, en cuanto existe, es algo trágico.
De allí que nuestra función como humanos sea pensar nuestra participación en el vínculo con la Naturaleza, y cómo, en la necesidad de diferenciarnos de ella, extirpando nuestra existencia de sus entrañas, logramos crear nuestra experiencia del ser como homo symbolicus, generador de cultura. En esta perspectiva, el filósofo Diego Sánchez Meca, nos recuerda que justamente para Nietzsche el mundo mítico no es la patria, sino el laberinto del que hay que evadirse. Lo que el filósofo español pretende resaltar es lo que Nietzsche expuso como problema central, crucial, vertebral de nuestra civilización. Dice Sánchez Meca “las religiones, los mitos, las artes, en suma, esos “otros” de la razón siguen llamando al individuo a una vuelta a la “armonía” de su origen natural y a una reconciliación con la vida que anima su cuerpo. Estimulan a acciones que tiendan un puente y salven su culpable ruptura con la naturaleza y su disociación dentro de sí mismo”

En el siglo XIX se desató en Europa una crisis que no sólo representó el quiebre con una idea de progreso ilustrado, sino que formó parte del delineamiento de una crisis subjetiva por la cual el hombre comenzó a sentirse un extraño, no solamente en sí, sino también para sí y para otro. La existencia vio sus cauces dirigirse hacia la nada. El pensamiento y las diferentes manifestaciones artísticas del siglo diecinueve erigieron cierta equivalencia entre racionalidad del arte y racionalidad del inconsciente, en el que operaría una relación entre opuestos que se contienen a sí mismos, entre una racionalidad que comporta a su vez irracionalidad, entre un saber y un no saber; entre logos y pathos, fantasía y realidad. Y como comprensión legítima de este proyecto es loable rescatar, al menos en principio, el espíritu del romanticismo. Para este movimiento- no solamente literario, sino también político, cultural, artístico- decir que la filosofía antes de ser ciencia ha sido poesía, es establecer el criterio para el arte y la simbólica -diabólica del origen y su profundidad sin fondo.

En suma, fue Nietzsche uno de los pioneros en vislumbrar que con el arte no se alcanza a explicar los designios de la cultura griega, de lo monstruoso y la crueldad que la habitan en sus capilares más íntimos y hondos. Por ello, en El Estado griego, en El porvenir de nuestras instituciones educativas, en La filosofía en la época trágica de los griegos, Nietzsche se inclina a ampliar su investigación que por primera vez mostraba un tinte psicológico, a la esfera social y política. Quizás en esta misma línea de investigación sugerida por el filósofo alemán cobran sentido las palabras aludidas por Jacques Derrida: “la crueldad sería sin término y sin término oponible, luego, sin fin y sin contrario […] una crueldad psíquica los suplirá siempre inventando nuevos recursos. Una crueldad psíquica seguirá siendo desde luego una crueldad de la psyché, un estado del alma, por lo tanto, de lo vivo, pero una crueldad no sangrienta”.

 

II

 

Es a través de la mitología que los sentimientos del artista transgreden los estrechos límites del tiempo y los hará inmortales a través de las leyendas de los más grandes dioses. En el anhelo porque cada tiempo vivifique sus sentimientos y dé satisfacción a sus deseos, el artista (el pintor, el poeta, el músico, en suma, el hacedor de mundos) sin alterar su naturaleza, retorna a ese tiempo en el que los dioses eran el reflejo de los impulsos más primitivos que aseguraban la existencia. Es en esta perspectiva del mito que se trata no de pintar lo real sino de justificar los sectores mal cortados y mal ajustados en que consiste lo real puesto que en el mito se “imaginan” las posiciones extremas solo para demostrar que son insostenibles . Y Lo que es cierto en el caso del mito lo es aún más en la obra pictórica.

Obras como Madonna con infantes (segunda imagen) que rememoran todas las Madonne plasmadas en lienzos y frescos desde la Edad Media hasta nuestros tiempos; la imagen de Leda (primera imagen), personaje de la mitología griega, representada pictóricamente por Da Vinci, Dalí, entre otros. La imagen de Calígula ya sea en bustos o en lienzos, como Calígula y sus hermanas (tercera imagen). Todas ellas, imágenes reconocibles en las que la tranquilidad se ve soterrada al fundar desconcierto, incomodidad y rechazo por la destrucción de temas con modelos de representación establecidos y aceptados socialmente. Se entiende el por qué sus seres no son sino destrucciones de los ya existentes.

 

 

Marcelo Bordese – Madonna con infantes [30 x 40 – 2008]

Emulando la apreciación que Valeriano Bozal hace al pensar las pinturas negras de Goya como el locus moderno de una Capilla Sixtina laica, así la obra de Marcelo Bordese puede ser apreciada estéticamente como la inversión del locus amoenus que, al igual que en Ovidio, en Shakespeare, hasta el descenso a los infiernos de Lautréamont, aparece como lugar (locus communis) de encuentros violentos, pasiones eróticas libremente exploradas, fuera de todo orden institucional de regulación y norma. Encontramos en sus obras referencias al artista Gottfried Helnwein, cuyo activismo artístico lo centra en evocar la experiencia del reconocimiento sorpresivo: mostrarle al espectador lo que él sabe, pero no sabe que sabe.

Desde esta perspectiva, la filósofa Ana Carrasco Conde pone claridad sobre la noción de libertad, que yace tras telones en este sentido de exploración de lo maravilloso, donde la inquietud filosófica se recoge a pensar sobre los efectos extra-morales del mal. Dice la autora del libro La limpidez del mal “La libertad de la que disfruta el hombre es la de la facultad para el bien y para el mal. EL mal queda así asociado a lo histórico y a lo temporal de mano de la libertad porque el nacimiento de la historia táctica de la humanidad se produce a través de la pérdida originaria de su naturaleza a causa del ejercicio de la libertad. […] Es el ejercicio de esta libertad el que, siguiendo ahora los mitos clásicos, produce el “salto” o “ruptura” de la naturaleza de la historia, de la edad dorada a un tiempo de lucha”.

 

 

Marcelo Bordese – Calígula y sus hermanas [100 x 120 – 2008]

Todo lo que el arte tiene de incierto y extremo aparece reconocido de modo simbólico con imágenes de una época que coincide con la infancia de la humanidad. Observando la obra de Bordese, nos detenemos en imágenes que responden a un estado de infantilidad e “ingenuidad” a través de símbolos que provienen de su paso por las aulas de la carrera de Medicina, de su paso por los pasillos del Seminario de Teología, y de sus ‘visiones’ sobre un país al que ha convertido en su propio refugio y a la vez del que es preciso escapar.

No es exagerado decir que para Marcelo Bordese el mundo es ese locus horridus en el que conviven todos los fantasmas que habitan en sus pinturas y dibujos, los que gozan de ciertas expresiones de perversión y malignidad mezcladas con inocencia: niños jugando y mezclándose en un trasfondo bélico, cuerpos deformados, y genitales dejándose persuadir por un erotismo propio de los primeros reconocimientos sobre el cuerpo y lo sexual. Esta apreciación aparece como irrelevante si se la entiende al margen de los progresos científicos, los dispositivos de poder, los movimientos políticos, el biopoder que aglutina a la gran masa de individuos de la tierra en lo que Hanna Arendt llamó “ese gran anillo de hierro” al referirse al movimiento totalitario en la Alemania Nazi.

Me permito un paréntesis para traer a la memoria aquello que el filósofo Ludwig Wittgenstein cuestionaba a Frazer, cuando éste último intentaba hacer un análisis antropológico de los rituales acaecidos en el pasado. Desde una perspectiva científica de antropología comparada, Frazer recordaba que los rituales devenían en instrumentos de magia que debían rechazarse por el hombre científico moderno; en sus propias palabras decía Frazer:

“La magia es un sistema espurio de leyes naturales, así como una guía errónea de conducta; es una ciencia falsa y un arte abortado”

Wittgenstein rechaza rotundamente esta identificación de la oposición magia-ciencia puesto que lo que importa, según el filósofo del Tractatus es, antes de nada, el significado de los hechos. Éstos nos son extraños, en algún sentido. Pero en otro nos inquietan. Es una situación curiosa: por un lado, nos resulta difícil de comprender que se pueda quemar a un ser humano. Para Wittgenstein el misterio se convierte, por el contrario, en guía. Si la situación es paradójica —la quema de un ser humano nos es, al mismo tiempo, cercana y lejana—, lo correcto será encontrar analogías; es decir, las analogías han de partir desde nosotros mismos. Dicho de otra manera: entenderíamos el fenómeno si entendiéramos que todo lo terrible que podemos pensar que ocurrió nace de lo terrible que es la misma vida humana.

Se recrean en Bordese un conjunto de artilugios que ficcionalizan la forma pictórica, con el objetivo de hacer visible lo no visible, el lado horrible de la cosa. Las palabras quedan vacías ante el caudal de experiencias que nacen del artista a raíz de su compromiso con el arte, pero, sobre todo con el espíritu universal, como modo de expresar lo que no podría de otro modo. En parte por lo anteriormente dicho y en parte por lo que atañe al arte en general ponemos en consideración la reflexión del historiador del arte Erwin Panofsky para quien el estudio de las expresiones artísticas no debe omitir una comprensión de sus relaciones con otros fenómenos que escapan al ámbito propiamente artístico.

Los estudios contemporáneos sobre la cuestión del arte comienzan a plantear lo que podríamos llamar una “nueva sensibilidad”. En el caso del análisis de la obra de Bordese esta actitud ‘posmoderna’ revela un modo de sentir arte, que ya no responde- o bien ignora- los presupuestos tradicionales de todo juicio estético:

“cualquier objeto puede ser arte si expuesto con intencionalidad artística nos produce una experiencia estética. Decir «esto es arte» podría expresar pues un «sentir arte» Y ciertamente, ante un determinado objeto, podemos no coincidir en esta apreciación. Pero el concepto de arte que buscamos hoy debería aspirar a esa coincidencia, debería pues incluir todo lo que a cada uno le hace sentir arte”.

Asistimos al compromiso de no desvincular- en perjuicio de la obra- los elementos intrínsecos que la significan de aquellos otros, que algunos denominan ‘externos’ a su estructura, pero que de alguna manera la constituye, haciéndola partícipe de ese microcosmos al que llamamos arte; pues, así como lo manifestó Da Vinci si el arte tiene semejanza con algo, no lo es con la cosa representada, como ocurre con la mera copia, sino con el espíritu que la concibe. Y ello, lejos de encerrar a la obra en sí misma, la abre a sentidos que el hacedor de esta desconocería, pues es la obra un fragmento de realidad “abierto” a ser significado de múltiples maneras.

El sentido de lo existente se presenta- al decir del filósofo Andrés Ortiz-Oses- como la “sutura simbólica de una fisura real” convoca y une lo que originariamente se halla fragmentado. En esta línea de pensamiento, la obra de Bordese podría considerarse ‘como fragmento’ de un espíritu de época que reclama por la reivindicación existencial del sentido; aquello que Nietzsche veía acontecer en el seno del pensamiento trágico.

 

III

 

En sus cuadernos de notas, el eterno Leonardo Da Vinci describe la relación entre la pintura y la poesía diciendo la pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega.

 

Uno pinta porque debería ser mudo… (Marcelo Bordese)

 

De un apostolado como seminarista de una congregación franciscana croata, miembro del colegio de Jesuitas de San Miguel, Marcelo Bordese encontró dentro del espacio que le brindaba la reclusión monasterial, una oportunidad para adentrarse al conocimiento del lenguaje bíblico, y del funcionamiento institucional interno a las órdenes religiosas; de modo tal que convierte esa experiencia en la fuente de inspiración de sus impulsos creadores. Bordese pasó años en esos lugares donde tendió lazos de amistad con sus pares seminaristas, al punto que, incluso algunos de ellos, se conocen como sus primeros receptores, dando el puntapié para que su obra corra la suerte de traspasar las fronteras hacia los centros artísticos europeos.

Sobre esta experiencia el espíritu de Bordese es interpelado desde joven por una espiritualidad que lo coloca como una personalidad de temple místico. Lo que es mucho decir si se pretende evaluar la impronta que a priori tiñe su obra artística. Acerca de la religión, como de otros temas, Bordese es un espíritu libre de toda heterodoxia u ortodoxia. O lo que sería lo mismo, en palabras de Marsilio Ficino, reúne y contiene los cuatro niveles de furor: el poético, el sacerdotal, el profético y el erótico; pues a través de su arte se presenta como poeta, sacerdote, profeta y amante, que a la manera de Orfeo eligiendo la vida laica y profana llega tan cerca de Dios. Los arquetipos que envuelven a este artista que logra, dentro de una tradición pictórica, acceder a lo siniestro a través del arte, forman parte de ese doble impulso constitutivo del individuo. Por ello debemos pensar que para Marcelo Bordese no habría un objeto como blanco de destrucción de sus pinturas; no se trata más que nuestra existencia dentro de lo que Heráclito denominó como coincidentia oppositorum.

“El arte – por el que siempre sentí una incomodidad o pudor inexplicables- debería intentar dar forma a lo que nunca la tuvo, acunar a lo no-representable, de alguna manera ser encarnación de lo no-vivo, es decir, desencuentro. El arte y la vida deberían ser como dos amantes nerviosos y fríos (Marcelo Bordese)”

La obra de arte para Bordese es producto de una visión, y lo que se plasma, es decir, lo que es visto por el pintor, una vez plasmado en el lienzo se convierte en fantasma; sus palabras describen el proceso y lo sintetiza diciendo pinto lo que veo, son personajes que no me pertenecen, que están y que no son productos de mi imaginación, no los creo, los destruyo, pero una vez que los dejo se vuelven fantasmas en las paredes de mi taller, de mi estudio.

 

 

Marcelo Bordese – Cristo Mickey [75 x 65 – 2000]

 

Mi obra procede, en mayor o menor medida, de mi amado Matías Grünewald, el inconmensurable, el vertiginoso, el pútrido Maestro Verde…Selva de genialidad que, junto con Picasso, constituyen una prueba irrefutable de la existencia de Dios. Con estas palabras sella el Portfolio Del Rayo Marcelo Bordese. La referencia al pintor de la crucifixión, que forma parte del llamado altar Isenheim, resuelve, en parte, la estética de Bordese. Un guiño en la pintura de Grünewald permite al artista argentino en su temática de crucifixiones, dejar constancia de la tensión entre lo temporal y lo intemporal de un naturalismo místico que, siguiendo a Joris-Karl Huysmans, sirve para extraer el alma de la carne y hacer ostensible el horror de la abyección de lo humano para preparar el momento de la resurrección. Si Grünewald representa con fidelidad el relato de los sufrimientos de la carne y el cuerpo de Cristo en las Escrituras, Bordese cristaliza una iconografía que, en sintonía con el artista soviético Alexander Savko, convulsionan el arte de los años 90, en uno y otro continente.

La recepción de la obra de ‘Border’ (como lo suelen llamar sus allegados) encuentra fundamento tras las huellas del pensamiento nietzscheano, ejerciendo “una fascinación estética” , a partir de la cual las imágenes mismas se rebelan contra los cánones estéticos convencionales, e inauguran una nueva comprensión del arte. El arte en Bordese, no puede ser clasificado de acuerdo con parámetros o categorías que lo enmarquen como un arte de vanguardia (en el sentido que el concepto adquiere a principios de siglo XX) ni como un arte que proclama el renacer de un arte pasado. Más allá de estas clasificaciones vacuas que logran desviar la atención sobre la profundidad en la que descansa la obra, el arte en Bordese se presenta como una actividad de renuncia al tiempo, una especie de entrada a una eternidad donde todo tiempo carece de sentido, y de allí que su arte pueda ser pensado desde criterios que superen la misma condición histórica en que se crea la obra:

«No me interesan la novedad por la novedad misma, el cambio por el cambio, el trabajo por el trabajo, el culto al cuerpo; no me interesa ese vértigo de la época decadente en la que vivimos. Las manos lentas no son las de un tipo que maneja dinero o la computadora, las manos lentas poseen arte. Pueden acariciar.»

En este sentido, es posible que las interpretaciones se multipliquen desde diferentes lecturas, no obstante, la que aquí se ofrece tiene la marca heurística de quien ha sido concebido en partes, descuartizado en sus formas solubles y complejizado hasta la apariencia. Dioniso ha sido considerado como el impulso que a medida que construye, destruye toda apariencia, y la forma se convierte ella misma en un sinsentido (Unsinn) cuyo correlato es el vacío, la nada. Mediante el caos asoma el hombre creativo sus creaciones, las significa, las mira; mas esta mirada no es otra que la que nos permite escapar al pétreo mirar de la medusa, la que con sus ojos cristaliza todo lo que a través de ella “se mira” Así como una lente distorsiona el objeto, lo singulariza, lo tipifica, así la mirada tras una rendija se presenta como la marca endeble de una perspectiva.

“Pinto para evitar la vida, no para reflejarla. Pinto para huir, para evitar la tragedia de ser yo constantemente”, dice el artista. Y ese universo atroz en el que se refugia está pintado con una técnica impecable: seduce al tiempo que espanta
En el juego de perspectivas asoma lo dionisíaco, arrastrando al hombre hasta el reconocimiento de lo que irrumpe de modo inconsciente y que, en principio, se encuentra fuera de la escena o del encuadre pictórico.

“Sugiero una lectura de mi arte en silencio y totalmente virgen de prejuicios. Mi obra no tiene un mensaje, no adhiero a ninguna estética en particular, no tengo preferencias por ningún movimiento, no me interesa ni lo irreal ni lo real con sus infinitas paradojas; apenas, sí, ese punto inasible donde lo “cercano” contiene la perversión de lo prosaico. Lo único verdaderamente subversivo es la realidad.” (Marcelo Bordese)

La iconográfica que pueblan sus lienzos, nos devuelve a un mundo de seres híbridos, falos, vulvas, crucifijos, letrinas. Esta simbología nos remonta a un paraíso perdido, a ese mundo primitivo anhelado por los románticos. Las imágenes plásticas del pintor fantasean sobre ese hospitalario inconsciente goyesco articulando la imposible geografía de pasiones, de parentescos indiscretos, de proximidades temibles; reclama el desplazamiento de un orden ortodoxo cristiano a uno metafísico, por el cual el arte sea pensado desde una estética de la existencia, aún en sus aspectos más terribles.

Es el caos vital, Dionisos, quien rige la existencia. Actualmente sus obras se han recrudecido sobre la base de un impulsivo mundo primitivo que, como dijo el pintor, profundiza la temática de la deformación, sin crítica alguna a la religión:

Los cuerpos aparecen metamorfoseados, transformados en otra cosa, pero yo no pinto el momento de la transformación. No sé si hay un proceso de deformación, aunque no pinto monstruos, pinto seres deformados. No sé por qué, solo me parece que un cuerpo deformado es más rico visualmente, mucho más expresivo. He pintado crucifixiones que poco y nada tienen que ver con la religión, sino porque me parece que hay una estética en la deformidad de un cuerpo estirado, retorcido, clavado, ensangrentado, deformado, eso me parece muy plástico y maravilloso. Si lo pensamos en la realidad es un horror, pero el arte es esa maravilla: la mayor repugnancia del mundo puede ser maravillosa hecha pintura.

Es común, como sostiene Argullol, encontrar en el mundo del arte vastos conocimientos sobre el artista y su mundo a través de sus escritos, aunque poco se lo conozca a través de su obra. Haciendo referencia al caso Van Gogh expresa que se lo conoce más por las cartas a Theo, su hermano, que por sus pinturas. Y ello porque hay escasa mención a las pinturas autobiografías. Y, sin embargo, parece difícil encontrar una manera más fiel de reflejarse a uno mismo que pintar el propio retrato.

En lo conocido, lo familiar (Heimlich) habita un mundo misterioso, siniestro (Unheimlich) al que aspira el espíritu. Es en la aspiración infinita en la que el espíritu se forja la posibilidad de materializarse, es allí donde está lo maravilloso cotidiano. Siguiendo a Freud y sus consideraciones sobre el sueño y el ensueño, pensamos en la coexistencia de un mundo maravilloso que nace como germen de esa tierra fértil llamada deseo.
La referencia a lo onírico en Marcelo Bordese adopta la carga trágica a la que el hombre se halla sometido, como si de sus obras brotara todo un ritual de muerte y renacimiento; como si cada trazo, cada color, cada gesto, respondiese al agonismo de la voluntad en que “lo dionisíaco”- como impulso artístico primordial- bucea en cada matiz, en cada pliegue de lo que comúnmente llamamos ‘lo real’. Desde esta perspectiva, la existencia asume lo trágico mediante el impulso que consciente de la verdad intuida, el hombre ve en todas partes únicamente lo espantoso y absurdo del ser […] ahora reconoce la sabiduría de Sileno, dios de los bosques: siente náuseas.

 

IV

 

Marcelo Bordese – Gólgota [50 x 65 – 2000]

Cristo, “el taumaturgo”.

 

Der Rausch des Leidens und der schöne Traum haben ihre verschiedenen Götterwelten: der erste dringt in der Allmacht seines Wesen in die innersten Gedanken der Natur, er erkennt den furchtbaren Trieb zum Dasein und zugleich den fortwährenden Tod alles ins Dasein Getretenen; die Götter, die er schafft, sind gut und böse, ähneln dem Zufall, erschrecken durch plötzlich auftauchende Planmäßigkeit, sind mitleidlos und ohne die Lust am Schönen. [1]

 

Poco importa si al momento en que a Jesús de Nazareth se le ocurrió autoproclamarse hijo de Dios, había una ausencia de Dios convertida en necesidad. Lo que sí llama nuestra atención es la necesidad de ausencia de Dios en nuestras sociedades modernas.

“Los discípulos apenas comprenden, los pintores apenas comprenderán. Únicamente los teólogos pretenderán en el futuro comprender, aunque serán los más ignorantes” Así reza uno de los fragmentos del libro de Rafael Argullol Pasión del Cristo que quiso ser hombre. Pero si entonces fue un Dios hecho hombre ¿quién hubo sentenciado al Hombre continuar con la representación trágica? ¿a quién cabe hoy esa sentencia, ese designio de muerte que de modo anticipado arroja a los hombres a matar a aquel que aún ignoran, o peor, que se ha suicidado desde el principio como una profecía autocumplida, y ha tomado como títere y rehén de su relato trágico al más débil ser del universo: el hombre?; su debilidad y altanería han servido al Dios en su proyecto trágico que haría de su corta vida una prolongada muerte. Su asesino: el hombre, pero también su creador y fuente de creación: la manifestación sensible de su Idea. He allí que el Dios se ha adjudicado el mayor de los honores; no sólo ha sido el creador y destructor de su presencia, sino el artista que pieza tras pieza, color tras color, ha representado su nacimiento, vida, calvario y muerte. Pero ha dejado al hombre el trabajo más difícil, audaz e inacabable, el retener el momento de su resurrección. ¿Cómo captar el sentido del sinsentido para lo humano? ¿Cómo representar la materia de lo que está ausente en la conciencia, como una sustancia inmaterial y desconocida por el hombre? Ésta es tal vez la hazaña de Dios, que algunos optimistas llaman misterio, enigma, revelación pero que nadie en su sano juicio puede omitir ver como el acto más perverso y cruel de quien, tras la proclama divina, debía ser el salvador.

Nuestra época necesita entonces encontrar el modo de hacer coincidir la carne con la sangre, el cuerpo con el alma. No hay duda, o al menos no debemos tenerla, sobre lo que es ya patente desde el comienzo de los tiempos: la necesidad de un hombre que se haga cargo, llevando en sus espaldas una cruz de lo que piensa una conciencia, un pensamiento que sea de una vez para siempre. Pero para manifestarse ha de cobrar sentido para alguien: y el elegido siempre será el hombre. O al menos mientras sigamos hablando en los términos que sólo soportaría una conciencia.

La recuperación del relato cuerpo-alma fue tomando en el siglo XIX otros cauces para los que la conciencia ya no soporta, sino que se convierte en el soporte de algo que la abarca y la lanza hacia el costado derecho del dios que quiso ser hombre. El cuerpo es el soporte de lo que es negado, por naturaleza, a la conciencia. ¿Acaso puede ésta experimentar el dolor, la angustia, la tortura, todo aquello que sólo una materia finita podría soportar? No hay entonces, y si lo hubiera nos sería irrelevante, una historicidad de la conciencia. Sólo el cuerpo, materia finita, resiste un relato sobre sus avatares, sufrimientos, dolores, en suma, sólo como ser vivo puede dar cuenta la historia de su significado. La conciencia en este sentido está carente de historia, puesto que ni aún como huella mnémica logra encontrar soporte en alguna otra materialidad, incluida ella misma, que no sea en el cuerpo. Por tanto, estamos preparados para decir que recuperar la historia de los momentos que llevaron al hombre a querer y aspirar a convertirse en un Dios, no fue a través de un estado de conciencia que tenían sobre lo divino o lo infinito, sino por el azar al que el cuerpo vivía sometido. Sólo pensando en ello podemos dar sentido al hecho de que Dios haya querido enviar a un hombre de carne y hueso, por cuya sangre derramada la historia toda escrita desde un principio por Él, cobra sentido.

El demonio y Dios son para la conciencia cosas distintas, pero para el cuerpo que lo soporta sólo pueden ser uno y lo mismo. Entonces, ¿cómo no aceptar que el más cruel de los hombres, porque es Dios y la negación de éste, afirmación de su opuesto, ha dejado al hombre la misión más difícil: la de dar cuenta del momento de la resurrección. Por ello la historia será historia de este gesto en que la humanidad se ha visto protagonizando su existencia en esta unión de contrarios. Ha sido el artista el único hombre que, a diferencia del místico, del religioso, del teólogo, ha sabido llevar su compromiso hasta el final. Hasta verse cara a cara con este monstruo de dos cabezas (Dios y el diablo), pero de una única naturaleza. El artista ha sabido, a duras penas, caminar por un oscuro sendero, por momentos iluminados, por momentos de una difusa claridad, hasta correr el riesgo de perderse a sí mismo, tratando de encontrarse en el místico, en el religioso, en el teólogo, en el hombre de ciencia; todos desvíos de una única realidad, de una misma historia: la que reconoce la naturaleza de monstruo, de deforme, de vampiro, según la época y según el grado en que su espíritu haya desarrollado la conciencia de su finitud, la finitud redentora del cuerpo.

¿No tiene el pensamiento algo de horrible? Ciertamente, sólo que lo que veo en esas narraciones es por la evidencia que adquieren, evidencia que parece no estar inmediatamente unida a ellas: es a través del pensamiento en los hombres y en su pasado, a través de todas las cosas extrañas que he oído, he visto o veo en otros y en mí.

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María Eugenia Piñero

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Notas

  1. Friedrich Nietzsche, Die dyonisische Weltanschauung 2, Nachgelassene Schriften: 1870-1873 – Nietzsche Werke Kritische Gesamtausgabe III [Herausgegeben von Giorgio Colli & Mazzino Montinari], Walter de Gruyter, Berlin – New York, 1973. ISBN: 3-11-004228-2.

Presentación micro-biográfica del artista:

Marcelo Bordese nace en 1962 en la provincia de Córdoba, Río Cuarto, Argentina. Ayer un conspicuo espíritu del locus horridus; hoy, un convidado de los misterios del bosque; mañana, ¡quién sabe lo que eso signifique!

El trabajo contiene referencias a entrevistas publicadas en revistas, diarios y, principalmente, páginas de críticos de arte argentinos. 

http://www.delrayo.org
http://www.solnegro.blogspot.com.ar
http://www.boladenieve.org.ar
http://www.artistasdebuenosaires.blogspot.com/2006/05/marcelo-bordese-la-cura-por-el-arte
http://www.elmundo.es/elmundo/2007/03/27/cultura/1174954599