El último viaje
***

***
Empezó a colocar sus cosas, no sabía muy bien que podía llevar: unas camisas, unos pantalones. El viaje sería largo, pero no duraría mucho en realidad. Al fin y al cabo, ocuparía el tiempo suficiente para hacer balance: el paso de la vida, sus aventuras, sus renuncias.
Se miró en el espejo, el rostro delataba cansancio, unas profundas ojeras eran la señal de su desvelo las noches pasadas. Tampoco conciliaba bien el sueño en el último año, le asediaba una pesadilla que se repetía: era el rostro de sus padres regañándole cuando él, siendo niño, no quería ir al colegio en los fríos días de invierno.
Se levantaba siempre sobresaltado, bañado en sudor, aturdido. Encendía la luz y ponía toda su atención en la habitación para descubrir una fotografía, una señal del tiempo ido, pero nada aparecía.
Volvía a dormirse y le sorprendía los ruidos del tráfico, la vida exterior que irrumpía, con su inercia, en su mundo de sueños, devolviéndole a la realidad.
Ahora, se afeitaba frente al espejo, procurando apurar bien para que no quedasen rastros de vello en la cara, para dar así un buen aspecto físico. Se miraba sus canas, sus arrugas en la comisura del labio, sus manos que ya no eran las de un joven ansioso de vida.
Iba a iniciar el último viaje hacia el pasado, iba a volver a la niñez como siempre había querido. Ya parecía acariciar aquellos lugares que vivió de niño: los campos de su tierra, el esplendor del sol a mediodía cuando sus antepasados acariciaban el paisaje para extraer sus bellos frutos.
¿Cómo describir aquellos lugares? Parecía difícil hablar de los extensos olivos, del paisaje que se cubría de luz cuando lo bañaba el día. Las
casas de pueblo, encaladas y blancas como si resplandecieran, con el afán
de preservar un interior vivo y luminoso, filtrando una luz que parecía incendiar las habitaciones de la casa en los bellos días del verano. Era la casa que tenían sus padres en el pueblo, cerca de su residencia habitual, en la ciudad de Úbeda.
Recordaba Jaén, sus hermosos lugares, su aire musulmán en cada calle. Y, desde luego, su Úbeda natal, cuando, en la plaza, jugaba con su madre y su hermano, mientras los chiquillos salían de la escuela.
Terminó de afeitarse y recogió la maleta, era suficiente equipaje: varios libros bien guardados, algo de ropa, las cosas del aseo y un libro de poemas que guardó con cuidado encima de todo lo demás: Campos de Castilla de Antonio Machado, el mejor cantor del paisaje de Soria, un andaluz inolvidable. Miró que todas las ventanas estuviesen cerradas, la vida en Nueva York era así, ruido, tumulto, un jeringazo de sonidos que arañaban el oído, hasta llegar al alma.
Las sirenas de las ambulancias, los coches de la policía, el claxon de los coches, dejaban una pesada sensación de intromisión, se convivía con ellos, para profanar el amado silencio del libro, de la buena lectura en el salón.
Dejaba su apartamento en Greenwich Village, mientras la vida y su rutina triunfaban en el exterior. Miró con el reloj, casi la una, dentro de tres horas salía su avión para Madrid y luego, desde allí, a Úbeda, en autobús.
Le cansaban los viajes, pero debía hacerlo, era su última decisión, terminar su vida en los lugares amados, en los cafés, en las tascas, en las plazas de la niñez y, desde luego, en su casa, su edén nativo.
Dejar aquel lugar suponía abandonar veinte años de prisas, de oficinas, de sucesos, pero también de recuerdos alegres, las charlas con los pocos amigos que tenía en la ciudad de los rascacielos, un americano, James y dos españoles emigrados allí, con los que compartía charlas inolvidables.
Cerró la puerta y su vecina, la vieja señora Williams, le miró como si ya
se hubiese despedido de él, ya que fue la primera en saber que se marchaba de allí. No era necesario contar más, Alice Williams era discreta, una vieja dama, soltera y elegante, como muchas mujeres mayores de Nueva York, que había dedicado su vida a escribir y a pintar. Aquello había creado una complicidad con Carlos, siempre eran ésos los temas de debate, dejando atrás aquello que causaba dolor. Le saludó y bajó con su pequeño perro, casi diminuto, alargado como si su cuerpo fuese elástico y silencioso, como pocos perros de la ciudad. La buena educación de Alice era una prioridad para el animal, tan discreto en sus actos como ella. Le miró por última vez, sabiendo la verdad sin haber sido contada, porque la señora Williams tenía una gran capacidad para percibir lo que de dice con los ojos.
Carlos bajó por las escaleras, con la maleta a cuestas, porque no deseaba coger el ascensor, aquellos espacios cerrados, acristalados, le daban miedo, le faltaba el aire al entrar en ellos, ese aire necesario que acariciaba la tarde aquella de la niñez, cuando decidió salir al monte con su padre, como tantas veces al llegar el fin de semana.
Los ascensores le parecían un presagio de la muerte, de la caja donde un día dejaría de ser, de sentir, de mirar. Detestaba aquellos espacios que le conducían al piso dieciocho en su trabajo en Maniatan, con tanta gente desconocida a su alrededor. El vacío de la multitud, la falta de una mano amiga, cuando toda aquella gente trajeada suspiraba sin mirar a sus vecinos, porque una mirada era un atentado a la intimidad en Nueva York.
Aquellos silencios prolongados entre pisos donde subía y entraba gente, donde se percibía el olor a perfumes fuertes o a tabaco en la ropa, le causaban una sensación de atosigamiento, de temor creciente, como si se ahogase, en una horrible pesadilla.
Aquellos silencios envueltos en la rutina, lejos de un espacio vital como la plaza aquella donde solía crecer el sol, frente a su madre, siempre sonriente.
Al salir a la calle con la maleta pesada, sudando por el esfuerzo llevado a cabo y con un creciente dolor de espalda que delataba el paso del tiempo y la falta de ejercicio, vio el tráfico de la ciudad de Nueva York, aquella locura de coches le aturdió de nuevo.
Encontró un taxi, raro al ser ya mediodía y se dirigió al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, mientras repasaba con los ojos la ciudad que dejaba, sus espléndidos edificios: el Chrysler, el Empire State y el vacío que dejaban las Torres Gemelas, ese espacio herido de la ciudad, donde `podía escuchar aún el eco del dolor, como una huella imperecedera en el rostro de la gente, buscando en sus mentes al amigo, al esposo o la novia muertos. Era indescriptible pensar que allí había existido vida, cuando ahora todo era una hondonada, surcada de proyectos sin resolver.
Llegó al aeropuerto, le taxista no hablaba, solo iba frenético por la ciudad, mascullando entre dientes el enfado por el tráfico, por su oficio, por la forma, como tantos otros, tan inútil de malgastar la vida, tan parecido a las miradas de la gente al llegar el alba en los metros de la ciudad.
Vio el largo panel donde se anunciaban los vuelos y parecía confundirle tantos horarios, tantas salidas y llegadas. Temía equivocarse de vuelo, ante aquella multitud tan fría que no era propicia al diálogo, ni siquiera a la información. Decidió acercarse a un mostrador de las líneas aéreas British Airways, con la que volaba a Madrid. Una mujer rubia, de unos veinte años, le miraba con la sonrisa forzada de los que ofrecen un servicio, haciendo así propaganda de la empresa.
¿Qué desea, señor? –preguntó la azafata
Busco el vuelo de las cuatro de la tarde para Madrid.
Tiene que dirigirse al otro vestíbulo. Vaya al número 16, allí podrá facturar y le darán la puerta de embarque.
Gracias.
Otro pasillo más y la maleta de ruedas siendo empujada por Carlos, ya cansado, con ese dolor en el estómago, con esa sensación de ardor que incendiaba todo su cuerpo, hiriendo de muerte su tiempo vital.
Llegó por fin al otro vestíbulo y allí encontró el número 16, donde se hallaba el mostrador de la compañía aérea, pudo facturar allí su equipaje. La maleta pesaba, en ella estaba toda su vida, sus escritos no publicados, sus mejores libros, compañeros de siempre, fotografías de sus amigos de Nueva York y algo de ropa. Pensó llevar las cosas de aseo en una mochila, pero temía los detectores de los aeropuertos en ese paroxismo de seguridad de nuestro tiempo, cualquier tijera o una simple cuchilla de afeitar podían delatar a un presunto terrorista.
Carlos sentía que se vivía en el mundo de las sospechas, del miedo en el que se había transformado el siglo XXI, podía sentir la presencia de los inmensos policías del aeropuerto, adiestrados para matar si fuese necesario, con sus grandes metralletas, idénticas a aquellas que mostraban los soldados en la locura de la guerra de Irak. Carlos despreció, en su interior, el mundo real, enlodado por unos pocos, de inmenso poder.
Hizo tiempo comiendo algo y viendo revistas, compró dos, una de viajes y otra de libros. En el aeropuerto también se sentía el murmullo incesante de la gente: ejecutivos con sus trajes y sus maletas que se veían obligados a viajar en avión, por negocios, dada la enormidad del país, familias, mujeres solas que esperaban a alguien, mientras fumaban o bebían algo en los cafés del recinto principal.
La vida era implacable, se repetía incesantemente, mientras él sentía el dolor profundo en la boca del estómago, retorciendo su interior. Tenía como principio la parte interna de su cuerpo, pero se extendía, hasta el escalofrío, enervando el vello de su piel, llegando incluso a ramificarse en mil síntomas, la cabeza, los ojos, el pecho. Todo dolía, mientras él ya no se veía dueño de su cuerpo, tan solo por mantener la conciencia, sabía que estaba vivo y no era ya un ser inerte.
Odiaba esa sensación y buscaba en su mano cualquier almax o algo que le aliviase. Recordaba con nitidez el día que su médico le había dicho que todo iba mal y que era tarde para remedios, que estaba demasiado extendido y esas cosas. Sintió que el maravilloso día de verano donde la gente disfrutaba de los helados y las bebidas refrescantes, se vertía, como una condena, sólo para él, el único que era propietario del dolor entre tanta dicha del mundo que le circundaba.
Sólo un viejo amigo sabía de su estado, no quería ver las miradas de compasión de los demás, la sensación de alivio de muchos por no ser ellos los elegidos para morir, en resumen, la falsa hipocresía del mundo.
Allí, frente al espectáculo de los aviones que iniciaban su vuelo, Carlos iba mejorando a medida que el medicamento llegaba a su estómago, pero sólo era una pausa, como un descanso de la lluvia tras la tormenta imparable que ha de volver.
Llegó la hora de la partida y se decidió a embarcar con tiempo, se había anotado en un pequeño papel la puerta de embarque, aunque figuraba en el billete, era la puerta B, ya que temía equivocarse, Carlos vivía así fuera de la realidad, viendo en cada cosa su reverso, un objeto cotidiano podía convertirse en un motivo para un relato de misterio o una mirada en el metro le sugería la sospecha de un asesino a punto de llevar a cabo su próximo crimen.
La imaginación había sido su gran aliada, pero también su profunda enemiga, cuando la realidad no le había deparado esas aventuras que él esperaba de la vida.
Al subir al avión, sintió el vértigo que tantas veces había sentido ante ese monstruo volador, tan lejos de los pájaros que hacían sus nidos en la casa del pueblo, verdadero espectáculo de la naturaleza que había enriquecido su niñez. Sin embargo, el avión iniciaba el vuelo y uno no se sentía seguro ante aquel lugar cerrado, sólo filtrando el día por esas ventanas tan pequeñas donde las nubes se hacían un arsenal de espuma como el mar en sus días mejores.
Esperaba que le tocase al lado un niño de esos que pegan patadas al asiento delantero o un hombre poco educado, entrado en carnes que no parase de ocupar su lado, en aquellos asientos incómodos de los monstruos del aire.
Tuvo suerte, se sentó una mujer joven que miraba, como muchas americanas, al vacío, para no encontrar otro rostro en su camino que le embarazase con su sinceridad. Tenía la sonrisa forzada, educada y fría de la gente que tantas veces había conocido en Nueva York. No era como la sonrisa de aquella joven que había conocido en Úbeda, una sonrisa que abría un mundo, acompañada de un sinfín de gestos de manos que bailaban en el aire y que hacían las delicias de Carlos en los tiempos de la Universidad. Se llamaba Ángela y había sido compañera de estudios cuando juntos iniciaron Ingeniería industrial, era una aventura estar al lado de ella, siempre vivía el momento y hacía amigos en cualquier lugar, desconociendo el sentido del pudor, creando un ambiente cálido con cada ser humano que se encontraba en el camino. Carlos cerró los ojos para recordarla, mientras el avión despegaba, para no sentir el vértigo de la subida y poder acariciar, sin embargo, el eco de la sonrisa de su gran amor.
Se durmió un rato y, al despertar, pudo ver que su compañera de viaje dormía también. La miró discretamente y pudo ver las pecas que adornaban su nariz, las cejas rubias y el pelo del mismo color, en los brazos tenía un tímido vello rubio que le daba un aire infantil, parecía bañada en un frasco de oro, como las princesas de los cuentos, convertida toda ella en un paisaje ceniciento.
La sorpresa fue que hablaba español y, al despertar del sueño, se dirigió a Carlos para preguntarle si era de Nueva York. Le pareció un bonito detalle, cuando lo más normal hubiese sido que pasasen el viaje sin hablar, metidos en su intimidad, alejados de las palabras tan necesitadas. Carlos necesitaba el diálogo, porque ya había hablado mucho consigo mismo y las palabras no ofrecidas a otro se condenaban a la soledad, astilladas por no salir a la intemperie, morían así en su precipicio, dementes por salir y encontrar a alguien en quien posarse para siempre.
Se llamaba Susan y era como una muñeca rubia, pero parecía tener voz propia, un destello de inteligencia se filtraba en sus ojos, era su sello de autenticidad.
-Perdone ¿es usted de Nueva York? –me preguntó.
-No, he vivido muchos años allí, pero vuelvo a casa.
-Vaya, es español. Bonito país, ¿de qué ciudad es usted?
De Úbeda, está en Jaén. Ya se puede imaginar, la tierra andaluza tiene algo especial, es tan hermosa. Debería ir, nunca verá una gente tan maravillosa, hacen de la vida una fiesta, saben aprovechar su tiempo. ¿Ha ido alguna vez?
-No, solo conozco Barcelona, fui hace dos años. Ahora voy a Madrid.
-Qué bien, le encantará –le dije.
-Para ver a mi padre, trabaja en la Embajada de Estados Unidos y voy a verle unas semanas. Yo vivo en Nueva York y estudio el último curso de Historia del Arte.
-Seguro que le irá bien. Yo he dejado la gran ciudad, quiero volver a mi tierra, es necesario para mí.
-Claro, somos de donde hemos crecido. Seguro que le espera mucha gente querida.
Carlos la miró, si ella supiera qué vacío quedaba por dentro, como si todos aquellos que había amado ya no estuviesen allí, sus padres ya fallecidos, su gran amor, lejos, en otra ciudad, después de la terrible renuncia de él a su compromiso, a su promesa de volver.
Siguieron discutiendo, le viaje fue más ameno y Carlos pensó cada vez más que el rostro de aquella joven podía ser el de la hija que nunca había tenido. El destino, la maldita suerte que le hizo marcharse al terminar la Universidad y dejar inconclusa su historia de amor con Ángela. A él le ofrecieron un contrato en Nueva York al acabar la carrera, ella, sin embargo, se quedó allí. Lo que al principio era un trabajo para un año, se fue haciendo cada vez más largo en el tiempo. Carlos juraba volver, pero nunca lo hizo. ¿Qué fue de Ángela? La recordaba morena, con el pelo largo, moviendo las manos, el día de la despedida. Habían proyectado todo un futuro cuando él volviese, los ojos de ella volvían de nuevo a su mente.
Carlos estaba a punto de llorar, cuando le sorprendió la voz de la azafata diciendo que llegaban a Madrid. Debían de ponerse de nuevo los cinturones y al mirar por la ventana, ya que Susan había ido al baño, pudo ver el minúsculo aspecto de la tierra desde esa inmensidad, los edificios empequeñecidos, casi de juguete. Tuvo entonces la sensación de sentirse un dios, dominando el firmamento. Pero el dolor de estómago volvió, como una amenaza y casi le retorció en el asiento, tan fuerte fue que una azafata le miró y le preguntó qué le pasaba. El dolor pareció ceder de nuevo, como un oleaje incansable que se comía la arena del mar para hacer desaparecer la orilla para siempre.
Susan volvió y se apresuró a sentarse, ya que iban a aterrizar enseguida. Carlos cerró los ojos y volvió a imaginarse en la niñez, cuñado sus padres le llevaban, por primera vez, al teatro, en una función infantil que le dejó los ojos llenos de fantasías para siempre.
Aterrizaron y el avión necesitó rodar bastante, como si su inmensa fuerza necesitase un terreno amplio para desfogarse. Se parecía a aquel brío del amor, al encuentro de los amantes que se entregan y que, después de haber gozado, ya extenuados, van cesando en su pasión. Lo recordaba, aquel cuarto cuando Ángela y él tentaron sus cuerpos, abrazándose, recorriendo cada fibra de su ser para que la vida se parase, muriendo todo en ese momento, menos ellos, invencibles, como los dioses de la Antigüedad.
Susan se despidió de él al bajar del avión, le miró como si ya le conociese y la sonrisa de la joven ya no era la sonrisa forzada de la extrema educación, sino de la complicidad ante un momento único de la vida de ambos.
Siempre le había quedado a Carlos una angustia inefable cuando conocía a alguien que se iba para no volver más, cercenando la recién conquistada intimidad, se alejaba y quedaban en él tantas cosas por decir, tantas sonrisas por ofrecer. Pero se fue en silencio, como siempre.
La vida volvía a ser implacable y no daba concesiones, arañaba y ofrecía cosas para quitarlas después, como el regalo del amanecer a unos ojos que pronto dejarían de verlo o el gusto por las pequeñas cosas que se quedarían huérfanas ante la desaparición de su dueño: los muebles, los libros, las sillas, los espejos donde uno se había mirado, seguirían recordando el peso, la huella de su habitante, de su morador, que había entregado en ellos y para ellos, parte de su vida.
Madrid había sido visto desde el aire con su esplendor, pero también en su tibieza, que dejaba ver el aire contaminado de la gran ciudad. Sin embargo, al coger el taxi se reencontró con una ciudad amada, rica en postales, pasando por la Castellana, sus edificios eran impactantes, no tenían el aire de los grandes rascacielos, pero llenaban con su presencia todas las avenidas.
Era una ciudad viva, que sufría el calor incipiente de Mayo, podía ver las fuentes de Neptuno y las Cibeles regalando un agua que fluía en abundancia, para regar a la ciudad sin mar. Al cerrar los ojos, recorría los ríos de su tierra, cuando llegaba el calor y se acercaba con Ángela a la orilla y oían los cantos de los pájaros y el crepitar de la madera de los árboles, susurros que les llegaban como música a sus oídos.
Se encontró ante un taxista dicharachero que pasaba de un tema a otro y que oía música de copla, le pareció que su país tenía aroma, se palpaba, llegaba con los cinco sentidos a su piel y le alegraba el mundo.
Desaparecía el dolor, se hacía ínfimo, mientras los coches se iban acumulando y en los largos parones, por la densidad del tráfico, la charla con el taxista se iba haciendo cada vez más grata.
-¿Así que de nuevo aquí? Lo notará muy cambiado después de tantos años, más coches, más ruidos. Pero, claro, viniendo de Nueva York…- dijo el taxista
-No, allí ocurre lo mismo, pero a lo bestia- dijo Carlos.
-Yo nunca he salido de España. ¿Para qué quiero conocer otros países cuando aquí tenemos de todo? ¡Bueno y malo, se entiende! Además, vienen tantos guiris que, a veces, parece el extranjero.
-Sí, tiene usted razón.
Llegaron a la estación de autobuses y, pese al cansancio del viaje, Carlos decidió sacar un billete para Úbeda, no sin antes despedirse del taxista, un hombre simpático que sí miraba a los ojos, aunque fuese desde el espejo retrovisor.
-Bueno, espero que le vaya bien.
-Lo mismo le digo. Buena suerte –me dijo.
Carlos salió del taxi y pensó que la suerte se le escapaba, como si su esquiva luz no estuviese hecha para sus ojos maduros y cansados. Pero aún así era consciente de haberlo conseguido, estaba allí, en su España del alma.
Esperó un par de horas y comió un bocadillo, la pesada maleta fue guardada en la parte delantera del autobús, donde se guardan los equipajes de peso.
Al entrar y pagar su billete, vio muy poca gente, tan sólo unos señores mayores y un joven con su novia o su amiga, ya que se besaban apasionadamente. Carlos cerró los ojos para dormir de nuevo. Sabía que nadie le esperaba al llegar allí, porque no había avisado de su llegada. Tan solo su hermano Juan vivía en Úbeda, el resto de la familia se habían ido
a otras ciudades. De nuevo, pensó en Ángela, ya se había preguntado varias veces qué fue de ella, pero había un velo, una sombra que le impedía recordar, como si allí germinase una herida que volvía a sangrar cada vez que recordaba.
Ángela se había ido, tras tres años de esperar su vuelta, con un chico de Sevilla, con le que se casó más tarde. Le hería aquella palabra “casar” como si supiese que su inmenso error se consumaba y era ya irremediable.
Cuando se despertó, se halló frente a su ciudad, ante la plaza, ante aquellos lugares que había conocido, donde conservaba la imborrable imagen de su niñez, de sus años de estudios y de ella, eran como destellos que le hacían ignorar su presente, lo borraban, desapareciendo el dolor y todos sus años de exilio.
Vio el verde impresionante, los olivos que, como tesoros, inundaban de verde el paisaje, lo hacían cercano, íntimo y profundo.
Su ciudad, la que fue su casa de la niñez, muy cerca de la plaza que daba a la iglesia donde estuvo San Juan de la Cruz en su retiro del mundo, las conversaciones de la gente, que se tocaban, se reían, tan lejos de su mundo neoyorkino.
*

*
Se sintió mal, peor que otras veces y se sentó en un banco, donde antiguamente descansaba, extenuado, tras correr con su hermano y jugar a la pelota con él. La maleta estaba a su lado y algunos le miraban con extrañeza, como nunca hubiesen mirado en Nueva York. Los ojos sonreían y en la mirada estaba su paisaje, ése que se alejó tantos años y que volvía hermoso, a aparecer. Sintió la última punzada, le recorrió todo el cuerpo, dejándole sin aliento. Se derrumbó en el suelo, mientras, los curiosos se acercaban. Ya era feliz, estaba en casa de nuevo.
***
Pedro García Cueto
About Author
Related Articles
![En Otoño – Nuria Vicente [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Microrrelato ilustrado de Nuria Vicente]](https://cafemontaigne.com/wp-content/uploads/Microrrelato-1-248x165_c.jpg)