Hacia una cultura de la paz [Con motivo de la celebración del Día Escolar de la No-violencia y la Paz (DENYP) – UNICEF – 30 de Enero] – Sebastián Gámez Millán

Hacia una cultura de la paz [Con motivo de la celebración del Día Escolar de la No-violencia y la Paz (DENYP) – UNICEF – 30 de Enero] – Sebastián Gámez Millán

Hacia una cultura de la paz [Con motivo de la celebración del Día Escolar de la No-violencia y la Paz (DENYP) – UNICEF – 30 de Enero]

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Hacia una cultura de la paz

Puede que en rigor nadie esté libre de pensar y actuar bajo la influencia de unas ideologías, pero seamos de las ideologías de las que seamos, convendremos en que la violencia gratuita, incluso en todas aquellas manifestaciones que atentan contra la vida del planeta y, en especial, la humana (disculpen este vestigio de antropocentrismo, quizá casi tan inevitable como el especismo: probablemente un individuo de cualquier especie defenderá antes a los de su especie; una vez más, los humanos tal vez seamos la excepción), es rechazable y condenable, porque ejercer la violencia contra alguien es instrumentalizarla, tratarla como un objeto o una cosa.

Al menos desde una de las formulaciones del imperativo categórico de Kant: “Actúa de tal modo que trates a los otros siempre como fines en sí mismos, y nunca meramente como medios”, pilar de los Derechos Humanos, sabemos que las personas somos fines en sí mismos, no objetos, ni medios ni cosas. ¿Quién sabe si con el tiempo esta concepción se ampliará a otras especies del planeta? Tal vez sería lo más deseable, pero más allá de lo que se recoja en códigos jurídicos, que sin duda son esenciales en el proceso de civilización, lo que importa es que aprendamos a tratarnos respetuosamente. Es obvio que no vale lo mismo el respeto a la ley por temor a la correspondiente sanción que el respeto a los otros por reciprocidad.

Tanto el imperativo categórico de Kant como la regla de oro, que fue reconocida por Buda y Jesucristo sin que ninguno de ellos conociera el pensamiento del otro, es decir, “Trata a los otros como quisieras ser tratado” o, en su formulación negativa, que al eludir la subjetividad de los gustos puede aplicarse de manera más universal: “No trates a los otros como no te gustaría que te trataran”, subyace el principio de reciprocidad, que acaso es uno de los fundamentos de la ética.

De acuerdo con este principio de reciprocidad, cuya raíz biológica quizá resida en las neuronas espejo, que nos permiten ponernos en el lugar de los otros, y gracias a ello podemos experimentar sentimientos que aumentan y enriquecen nuestra humanidad, como el amor, la empatía, la simpatía, la compasión, la piedad o la solidaridad, las acciones que realizamos no sólo se las hacemos a los otros, sino también a nosotros: se diría que al esculpir nos esculpimos. ¿Se puede disociar el “yo” del “tú”, el “yo” del “nosotros”, los seres humanos?

Teniendo en cuenta lo anterior, el que ejerce violencia contra otro no sólo instrumentaliza a una persona, además se instrumentaliza a sí mismo, aunque no lo llegue a percibir o a reconocer porque se justifique o se excuse, el pan nuestro de cada día con el que nos desprendemos de nuestras responsabilidades. Sospecho que como seres sociales es muy importante que no perdamos de vista este movimiento de ida y vuelta de la reciprocidad de nuestras acciones, pues quizá con ello podríamos contribuir a que el sentimiento de impunidad de aquellos que violan las reglas del juego de la convivencia y agreden disminuyera y, de este modo, rebajar la violencia por el rechazo social que nos suscita.

Si uno se asoma a los medios de intoxicación de masas, a las redes fecales, a buena parte de las series y del cine que se produce, uno tiene la impresión de que la violencia está casi omnipresente. Desde luego es un rasgo de nuestra animalidad de fondo y de la condición humana, posiblemente inextirpable. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de que seguimos sobrevalorándola excesivamente como un signo de poder. Y esto, en vez de mitigar y apaciguar sus manifestaciones, las propaga como un fuego imparable.

Con el auge de la biología, que desde la segunda mitad del siglo XX ha desplazado en cierto modo a la física como la disciplina científica en la que se depositan más expectativas, y sobre todo en las últimas décadas, no pocas de nuestras conductas, incluida la violencia, se atribuyen a nuestros genes. Pero no todo está en los genes. Atribuirle estas conductas a los genes es hasta cierto punto equiparable a cuando en otras épocas se le atribuía a Dios o al destino y, por supuesto, renunciar a aquello que constituye nuestra humanidad, el ejercicio interminable de la libertad y de la responsabilidad.
Una de las investigaciones más completas y ambiciosas que se han publicado en los últimos años acerca de las conductas violentas es Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos, del biólogo y antropólogo Robert Sapolsky, elegido en 2017 el mejor libro de ciencia por The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal. Hacia el final anota este científico: “Los genes tienen diferentes efectos en diferentes ambientes; una hormona puede hacer que seas más amable o más despreciable, dependiendo de nuestros valores; no hemos evolucionado para ser “egoístas” o “altruistas” o cualquier otra cosa: hemos evolucionado de formas particulares en escenarios particulares. Contexto, contexto, contexto”.

Según el filósofo José Sanmartín, “el 20% de los casos de violencia registrados se deben a factores biológicos que actúan sobre la agresividad heredada, mientras que el 80% se deben a influjos ambientales o culturales”. Y parece evidente que en los contextos donde se produce más violencia son aquellos donde se pierde la confianza mutua y se expande el miedo: “No se puede entender la agresividad, añade Sapolsky, sin comprender el miedo (y que la amígdala tiene que ver con ambos)” –no se confunda, por cierto, la amígdala del cerebro con las amígdalas de la garganta–.

Otro aspecto característico de los escenarios más violentos son las divisiones. A propósito de ellas escribe Sapolsky: “Dividimos implícitamente el mundo en Nosotros y Ellos, y preferimos a los primeros. Somos manipulados con mucha facilidad, incluso subliminalmente y en cuestión de segundos, en cuanto a quién cuenta como miembro de esos grupos”. ¿Acaso no somos todos humanos?

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Dividir es una práctica corriente en los maniqueísmos, en los fascismos, en los populismos y en los nacionalismos excluyentes –valga el pleonasmo–, incompatibles con los pluralismos de las democracias. En su lugar deberíamos reivindicar el cosmopolitismo, entendido no sólo en su sentido etimológico, ciudadanos del mundo, sino como el incesante ejercicio crítico con el que procuramos reconocer las creencias, costumbres, prácticas e ideas más excelentes, provengan de donde provengan.

Por todo ello sabemos bien que no basta con comportarnos bajo lo que se denomina “paz pasiva” para conseguir que las sociedades en las que vivimos sean pacíficas. Tal vez en algunos lugares donde predominen personas civilizadas. En la mayoría de ellos es imprescindible actuar con el fin de prevenir: es lo que se llama “paz activa”. No podemos permanecer quietos y callados ante los abusos que se cometen con las personas que nos rodean; ese silencio, esa permisividad, son cómplices del mal, de la barbarie que restringe con unos zarpazos derechos conquistados a lo largo de la historia, tal como describe de forma paradigmática Martin Niemöller en su célebre poema:

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
ya que no era comunista.

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
ya que no era socialdemócrata.

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
ya que no era sindicalista.

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
ya que no era judío.

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

Era tarde. O entre todos desde cada una de nuestras responsabilidades defendemos los derechos conquistados o nos arriesgamos a que la vida se exponga a la barbarie. Consentir la violencia, al igual que consentir la intolerancia, es fomentar la una y la otra. He decidido introducir en el título el término “cultura” porque no entiendo la paz de otro modo: una cultura sólo brota cuando se cultiva adecuadamente. Sólo así puede dar sus frutos. Con frecuencia se habla de algunos de los más elevados valores, como la libertad, la igualdad, la justicia… Todos ellos esenciales en cualquier sociedad democrática, no albergo la menor duda, pero no debemos perder de vista que estos valores sólo pueden florecer en una cultura de paz.

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Sebastián Gámez Millán

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