La caída de Dioniso
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La caída de Dioniso
Se halla aferrado a una rama. Se cree infinito, imprescindible, irrompible, inalterable, incluso indescriptiblemente impresionante. Lo que no sabe es que está al borde de su abismo, destinado a caer desde lo más alto, descolgado, desgarrado, desabrigado, desgraciado, desahuciado, desesperadamente despojado.
Le llamaban Dioniso, pues danzaba al ritmo del doble aulós, una deformación congénita que convirtió en virtud. Sus dos patas de cabra, única unión con su tronco, recibían el favor del viento y, a través de sus desdentadas caderas, el aire acariciaba su áspera piel entonando bellas y satíricas canciones. Era un joven verde cuya expresión altiva, altanera, ansiosa, astuta, arrogante, abusivamente amanerada, hacía las delicias de las inocentes damas que lo rodeaban. Su mejor arma, su doble aulós; su talón de Aquiles, el tiempo.
Dioniso se declaraba amante de la primavera, allá donde la madre naturaleza le dio la vida. Fue despertarse y desperezarse, descocarse, desdoblarse, deshincharse, deliberadamente desmadrarse. Abrió los ojos deslumbrado por la luz del sol que Apolo había elevado a lo más alto del firmamento acompañado de su lira, y su primera visión perturbó su atónita mirada: un guiño de la pelirroja luna, coqueta, confiada, compulsiva, cataclismo, cálida conjura concupiscente.
Todo cambió para él, se sentía mariposa tras crisálida pues no atinaba a percibir su reflejo de chivo en la chulapa charca que a modo de chapucera chanza habitaba en la planta baja de su elevada morada. Así pues, como varón valiente de vulgar verga, virgen a la vista, aulós en patas, entonó su primer venéreo verso:
Ven, mozuela, que el aulós suena
Ven, pelirroja, que tu guiño me sonroja
y, de este modo, grosero, golfo y granuja, granjeó su gran harén.
Verdaderamente pensaba que su vida era inagotable, indefinida, ilimitada, interminable. El verano aumentó su renombrada reputación, rebelde rufián refrito a cuarenta grados. El sudor acentuaba el vibrato de su sicalíptico canto; su carácter abyecto, canalla, despreciable y denigrante, indecente, indigno e infame, miserable misógino, ominoso odioso, ruin rapaz, rastrero, sabandija soez, provocó el desastre. Adentrado en el otoño, a causa de su indolente incuria, su piel tornó de verde a pajiza y de rubia a parda, paupérrima, primitiva, penosamente putrefacta. Su tez distorsionada, deshumedecida, desecada, delgada y desabrida le transmutó en huidizo huraño, intratable, insoportable, incurable, intolerable, irregularmente inaudito.
Aquiles es inclemente, el tiempo de Dioniso ha llegado a su fin, el otoño ha cumplido su misión.
Dioniso no es más que una prepotente hoja con un grotesco aulós que le ha mantenido conectado a una rama. Sus conquistas fueron cayendo una a una, dejándole en soledad. No soporta sentirse deshojado, desmemoriado y desgajado, por lo que inicia su desesperada despedida entonando su último canto: un cromatismo descendente en monódica caída.
Ya en el suelo, vuelve a disfrutar del guiño de la luna, suspira antes de cerrar los ojos y muere destinado a ser absorbido por la tierra.
Madre naturaleza, compasiva, le brindará la oportunidad de renacer reluciente, refulgente, refinado y redimido tras el blanco manto del invierno.
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Silvia Olivero Anarte