«La isla del tesoro»: el botín era la aventura – Un viaje en La Hispaniola con José Miguel García de Fórmica – Corsi

La isla del tesoro: el botín era la aventura – Un viaje en La Hispaniola con José Miguel García de Fórmica – Corsi
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La isla del tesoro: el botín era la aventura
Como se sabe, dos de los grandes clásicos de eso que con gran condescendencia se llama «literatura juvenil» fueron concebidos para entretener a un pequeño a cargo del hombre que se ganaría la inmortalidad con su invención. Uno es Alicia en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll; el otro, La isla del tesoro (1881), de Robert Louis Stevenson. Alicia nació a lo largo de un perezoso paseo en barca por el Támesis; La isla del tesoro es producto de la pertinaz lluvia escocesa. Una tarde de un húmedo mes de agosto, al observar que su hijastro, Lloyd Osbourne, aburrido por el obligado encierro, había comenzado a dibujar una isla, Stevenson comenzó a llenarla de nombres sugestivos: la Colina del Catalejo, la Isla del Esqueleto… El niño vio enseguida que esa isla encerraba una buena historia y se la pidió a su padrastro: solo puso una condición, que en ella no hubiera mujeres. Al ritmo febril de un capítulo por día, Stevenson dio nacimiento a la historia de Jim Hawkins, del cocinero de a bordo John Silver el Largo y del tesoro escondido del capitán Flint. Cada noche lo leía a la concurrencia, y el continuará la tuvo en vilo durante aquellos días estivales. El resultado se conoce bien: un clásico imperecedero de la literatura (sin etiquetas) de todos los tiempos, cuyo atractivo, como saben muy bien quienes lo aman sin reservas, estriba en la mágica fusión entre la narración pura y sin coartadas con la densidad moral que proporciona su ambigua atmósfera de iniciación. Asumiendo como propias las palabras de Fernando Savater, es «la historia más hermosa que jamás me han contado».
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La clave de la densidad de esta obra (y, en general, de todo Stevenson) —el mismo Savater no dudó en darle una entrada propia al novelista en su Diccionario de filosofía— se encuentra ante todo en que, si hay que escritores en los que se nota que primero se han propuesto escribir una «reflexión» moral y luego han acomodado un argumento a este propósito, en los relatos de nuestro autor ambas dimensiones, la narrativa y la metafísica, están indisolublemente unidas, sin que una se imponga a la otra, con una fluidez admirable que permite el mero disfrute de una buena historia al mismo tiempo que en nuestra alma se va posando esa cosquilleante sensación de estar ante un libro con más de una vuelta (aunque muchas veces no sepamos explicar cuántas), que no se agota en una sola lectura. Siempre repetiré que eso es lo que hace bueno un libro: que deje con ganas de volver a él, pase el tiempo que pase, de ahí que la buena literatura juvenil sea la que nos permite disfrutarla de pequeños pero regresar a ella sin sonrojo a cualquier edad.
Con La isla del tesoro, Stevenson practicó (¿inventó?) dos modalidades narrativas muy modernas: la recreación y el cuento crepuscular. En cuanto a lo primero, hay que tener en cuenta que el autor no ocultó en ningún momento el vasto conjunto de referencias que acrisoló para dar vida a su propia ficción, de la Historia general de la piratería de Daniel Defoe a populares novelas de Walter Scott, Fenimore Cooper o el Capitán Marryat, con las cuales compuso los elementos piráticos de la trama. Del mismo modo, dio rienda suelta a su fascinación por la navegación, como prueba la erudición terminológica que exhiben, lógicamente, los personajes y que no se reduce al mero conocimiento técnico sino a la impregnación de todas sus expresiones de metáforas marinas: son vidas cuyo eje, en todos los sentidos, es el mar, y así lo asume Stevenson.
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Al mismo tiempo, La isla del tesoro es un relato crepuscular, en cuanto que lo que narra es el fin de una forma de vida a través, precisamente, de un muestrario bastante patético de supervivientes de una época que muere con ellos (la fulgurante excepción es John Silver, a la vez el canto del cisne del pirata). Un relato sobre el crepúsculo de un mundo que, sin embargo, carece de lo que solemos llamar «tono crepuscular» (es decir, complacencia en el dibujo de personajes cansados, o de signos de derrota, o de atmósferas fácilmente elegíacas), y ello por la sencilla razón de que Stevenson obra el prodigio de asumir su fábula sin la menor distancia y, por tanto, la libra de toda mirada metagenérica. Él es el primero en aceptar sus propias reglas, sin condescendencia ninguna, y ahí tal vez se halle una parte de la explicación de su magia: la simbiosis entre narración y reflexión se realiza sin inclinar nunca el tono en una u otra dirección, con increíble sentido del equilibrio. Stevenson sabe bien que el mejor juego es el que parece real.
Una de las características centrales de la narrativa stevensoniana es la dualidad, como demuestra no solo la célebre creación del doctor Jekyll y Mr. Hyde, sino también una novela menos conocida pero asimismo genial, El señor de Ballantree. Esta dualidad juega siempre con perspectivas y elementos que, al tiempo que se oponen, se complementan de modo inquietante (o ineludible: Stevenson sabe que el principal sello del ser humano es su resistencia a la univocidad). Y La isla del tesoro ofrece una amplia galería de dualidades: la limpia edad infantil frente a la incierta oscuridad de la edad adulta; el muchacho honrado fascinado por el pirata sin principios; los representantes del orden en lucha contra la galería de piratas; el bien contra el mal; la tentación de la libertad sin límites contra la confortable, pero mucho más aburrida, seguridad que ofrecen las reglas…
Suele señalarse que La isla del tesoro es un relato de iniciación, la de su protagonista, el joven Jim Hawkins, un muchacho en el umbral de la adolescencia, que es quien narra la historia en primera persona (con la excepción de unos breves capítulos en que otro personaje, el doctor Livesey, se convierte en el relator de unos acontecimientos en los que Jim no está presente). El joven Jim es arrancado de su tranquila vida en la posada familiar desde el momento en que un viejo marino con una cicatriz en el rostro, Billy Bones, convierte aquélla en su escondite del grupo de antiguos compañeros que, liderados por ese misterioso hombre con una sola pierna del que tanto previene a Jim, lo buscan a lo que parece con intenciones no muy pacíficas. Dueño del mapa que escondía Bones tras la súbita muerte de éste, desde ese momento Jim se convierte en el verdadero motor de cuantas acciones suceden en la trama, compitiendo con ello, eso sí, en cuanto aparece en su modesta taberna de Bristol, con el personaje más carismático de la novela, el más fascinante de los villanos literarios de la historia, el pirata John Silver el Largo, cuya sugestiva y polisémica personalidad actúa como poderoso imán tanto para el muchacho protagonista como para el mismo lector.
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Su poderoso atractivo nace ya de la fuerte impronta visual que el autor le otorga. Sin necesidad de las múltiples ilustraciones o de las fotos de los actores que lo han personificado en el cine, la descripción literaria basta para componerse su imagen: una figura alta y corpulenta sosteniéndose sobre una única pierna con la ayuda de una enorme muleta (que sabemos que puede convertirse en arma mortal: en la isla asesina a uno de los marineros leales con su ayuda) y el imprescindible añadido del loro llamado irónicamente Capitán Flint sobre su hombro. Desde que aparece en la historia, Silver impregna todas y cada una de sus páginas (incluso aquellas en las que no aparece) con su formidable presencia: casi siempre zalamero y obsequioso, a ratos oscuro e implacable, en todo momento más peligroso que una serpiente de cascabel por mucho que ronronee como un gato panzudo que busca la sombra más fresca de la cocina.
Sin embargo, el personaje fundamental de la novela, el más conseguido, el más ambiguo, el más contradictoriamente humano, es el de su mismo narrador, el inolvidable Jim Hawkins.
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Sorprendido por razón de su edad y de su proximidad a los líderes de ambos bandos, el chaval se encuentra en medio de una tierra de nadie que lo convierte a la vez en el superviviente perfecto pero también en el desclasado supremo. Tan pronto es el discípulo predilecto de Silver como el muchacho que denuncia sus trapacerías; tan pronto lucha codo con codo con los leales de a bordo como los abandona a su suerte… por mucho que intente justificarse con que son instintivos arranques en beneficio de sus amigos. Y es cierto que el futuro le dará la razón —en la primera escapada tiene el fundamental encuentro con Ben Gunn, el antiguo pirata que fue abandonado (y olvidado) en la isla; en la segunda, consigue asegurar el barco en puerto seguro—, pero en el presente, cuando toma ambas decisiones, no pueden estar más cargadas de incertidumbre. Por ello, La isla del tesoro es la historia de un muchacho en busca de su espacio propio.
En este sentido, no le falta razón a Savater cuando considera que la novela es, ante todo, una reflexión sobre la audacia, lo cual no es sino el método que Jim Hawkins escoge para hacerse con ese espacio. Él lo tiene claro (como Stevenson); hay que tomar decisiones en los momentos importantes; a veces, pueden ser equivocadas; a veces, pueden ser ambiguas, aun cuando nuestra conciencia se resista a admitirlo. Pero solo quien toma decisiones se gana el derecho a seguir su propio camino y no el de los demás. El momento definitivo de autoafirmación de Jim (y un parlamento admirable en un relato plagado de admirables parlamentos) es aquel en que, después de meterse él mismo en la boca del lobo al ignorar que sus amigos han intercambiado el fortín con los piratas, proclama desafiante a esos tipos que solo ansían su piel que desde el primer momento él ha sido el ángel malo que se ha interpuesto entre ellos y el tesoro, y cuyo último acto ha sido abordar él solito la Hispaniola y llevarla a un seguro escondite.
Jim, por tanto, pertenece a los dos bandos y a ninguno, aunque al final acabe integrándose en el único posible para alguien de su genuina nobleza. Desde luego, los representantes del llamado «orden», y en distinto grado, no son precisamente simpáticos. El capitán Smollett es un individuo cuya seca adustez desagradada incluso a quienes le han contratado. El squire Trelawney es un estúpido cuya insensata locuacidad es la que, antes que nada, precipita la violencia en el seno de la expedición, al hacer que el objeto de la expedición sea un secreto a voces. Tan sólo el doctor Livesey concita cierta simpatía en el lector, aun cuando sea porque resulta más intrépido y denota más inteligencia. De hecho, el mismo Stevenson lo iguala, en cierta medida, al mismo Jim —es decir, lo convierte en el «Jim de los adultos»— por varias razones: él mismo se convierte en narrador del relato por unos capítulos (para relatar importantes incidencias que el muchacho no ha vivido); manifiesta un notable desparpajo ante los piratas; se destaca de entre el grupo para varias aventuras relevantes (si bien, al contrario que Jim, previo permiso de sus compañeros) como son acudir en busca de Ben Gunn para trabar el fundamental pacto u organizar el auxilio final de Jim y Silver…
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Y es que hay que dejarlo claro: los nobles caballeros (Trelawney y Livesey a la cabeza) quieren apropiarse de un tesoro que, lisa y llanamente, no es suyo; los amotinados, en cambio, luchan por unas riquezas que contribuyeron a acumular (bien que de modo sanguinario, cierto). La cuestión es: ¿quién está más legitimado para hacerlo? O dicho de otro modo: al final, ¿todo es cuestión del método escogido… o de la posición social desde la que se hace? Dicho de otro modo, ¿es La isla del tesoro, también, una novela social? Sería divertido contemplarla así, pero Stevenson proyecta también este matiz casi sin proponérselo. Por cierto que, en el colmo del cinismo, los caballeros del orden estafan al hombre al que deben no solo el tesoro (lo encontró él) sino poder salir con bien de la situación sin salida en que se halla: Ben Gunn, el antiguo pirata abandonado tres años atrás en la isla por sus compañeros. El premio final del bueno de Ben son… mil libras, poco más que una propina que se gasta en unas semanas, tras las cuales solo le queda la consolación de un sedentario puesto como guarda en algún pueblecito donde, eso sí, envejecerá como un pequeño ídolo de la chavalería debido a su inveterada capacidad para contar historias… que son verdaderas.
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Sin embargo, y al igual que le sucede al mismo Jim, ¿cómo no sentirse atraídos por la irresistible patulea de aventureros sin escrúpulos cuya existencia ni podía sospechar hasta el mal/buen día en que el viejo Billy Bones aparece por el Almirante Benbow? Stevenson tiene el acierto supremo de no caracterizarlos como meros asesinos encallecidos sin más (lo que también son, eso sí), sino como un grupo de individuos que no conoce más autoridad que la suya propia, que en el fondo componen un curioso símbolo de democracia libertaria (nadie manda sobre ellos salvo que ellos así lo elijan, y por rigurosa cuestión de méritos: en el curso de la acción asistimos a una curiosa demostración de democracia asamblearia, cuando deciden deponer a Silver, ya demasiado ambiguo hasta para ellos).
En La isla del tesoro, Stevenson llevó a su cénit su capacidad para caracterizar personajes de honda singularidad en apenas dos trazos: el número de tipos recordables que acumula la intriga es increíble. De entre todos ellos, siempre he sentido una atracción particular, ya desde la rotunda sonoridad de su nombre, por el pirata Israel Hands, que es figura central de uno de los episodios más fascinantes de toda la novela: aquél en que el mismo Jim se convierte en pirata, abordando la Hispaniola para capturarla, y derrotando con sus mismas armas al pirata, Hands, que la custodiaba. Un pirata que morirá porque cree estar ante un niño, ignorante del tremendo proceso que se está produciendo dentro de él. Estimando que puede engañarle con facilidad, lo que hace es ponerlo sobre aviso, utilizar sus habilidades náuticas para que el niño pueda realizar con éxito su propósito de encallar el barco en lugar seguro y, por último, morir a sus manos en un episodio que, desde la primera lectura del mismo a muy corta edad, siempre me ha fascinado: el adolescente y el maduro pirata se enfrentan sobre la arboladura del barco en un duelo a muerte propio del western, con Hands arrojando su cuchillo sobre Jim para clavarle dolorosamente el hombro al palo y éste descargando a bocajarro sus dos pistolas sobre aquél, que se precipita sin musitar palabra a las aguas del mar. Desde niño, cada vez que me he hecho el muerto boca abajo, para sentir la dulzura del silencio marino, en realidad lo que hecho es imitar el destino final de Israel Hands. Episodios como éste definen, mejor que ningún trabajoso análisis, por qué La isla del tesoro ha despertado tantas vocaciones lectoras.
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The Vagabond
(To an air to Shubert)
Give to me the life I love,
Let the lave go by me,
Give the jolly heaven above
And the byway night me.
Bed in the bush with stars to see,
Bread I dip in the river —
There’s the life for a man like me,
There’s the life for ever.
Let the blow fall soon or late,
Let what will be o’er me;
Give the face of earth around
And the road before me.
Wealth I seek not, hope nor love,
Nor a friend to know me;
All I seek, the heaven above
And the road below me.
Or let autumn fall on me
Where afield I linger,
Silencing the bird on tree,
Biting the blue finger;
White as meal the frosty field —
Warm the fireside haven —
Not to autumn will I yield,
Not to winter even!
Let the blow fall soon or late,
Let what will be o’er me;
Give the face of earth around,
And the road before me.
Wealth I ask not, hope, nor love,
Nor a friend to know me.
All I ask, the heaven above
And the road below me.
[de Songs of Travel]
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José Miguel García de Fórmica – Corsi
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