«La lentitud de la noche», de Pedro García Cueto – Una reseña de Emilio Ballesteros

La lentitud de la noche, de Pedro García Cueto
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La lentitud de la noche, de Pedro García Cueto
El genio visionario de Nietzsche ya avisó en pleno siglo XIX de lo que se nos venía encima. La “muerte de Dios” traería consigo una orfandad espiritual que provocaría una sed de inmortalidad y un vacío espiritual del que ya en los siglos XX y XXI somos testigos evidentes. No es extraño, entonces, que los poetas que sienten y buscan dejen en sus versos, no siempre de manera consciente, constancia de ese sentimiento, de esa falta, de esa oquedad negra y abismática. Tal vez unas palabras de Albert Camus en su Calígula puedan reflejar muy bien este fenómeno: “Ahora lo sé. El mundo, tal como está hecho, no es soportable. Por eso necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, en definitiva, algo que quizá sea insensato, más allá de lo imaginable, que no sea de este mundo, que esté por encima de mi medida”.
No es ajeno a eso este libro de Pedro García Cueto. En su planteamiento, lugares y nombres recorren las páginas de La lentitud de la noche: México, Yasnaya Polyana, la Provenza, Oliva y Elca, en Valencia, Venecia, Tenerife, en Las Canarias, Sevilla y Granada en Andalucía, además de las playas gaditanas, Alcoy, Alejandría, Moscú, Galicia, Bilbao, Murcia…, amén de ciudades sin nombre en las que las noches, en especial, con su tránsito (Apenas hay vida/ en el tránsito de la noche) y su sabor a hiel (y al dormir sin tu piel/ me despierto enfebrecido/ pues la noche sabe a hiel) busquen refugio a su soledad en los bares y el neón (Y vuelvo a los bares/ a las luces de neón).
Es este un libro escrito con abundancia de versos heptasílabos, octosílabos y eneasílabos, aunque con una gran libertad métrica, si bien muy raramente aparecen versos más largos, y está lleno de sugerencias y paisajes distintos, pero en el que hay unos cuantos símbolos que, como paradigmas recurrentes, van a aparecer con más frecuencia: espejos y cristal, como si la apariencia de las cosas y de los mismos paisajes reflejaran el alma de quien los contempla. De hecho, todos los lugares son traídos al poema al hablar de personas y nombres a los que Pedro dedica sus versos. La noche y el tacto de los cuerpos es otro de los tópicos que más se van a repetir en este libro; pero como vehículo (o puerta) hacia lo eterno (Persigo la forma del agua/ cómo fluye el río/ como una piedra quiero ser/ tuyo siempre, amor mío) nos dice el poeta; fluido y flexible como el agua, que se adapta al lecho por el que va; pero a la vez eterno y quieto, como la piedra, en la entrega del amor, que es, a la vez, criatura frágil (Se visten como luz/ son vírgenes vestales/ cuando el amor es una quimera/ de besos dormidos en cristales) y portal de infinitud (Eterno soy al amar/ cuando el tiempo se detiene,/ ya no existe la muerte/ con su apariencia fugaz). Por eso el tiempo está presente en toda la obra en cada lugar y en cada momento y los versos nos llaman a vivir el aquí y el ahora (vivamos esta noche/ por si no existiese aurora); y, sin embargo, (Eterno soy, todo se desvanece/ vivo sin tiempo en la piel). Y si el poeta mira los geranios, los jazmines/ cómo se extasían ante el sol./ No hay tiempo en ellos/ solo eternidad y corazón.
Edén es otro de los términos que aparecen con frecuencia en los versos de Pedro. A menudo asociado a sus recuerdos de niño (Recorro con mis ojos al niño/ que buscó su edén nativo) y con el cine como uno de sus sueños más vívidos (es un niño que ya sueña/ con el cine y con la vida).
Mas la palabra, y con ella el paisaje y el símbolo, más recurrente en todo el libro es “mar”. Aparece asociado a casi todos los lugares que cita y a los personajes en que se inspira. Es como si su casa (su vida) estuviera impregnada por el recuerdo del mar (He abierto la casa/ he dejado que entre el mar/ y la brisa lo cubre todo./ Casa que fue nuestro edén). Y es como si el lenguaje fuera ese mar que se abre paso por su alma y busca el sentido de existir (El lenguaje es un edén/ que en la infancia se perdió). Perdida la inocencia de la niñez, el poeta busca la brisa de ese mar (que hoy sustituye con el lenguaje) que llene de aire fresco el dolor de vivir (El mar es reflejo del alma/ que busca aquietarse y se enreda/ con la soledad siempre a cuestas/ extraño y olvidado se queda).
En la cantidad de nombres a los que homenajea, Pedro alude a lo que estos le inspiran, pero a la vez mira a lo más profundo de su alma buscando la luz de la utopía, que puede no ser algo material. (Lenta es la noche/ en suceder monótono de horas) y la vida se va gestando en sus rutinas (Lento el espejo en las esquinas); no obstante, queda siempre la esperanza del sueño por realizar (la noche es una hoguera donde/ todo sueño nace/ muriendo toda quimera) y en el amor está la fuerza para buscar la eternidad del mar.
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Emilio Ballesteros
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Nota
Pedro García Cueto. La lentitud de la noche. Prólogo de Emilio Ballesteros. Olifante Ediciones de Poesía – Papeles de Trasmoz, Tarazona [Zaragoza], 2012. ISBN: 978-84-122535-2-8.
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