La máquina onírica – Divagaciones [Escrituras automáticas IV] – II – Soledad Arcos
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La máquina onírica – Divagaciones [Escrituras automáticas IV] – II
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La máquina onírica – Divagaciones [Escrituras automáticas IV] – II
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Nada importa tanto.
El patito feo menstrúa y se convierte en cisne. Todos admiran su belleza (o sus tetas), pero adivina qué, al cabo de un tiempo ser guapa no tiene aliciente… La gente sigue sin verte, si eres fea no te ven, si eres guapa no te ven, solución: ser menos guapa (o disimular las tetas). ¿Y sabes qué? Ahora te ven, pero tampoco te tienen en cuenta.
El chico de padres pescaderos se convierte en el jefe de proyectos de una multinacional. Gana una pasta y se compra un buen carro, una buena casa… Y brinda en un jacuzzi con dos rubias cocainómanas con un bollinger. Al cabo de un tiempo, la espiral sin fin de nuevas marcas, nuevas gamas y nuevas rubias cocainómanas tienen un efecto secundario grave: la indolencia. Los colores se apagan, los olores son todos iguales, no hay sabor, tacto, coño que te parezca especial. Entonces haces puenting, rápel, escalada… Y un día te matas, simplemente porque puedes. Aunque antes, mientras caes, antes del golpe, vives, ese segundo… Pero no lo entiendes.
El hijo de padres divorciados logra encontrar a “la mujer buena”, esa que le prepara el desayuno a las siete de la mañana y es una puta en la cama. Ambos viven un amor de verdad, de esos de pasear desnudos por la casa después de hacer el amor, mientras bebes un zumo de naranja y le cuentas lo que has hecho en el día y ella te mira como si no hubiera cosa más importante en el mundo que ese momento. Pero pasa el tiempo, y la hipoteca, los hijos, el trabajo… Devoran poco a poco vuestros tiernos corazones. La monotonía es algo insoportable, el sexo se convierte en robótico. Entonces te tiras a la vecina del tercero y recobras la chispa vital que había muerto, pero luego te sientes un miserable porque eres como tu padre y te quieres morir de asco, pero aprendes a vivir con la culpa y cuando llegas a casa le haces el amor a tu mujer como un autómata. Luego le preparas un zumo de naranja y le preguntas cómo ha ido el día, porque si haces otra cosa morirás. ¿Es que no existe el amor? te preguntas, mientras le das una calada al cigarro. Luego esperas que un cáncer de pulmón no te mate antes de hallar la respuesta.
La empollona de la clase es bibliotecaria y logra escapar de su soledad y casarse a los treinta y ocho con un contable mucho mayor que ella. Con un poco de suerte e inseminación artificial tienen un precioso bebé que la hace la mujer más feliz del mundo. Luego su bebé crece y quiere casarse a los treinta. Ella es una mujer que pasa los setenta, viuda y asustada. Concentra sus fuerzas en odiar a su nuera, pero le puede el miedo a la vejez, la enfermedad, la muerte… Es una batalla perdida, se siente un estorbo y de nuevo la soledad la pilla en bragas, pero además, esta vez, con los huesos destrozados.
El joven monje flaquea cuando conoce el amor, se casa y tiene un hijo y vive en felicidad. Luego aparece el deseo, la lujuria, y traiciona al amor. Vuelve a la seguridad del hogar, pero se quema su casa. Reconstruye su casa, pero aparece el miedo. Una noche el ex monje medita y recupera su fe, cree haber encontrado su camino en la renuncia y haber alcanzado la iluminación. Entonces huye, en mitad de la noche, abandonando a su familia. Al doblar un recodo del camino, su mujer, que había presagiado su iluminación, lo estaba esperando con el niño en brazos. Ella lo para en seco y le dice: “¿Qué clase de ser humano es el que abandona a su hijo pequeño en plena noche?”
El hombre cae al suelo, mira a la mujer y al niño, y consciente de lo que estaba a punto de hacer se derrumba llorando desconsolado. Admite su derrota ante la vida y entonces vive. (…)
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Tengo una historia-ensueño rara y recurrente. Empecé a escribirla de forma compulsiva una madrugada de mi adolescencia y jamás la terminé.
Despierto en una cabaña un 1 de enero. Hace frío y viento, estoy sola y un lobo duerme a mis pies. Hay una chimenea y voy vestida con lana blanca. Me tomo un mate en la ventana mientras termina de amanecer. No me queda nadie a quien amar ni hay nadie que me conozca en esa ciudad. Ni siquiera el lobo me pertenece, solo aceptamos nuestra mutua compañía y compartimos calor. El paraje de fuera es desolado y sublime, cae nieve por la ventana…
La primera vez que vi nieve fue en Granada, la gente de la calle sonreía y te saludaba sin conocerte por aquella carretera que iba a la Facultad de Bellas Artes. Yo pregunté: “Qué raro, ¿por qué todo el mundo sonríe?”. La compañera que iba a mi lado me dijo riendo: “Tú también tienes una sonrisa, la belleza produce felicidad”.
La siguiente vez que vi nevar fue en Estambul sobre el palacio de Topkapi. Pocas cosas hay tan hermosas como la nieve sobre el mar.
La chica de la cabaña acaricia al lobo, no tiene miedo de él, ambos se respetan como iguales, el trato es cobijo y comida a cambio de calor, porque ella como yo, odia el frío.
Es extraño como en ese remanso de desolación me siento bien. Por supuesto hay tristeza, pero es una tristeza limpia y por primera vez no siento cargas sobre mis hombros, no siento miedo, no siento vértigo. Salgo a pasear por la nieve, me pierdo por las montañas, hay un pueblo cercano donde compro pan recién hecho y desayuno con los lugareños. Luego vuelvo a casa donde preparo la comida para mí y carne cruda para el lobo. Después de comer me doy un baño caliente y me pongo a escribir delante del fuego. Una profunda sensación de bienestar y libertad me sacude por dentro.
Una y otra vez la escena regresó a mí a través del tiempo, en los peores momentos, de algún modo me daba fuerzas, me recomponía. Yo miraba a la chica de la cabaña, quería continuar la historia pero ella parecía no necesitar nada más.
Era yo, pero no lo era, no podía serlo.
Entonces, si ella no podía ser yo, sería Soledad Arcos.
Escribo, el fuego crepita… Todo está en silencio, pero de pronto el lobo se pone alerta, alguien viene. No espero a nadie, pero llaman a la puerta.
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Soledad Arcos